Para entender lo que está ocurriendo en Europa se habría de prescindir de conciencia. De otro modo es imposible. Para asumir la realidad y hacer la digestión, la humanidad sobra. Sólo entonces podemos observar impasibles lo inmoral de arrebatar una posibilidad remota de futuro a quien ya lo ha perdido todo, a quien ha sido despojado de toda dignidad por medio del fuego cruzado.
Ya no vemos la guerra. Nos la ocultan. Sigue ahí, claro, como siempre, alternando escenarios. Pero ya no sale rentable su promoción sensacionalista. Los héroes nos han decepcionado y los enemigos carecen de rostro; sabemos que héroes y enemigos somos cualquiera en cualquier momento. Si volviésemos a ver la guerra, como antaño, pocos años, tal vez nos horrorizaría. Es un tal vez sin convicción. Por más vacunados que nos sintamos, unos segundos de guerra en los medios, sería suficiente para despertar de la anestesia generalizada.
En Europa sabemos mucho de guerra. Los europeos somos el resultado de una guerra tan antigua como los países que hoy forman concepto de un continente. Pasa que no nos acordamos que lo sabemos.
Cuando la Segunda Guerra Mundial recreó una jugada de pesadilla en las mientes de los más expertos ajedrecistas del mundo del bien, el europeo de a pie creyó ingenuo que la Europa de tierras sembradas de cadáveres iba a quedar en el pasado como parte de una memoria necesaria. La alargada sombra de La Guerra Fría nos había helado durante demasiado tiempo, haciendo de las calles europeas contexto, deseo y, quizá, en algún momento, posible redención. Al estallar el conflicto en los Balcanes esa memoria despertó; tarde, pero despertó; bien o mal, despertó: ardíamos en las calles de Sarajevo, estaba ocurriendo. Europa reaccionaba ante lo que sabía era un espanto de escala intolerable, Bosnia olía demasiado a Auschwitz. Pobrecitos, los niños de Bosnia. Los veíamos.
Después los ajedrecistas de arte se llevaron el combate a tierras lo suficientemente lejanas como para que la guerra se nos volviese un fenómeno ajeno. Humeaba la carne en los amasijos del World Trade Center. Lloramos a los del otro lado del charco, los del lado bueno.
¿En qué momento nos hicimos de olvido hasta el punto de no poder ver la guerra?
Quién puede saberlo. Que nos hicimos de olvido está tan claro como que en Siria, desde 2011, llueve muerte en forma de racimo. Quiero decir, que nos estamos matando en Siria. Cada pepinazo nos alcanza en la columna vertebral de la razón y nuestra humanidad. Inmunes por olvidadizos, los europeos ya no vemos la guerra.
Entonces nos llega su ineludible realidad por un desagüe al que desde antiguo llamamos Mediterráneo.
Alguien en algún momento contó un cuento en cuyo título se decía primavera y árabe. Afganistán e Irak ya eran ruido de fondo. Había algo de triunfo en esa forma sutil de remover el avispero de la que nunca llegamos a entender mucho pero que sabía a gloria. Vendíamos democracia por cojones a sabiendas de que por cojones la democracia no se cotiza en los mercados del Oriente. El avispero, ya una bola de veneno, ya lomo de alacrán, era una sangría sin banderas y mucha mala leche y muchos más muertos que vivos. Algunos vivos, víctimas de pleno derecho, huyeron.
Las víctimas no empuñaban Kalashnikov. Sólo tristeza y camino por detrás. De frente la mar. El cielo era tan oscuro como el entripado de una granada de mortero.
Y al otro lado del mar un muro cabrón con almenas y desalmados en las almenas y la orden de frenar una invasión. La invasión: quienes ya lo habían perdido todo, quienes habían sido despojados de toda dignidad por medio del fuego cruzado. Los invasores: niños, ancianos, hombres y mujeres desplazados por el azufre que Occidente había vertido sobre lo que, poco antes, llamaban hogar.
Y al otro lado de ese muro almenado de cabrones más allá del mar, la indiferencia: el europeo de a pie maleado de carne de olvido. La réplica del Guernica en aquella esquina, por favor.
Es, precisamente, esa indiferencia, el eslabón que une el principio y el fin de la cadena que encadena los tobillos a las pateras de quienes anhelan una última oportunidad. No pueden comprar democracia porque antes necesitan vender la tragedia sobrevenida para tener con que hacerse de pan y de agua. Del calor del semejante al que le sobra pan y agua.
Ni vimos ni vemos la guerra que les llevamos. Ahora traen hambre y frío y un desconsuelo que no se cura en toda una vida. Preferimos ignorar que, en lo más profundo del ser que es el individuo, todos somos como huérfanos perdidos en un bosque sombrío. Náufragos de nuestra vida vagando a la deriva que son las enfermedades del primer mundo. Refugiados todos. Nos diferencia que el azar jugase con el lugar y el momento que se nos dio para un paseo.
El sumidero que es el sur de Europa ahora es un problema. A los que huyen del humo de las explosiones los recibimos con una bienvenida a base de gas lacrimógeno.
¿Quién sienta al pobre a comer en su mesa colmada, caridad cristiana, con su olor a pobreza y un relato de terror para contar (para la memoria) en el que unos y otros fueron legitimados para asesinarse en torno al hogar de la familia del pobre, ahora ruinas?
Eduardo Flores nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).
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