Llevar al debate o a los juzgados la palabra es un ejercicio peligroso. Se corre el riesgo de enmudecernos como bípedos (casi) pensantes. Se transita la vereda estrecha por la que atrocha el ganado, siempre atolondrado por el miedo. Legislar la expresión nos somete al imperio del ruido, de la autocensura, de la posverdad. Sacralizar, como un escudo contra la idea forjada con el acero de damasco de la palabra, folclores en tiempos del liberalismo económico, es mecer el palio de la hipocresía: un tiro de gracia tras el rutinario e insistente descargar cartuchos del pelotón que es la precariedad normalizada.
Un vallado a la libertad de expresión, actividad tan del gusto de nuestra derechita catolicona, por parte ahora de esta izquierdita nuestra tan de paripé, tan de casarse por lo civil y sin querer queriendo y de penalti, se antoja torpeza procesional, ¡me cago en la Virgen del Pilar!
Legislar prohibición en la tierra virgen por definición de la voz, la palabra y la expresión, no es progresista. Ni siquiera cuando se busca el efecto, cuando el fin es el de enmierdar todavía más la mierda generalísima que fue el cabrón de Francisco Franco y su tropa cabrona de asesinos, inquisidores y chivatos.
Robarnos la voz ha sido siempre el primer atentado contra el individuo. Contra nuestras libertades.
La palabra, la voz, la expresión.
¿Quién es, o mejor dicho, quién cualifica -cuestión de difícil arreglo, según parece- al ente ficticio capaz de señalar la palabra ilegal, la voz ilegal, la ilegalidad de la expresión? Tal hondura filosófica, el pensarnos en el mundo nos podría ayudar. Si no fuera pedirnos tanto. Si no fuera pedirnos tanto la veracidad del argumento frente a quienes pretenden hacer de la Historia una falacia un millón y una veces repetida. Si bien no existe la verdad, sí los hechos, con sus nombres y apellidos. Existe la ciencia, con sus principios probados y repetidos.
La libertad de decirnos o escribirnos me queda muy por encima de todos y cada uno de quienes hoy (o mañana) se sientan en el hemiciclo. Incluso cuando lo que nos decimos o nos escribimos no me gusta o me repugna tanto como la barba de Espinosa de los Monteros.
El tiempo no cura un carajo. Es una tirita muy bien traída al consuelo. Y un ¡viva Franco! me resbala, por el arco del triunfo, bien lubricado y escurridizo, hasta llegarme a los tobillos y el empeine, cuando de certero patadón mando más allá de a tomar por culo. Y a otra cosa.
Entiendo que la herida nunca cerrada por una transición de urgencia -la mejor (quizá) de las posibles, o no-, escuece como beso de alacrán o abrazo de aguilucho trasnochado. Puedo entender que la apología sin consecuencias (no punible) del franquismo es un insulto a la inteligencia y a la ética propia de una democracia. No entenderlo sería tan estúpido como votar a VOX toda vez aceptada la condición de ser humano y/o clase trabajadora en el siglo XXI. Alemania nos queda lejos y las comparaciones, de facilonas, inapropiadas, inexactas. Tanto como si nos comparamos con la antigua Yugoslavia, de la que se habla poco (nada).
Al irrisorio e irritante ¡viva Franco! este modesto observador de gorriones gusta de responder con un relajante ¡mecagoendiós! Sin que ello sea motivo para más jaleo que un sencillo intercambio de miradas ceñudas.
Franco está muerto y bien muerto y debidamente exhumado y, asimismo, tan bien depositado en La Venta del Nabo que ha sido una justicia a destiempo pero satisfactoria (un priapismo que me durará lo que queda de 2020), que no reparadora de nada, porque tirita traída al consuelo.
Dios, disculpe el improbable, ni está ni se le espera. No existe, no más que los reptilianos. Una blasfema defecación sólo debería ofender a los talibanes de un culto de clase o a una asociación, de las muchas que hay, de abogados que se dicen cristianos (permítaseme por este recodo de texto: El reino, Emmanuel Carrère. Para cristianos y también para el resto). Una chirigota de procesión paródica sólo insulta a incultos capillitas de rodillas peladas, escaso sentido del humor y sobrados de atención y de dinero público. Que una performance del fervor, la Semana Santa, pretenda el poder de moralizar al respecto, que no de manifestarse públicamente en contra –aceptable, respetable, perdonen que no me levante-, resulta bochornoso por neoberlanguiano (sorry).
Una sociedad viviente del tiempo que ha tocado en suerte (siglo XXI, insisto: drones, 5G, una imagen del bosson de Higgs) debería, por cultura, identificar al lejos lo reprobable, y ser, a la vez, respetuosa con la voz, la palabra y la expresión. Porque no blanquean sepulcros las palabras ni las voces o las expresiones en tanto que es nuestra percepción de la realidad, a través de un prisma pulido, lo que diferencia el mal o buen gusto, la ideología perniciosa de la que no lo es; distinguir claramente el delito en el corazón asfáltico de la convivencia. El discurso radical de VOX, ese en el que la xenofobia, la homofobia y el machismo, busca los recovecos de nuestra libertad, es fácilmente neutralizable con la potencia de la razón blindada de humanismo.
La izquierda que se abandera de libertades no debería entrar al trapo machacón de unos rivales para quienes la prohibición ha sido fuego de artillería.
La libertad se mama en la educación, prisma pulido y deseable cimiento del más deseable de los futuros.
Y sólo debería estar flanqueada por más libertad. Abovedada de libertad.
¡Me cago en dios!
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