Un gato negro

Eduardo Flores

Es un gato negro. Sin más. Merodea por donde trabajo. No me lo imagino haciendo otra cosa.

Cuando acude en busca de comida maúlla en un tono que interpreto excesiva y sospechosamente lastimero. Y mi curiosidad, a veces, me lleva a imaginar en qué gasta la vida el resto del tiempo. Sí, merodea, ya lo he dicho, es una forma de hablar y que los improbables me entiendan. Pero tampoco puedo decir que lo haya visto por ahí, merodeando.

¿Qué hace, pues, el jodío gato negro?

Me intriga su inteligencia. Y no lo veo preguntándose por mi paradero o mi actividad en los ratos que no nos frecuentamos.

No sé en qué momento nuestra historia se fundió con la de los gatos. De lo que sí estoy convencido es que fueron ellos quienes tomaron, voluntariamente y con una determinación inaccesible para nuestras delicadas entendederas, la decisión final. Observando la relación entre sapiens y gatos algo no cuadra, eso también está claro: se antoja esquiva la motivación de los primeros para conservar la compañía de unos segundos de los que no se percibe más que una permanente amenaza que sabemos -creemos o queremos creer- nunca llegará a materializarse daño: les basta saberse por encima. Probablemente la razón que me impide imaginar a este gato negro que contemplo, buscando, entre muchas otras cosas, y por decir, la verdad -la de la uve mayúscula, la de la altura, con la que hinchar el pecho gatuno-, en sus ratos libres.

Si la picaresca del bicho gato es innegable también lo sería la maldad en el fondo de su amenaza. Y si es cierto que cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo, mi gato negro, al que no puedo imaginarme aburrido y sí haciendo lo propio con las moscas del tedio -como cualquier otro gato, por otra parte-, por el gusto y nada más que el gusto, también lo es, que, ni de puta coña, anda por estas llanuras marismeñas buscando algo que podría ser tan absurdo tal vez como la verdad. Es sabiduría del gato: no es maldad, sino otra cosa.

Una sabiduría muy superior a la del sapiens, insisto: un fulano de tal (se omite el nombre, por puro placer sapiens, que bien podría ser gatuno) titula un artículo de opinión con una verdad subrayada, artículo apuntalado de datos que, en esencia, no hacen sino erigir una disparatada falacia: la opresión sobre los hombros del escritor blanco contemporáneo bajo el auge de las feroces y jóvenes y escritoras y feministas (para las que la maternidad no habría de resultar obstáculo, cosas de otra época, ya superadas y yatúsabe). Una plaga, válgame un Vargas Llosa. Bien pues, fulano de tal, escritorzuelo con aires y escaso éxito y mucho llanto velado derramado en tinta, se encapa de posverdá para abrirnos los ojos. Algo que, a estas alturas ya es para todos certeza, mi gato negro nunca haría.

Tiene la verdad o su búsqueda una especie de silbato para filósofos que suena tanto o más para tontos como para aquellos que, cuando nosotros vamos, nos sonríen de vuelta en un quinto o sexto viaje imaginario. Tal es el caso de Pérez-Reverte (qué más da leña o paja si hay fuego y sopla el viento), personajillo de la cultura tan pernicioso como Sánchez Dragó -ocurrencia-, pero por la vía de la blanca y neutral ecuanimidad (altísima altura moral y cultural, más bien).

Gran admiración sentiría don Arturo por mi gato negro. Él es más de perros, ya sé, ya sé. Pero tiene mi gato negro eso tan ponderado de lo machuno que mezcla galantería con poca vergüenza y una pizca de derrota como némesis consustancial a su existencia. Le molaría a don Arturo, seguro. Como le mola España, esa entelequia inmarcesible para la mayoría que él entiende, conoce y sabe y domina, como nadie jamás hizo todas esas cosas -que son la misma y nada- con algo. Miau.

Y dentro de España, Cataluña, claro. Y dentro de España, sus políticos, para los que don Arturo tiene siempre una verdad que ellos (también el resto de los mortales: estúpidos todos forever) desconocen y que siempre está en el pasado. Aquellos machunos, qué tiempos: políticos de verdad. Y dentro de España, dicho sea de paso, una única e irrebatible interpretación de A sangre y fuego, de Chávez Nogales (acudan a su librería amiga si procede, palabra de gato). Hombre, por favor. Le mola España, la suya y de nadie más. La esencia, mal que le pese a don Arturo, de todo nacionalismo, del que no se vende uno bueno. Miau.

No imagino a este gato negro leyendo. En su mundo todo es más sencillo, según veo, que no simple. Siempre hay una muerte latiendo tras la tentación. Es el diablo, que se aburre, que habita en las riveras del detalle.

Cuando llega el gato negro pidiendo comida maúlla revolucionando el oído de pura desolación. A sabiendas de lo dramático del asunto, le pongo su dosis de poderío a los morros, a la que acude ya sin la más mínima muestra de desesperanza en su expresión corporal. Ha vencido de nuevo. Después se larga. Y no me mires: “¡que me dehe ya!” en una mirada inconfundible de desprecio. No sólo por mi figura, también por la del resto de mis congéneres.

¿No será acaso cuanto ignoro, de lo que hace este maldito gato negro cuando no lo veo, la verdad mayúscula?

No es muy probable, no. Pero sí divertido imaginarlo.

En el mundo estrecho de los fulano de tal y los dones no cabe un gato negro como el mío. Ellos se aburren y, por tanto, matan moscas con el rabo: se venden buscadores de una verdad que ya creen poseer.

Twitter es tan sólo la dimensión del escenario. Uno al que don Arturo siempre acude en barco (el caballo ya está cogido por un desagradable). Uno en el que fulano no admite réplica, ignorando, tan imbécil -que diría el don-, la primera regla del club de la lucha.

Que me aburro no es más que el argumento de la obra.

Miau.

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