Las hojas secas llegaron hasta sus pies. El viento suave empezó a formar extraños remolinos en el vaivén absurdo que recordaba a una antigua nana. El color ocre de las hojas secas, le transportó a tiempos lejanos, a tiempos de retratos en sepia, rostros de tristeza y manos surcadas… eran un recuerdo cargado de realidad, era el mismo retrato que contemplaba hoy al mirarse en el espejo. Pero, ni siquiera en ese instante quiso reconocerlo… Las hojas secas se balanceaban, unidas en un baile, dos de ellas se separaron de las demás, volaban más alto, soñaban más lejos…
Conmovido por ese espectáculo absurdo, decidió sentarse en el borde de la fuente, donde la piedra había dado cobijo a un manto de musgo que le recordó la latitud exacta por la que el invierno entró en su vida, rompiendo de cuajo unas pocas decenas de primaveras vividas. Las dos hojas seguían danzando, en ese caos de viento suave y recuerdos macabros… Pero, advirtió, que no todo estaba seco, no. Una de esas dos hojas no estaba seca, por dios, cómo es posible que una hoja verde vagase por el suelo, ¿a quién le faltó sangre en las entrañas para arrancarla? ¿Y quiénes de nosotros no tenemos una hoja verde, en nuestro pasado, que no debió caer?
En el agua estancada de la fuente, empezaron a visualizarse los círculos concéntricos que formaban las gotas de lluvia al caer. Una risita absurda se escuchaba a sus espaldas. Era el duende que, tantas veces, le sorprendía al visitar la fuente y, con una voz, entre inocente y profunda, le decía “soy el amor». Era aquel personajillo absurdo en el que, tantas veces, creyó. Intentó silenciarle con un ademán de hastío, en el que su mano bajaba, temblorosa, para aposentarse en sus rodillas. El duende parloteaba “No me escuchas, amigo». Él no escuchaba, no. Tenía su vista puesta en las dos hojas separadas de las demás, la hoja verde y la hoja seca, la hoja viva y la hoja muerta… Un viento frío atravesó el paisaje, atravesó su alma… (carcajadas del duende). La hoja seca, más débil, volaba y revoloteaba; la hoja verde, más joven, quedó atrapada entre unas piedras cubiertas de musgo… (el duende reía). Finalmente, el viento forzó a la hoja seca y la arrastró, sin compasión, hasta el agua de la fuente, donde empapada, y casi hundida, el viento la abandonó… (las risas del duende, entre ironía y burla, sonaban a desprecio); y parecía volver a escuchar aquellas palabras resonando en sus oídos “Soy el amor, amigo. Soy el amor».
Unas tímidas lágrimas brotaron de sus ojos grises. Cuánta injusticia de aquel viento frío que las separó… El duende seguía murmurando a sus espaldas “Soy el amor, amigo. Soy el amor». De sus labios secos y con una rabia que llevaba oculta desde hace años en el alma, le gritó “Maldito seas, ¿por qué me engañaste?». Se levantó en silencio, fue hasta las rocas donde había quedado atrapada la hoja verde, la cogió con dulzura y la colocó en la superficie del agua de la fuente. Cerca de la hoja seca. Mientras una de ellas, la más débil se iba sumergiendo, sin solución, acercó a la otra, la más verde que con el impulso del agua, quedó abrazada a su compañera, mientras se hundían al son de un vals de sueños. Allí quedaron, en el fondo, juntas, abrazadas, las dos.
Volvió la vista y miró al duende. Entre dientes, le murmuró: “eres un miserable. Esta vez, ganó yo».
Dicen que él nunca más regresó. Dicen que el duende no volvió a hablar en nombre del amor. Dicen que las hojas siguen aún en el fondo de la fuente, juntas, abrazadas. Dicen que, el quedarse solo, el duende lloró.
María Ángeles Solis, colaboradora de La Mar de Onuba, es escritora. Ganadora del premio de poesía Federico Mayor Zaragoza en el año 2003; socialdemócrata y socialista. También colabora con otros medios digitales, como Diario Progresista.
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