“Después de Europa, la globalización es el nuevo chivo expiatorio de todos los males franceses”. Este título de un artículo publicado en la web de Atlantico resume una de las ideas de moda en estos tiempos de profunda crisis de nuestro marco político y social.
La forma misma de nuestras organizaciones políticas, basadas en la “nación”, su configuración política en el Estado, su territorio y la solidaridad que une a sus habitantes, podría verse arrasada por la fuerza de los flujos globales que la asedian.
Pero esta globalización que criticamos, que desdibujaría fronteras e identidades, que arruinaría la solidaridad y el arraigo locales al permitir la circulación de bienes, personas, capital e ideas en todas direcciones, ¿es una realidad tan reciente?
Un relato de los orígenes
Esta imagen del presente, que hace de la “globalización” su gran acontecimiento, siempre se basa en un relato de los orígenes bastante convergente en líneas generales.
Casi siempre se señalan como punto de inflexión los años 1980-1990 por la desaparición del bloque soviético, el fuerte auge industrial y tecnológico de Japón, el inicio de la reintegración de China en la economía internacional y el desarrollo de las redes digitales; pero también por el triunfo del libre comercio y la supuesta desregulación “neoliberal”, que habrían producido el salto hacia la globalización.
Esta última supondría la entrada en un nuevo mundo unificado por el mercado, la circulación de productos, personas e información que erosionan las fronteras y las diferencias, así como la realineación a escala mundial de afiliaciones e inversiones políticas.
Este relato implica, por supuesto, su contrapartida lógica. Si el presente es global, el pasado fue el tiempo de la pertenencia local y nacional, del poder del Estado, cuando la política nacional aún conseguía mantener en las lindes a las fuerzas del mercado. Y, sobre todo, el tiempo de las culturas nacionales que dieron significado a estas afiliaciones y fundamentaron la solidaridad.
Un giro global de las ciencias sociales
A partir de los años noventa, esta “gran narrativa de la globalización” fue ampliamente aceptada por el público en general gracias a ensayistas de talento como Kenichi Ohmae o Thomas Friedman. También por el mundo académico, que tomó prestado el “giro global” de las ciencias sociales iniciado por Ulrich Beck, Anthony Giddens o Saskia Sassen, por solo mencionar algunas figuras importantes. Un giro que ha ayudado a redefinir, al menos en el mundo de habla inglesa, la forma de enseñar y practicar las ciencias sociales.
Actualmente también domina el espacio público francófono, donde constituye el esquema explicativo central para los neoconservadores que lamentan el supuesto declive de la identidad nacional y la desaparición de las fronteras.
Es, igualmente, un discurso que se encuentra en muchos socialdemócratas y pensadores de la izquierda radical –desde Jürgen Habermas, a finales de los años noventa, hasta Alain Supiot en la actualidad–, para quienes la globalización se corresponde con el despliegue de un programa neoliberal que, al desregular la economía y atacar al estado de bienestar, pone en peligro al propio Estado y, con él, la posibilidad de una comunidad política solidaria.
La historia de la economía mundial acaba con el mito
Sin embargo, como historiador, uno puede rebatir todos los puntos de esta “gran narrativa de la globalización”. Ninguno de los supuestos rasgos de la globalización tiene su origen en los años 1980-1990, ni en el sentido de un comienzo ni en el sentido de una causa primera.
Los historiadores de economía han mostrado en más de una ocasión que la globalización actual, desde un punto de vista económico, no es muy diferente de la que tuvo lugar desde finales del siglo XIX hasta 1914 o 1930, según los criterios que se apliquen.
La economía atlántica, y por extensión la economía mundial, estaba entonces mucho más integrada que la nuestra desde el punto de vista de la circulación de capitales, atravesada por flujos migratorios mucho más masivos en proporción, y la convergencia de los precios de los bienes, la tierra y la mano de obra ya era una realidad a nivel atlántico en 1910. La primera economía del mundo en 1900, la economía británica, era incomparablemente más abierta que las economías dominantes de nuestro tiempo, con una tasa de extraversión del orden del 40 %.
Declive del Estado: ¿en serio?
Tampoco resiste al escrutinio la idea de un retroceso masivo del Estado y de su capacidad de intervención producido, desde hace treinta años, por la globalización y el triunfo del mercado a través del neoliberalismo. En todos los grandes países industrializados, el peso del Estado, medido por la proporción de la riqueza procedente de la producción nacional, por el número de funcionarios, por la extensión de sus ámbitos de intervención y el número de sus normas, reglamentos y leyes, ha seguido creciendo con la única excepción del caso de Estados Unidos, y con ciertas salvedades.
Y las nuevas potencias industriales –las asiáticas– deben una parte decisiva de su fortaleza y su integración en el mercado mundial a la consolidación del Estado y a la ampliación de sus esferas de acción, tal y como ha señalado principalmente la profesora de Ciencias Políticas Linda Weiss.
Las “nuevas” tecnologías, muy presentes desde 1900
Veamos otro ejemplo. También se ha hablado mucho de la transformación masiva impuesta por las “nuevas tecnologías” de la comunicación, que habrían comprimido radicalmente el espacio-tiempo. Sin embargo, ya en 1900 era posible realizar una orden de compra en tiempo real entre la Bolsa de París y la Bolsa de Londres.
Desde este punto de vista, la mayor transformación histórica no data ya de los años 1980-1990, sino de la década de 1860. Una noticia procedente de la India, que tardaba tres semanas en llegar a Londres en 1857, diez años más tarde llegaba a la capital británica en unos pocos minutos gracias al despliegue de la red telegráfica mundial. Fue entonces, y en las décadas siguientes, cuando se produjo la compresión decisiva del espacio-tiempo.
Conexiones globales antiguas y decisivas
Otro ejemplo más. El crimen organizado a nivel intercontinental no se remonta a la década de 1990 y a la desregulación de los flujos económicos. De hecho, el comercio del tabaco en el Atlántico –desde la bahía de Chesapeake hasta las comarcas francesas del Isère, cuna del célebre contrabandista Louis Mandrin– ya constituía en el siglo XVIII un inmenso sistema de contrabando que contribuyó directamente tanto a la deslegitimación de los poderes coloniales como a las revoluciones atlánticas.
En la época de Felipe II, la corona española gobernaba un imperio mundial: europeo, asiático, americano y africano. El oro de los Andes alimentó el esplendor de los aristócratas castellanos, la prosperidad de los comerciantes holandeses y acabó estimulando la industria china, beneficiaria real de los metales de Potosí.
En el siglo XIV, el islam y su idioma, el árabe, ya vinculaban estrechamente al archipiélago malayo con Arabia y al Magreb con Asia Central, articulando un área cultural gigantesca, más fuerte que muchas de las nuestras.
A partir de ese momento (e incluso desde la antigüedad, de hecho), disponer de objetos lejanos, exóticos, en la mesa o en la tumba, hizo posible distinguirse del común o de otros poderosos. Y aunque el comercio de larga distancia fue mucho menos masivo que el nuestro, el papel de la circulación de materiales y personas fue también enormemente decisivo para las jerarquías sociales.
Lo “nacional”, lo “local”, ¿existieron alguna vez?
En cambio, no hay indicios de que nuestro tiempo esté desnacionalizado, ni de que el pasado haya sido nacional o estrictamente local.
El mundo nunca ha conocido tantos Estados nacionales como hoy, y el movimiento para su creación se ha mantenido en el tiempo. Más de treinta de ellos han surgido desde el llamado giro global, y la creación de Estados nacionales sigue siendo para muchos la solución para resolver crisis políticas, como en Cataluña, Escocia o el Kurdistán.
El propio Estado nacional es básicamente reciente. Sus principios fueron establecidos a mediados del siglo XVIII, y fue revolucionario entonces porque el mundo en ese momento no estaba constituido ni mucho menos por Estados nacionales surgidos de un grupo étnico común, racial o culturalmente construido, sino por imperios, grandes o pequeños, donde gobernantes y gobernados podían no compartir una cultura común, aunque sí unas lenguas vehiculares.
Nuestro tiempo no está más unificado culturalmente que la época de los imperios. Las comunidades rurales que constituían el 80 % de la población euroasiática en aquel entonces se parecían mucho por sus economías agrarias, su escasa alfabetización, su capacidad de resistencia activa o pasiva a los poderes centrales, sus prácticas comunitarias o su dieta dominada por los cereales. Incluso compartían a menudo cultos y rituales religiosos a gran escala, que transcendían las fronteras políticas. El mundo de “antes” no era, para la mayoría de la población, muy diverso, y el localismo de la existencia no aseguraba de ningún modo una inefable y auténtica poesía de la diversidad.
La “nación”, una invención del siglo XIX
Los siglos XIX y XX vieron, por el contrario, cómo se multiplicaban las iniciativas de nacionalización de las poblaciones a través de la escuela, el idioma, las artes y la ley, hasta el punto de producir una verdadera balcanización cultural de Europa, y un retroceso masivo del multilingüismo habitual.
La noción misma de cultura nacional, tan vinculada a la afirmación de la autenticidad del Estado nacional como forma política de un pueblo, es una invención política reciente que data igualmente del siglo XVIII y que ha necesitado un apoyo institucional y económico masivo para comenzar a tener consistencia en la vida diaria de las personas.
En muchas partes del mundo, este proceso aún está en curso y contribuye a la formación –paradójica en apariencia– de una globalización de la diversidad cultural por parte de las culturas nacionales (este es uno de los fundamentos lógicos y políticos de la Unesco).
Y en el fondo se podría decir lo mismo sobre el propio Estado nacional: constituye la forma política legítima en el orden político mundial desde 1945 y su universalización es, de hecho, una de las principales formas de globalización.
La Guerra de los Siete Años, punto de inflexión
El origen de la globalización sería, pues, el mismo que el de la nacionalización. Ambas están vinculadas desde mediados del siglo XVIII, en especial desde esa “primera guerra mundial” que fue la Guerra de los Siete Años, la primera que se desarrolló simultáneamente en Europa, Asia y América, y en los grandes océanos del globo.
Pero debemos introducir inmediatamente un matiz importante: esta globalización, esta expansión del comercio, la movilidad y las conexiones a escala global, mediada por el surgimiento del Estado nacional, es solo una de las formas de globalización que han existido en la historia humana.
Son varias las formas de globalización que han tenido lugar desde hace mucho tiempo y, lejos de anularse entre sí, se han concatenado, la lógica de la siguiente apoyándose en la anterior, a menudo revitalizándola por otras vías.
La extensión mundial de las peregrinaciones a La Meca, por ejemplo, se debe a su vez a globalizaciones arcaicas, de la época de la expansión del islam; a la globalización “moderna”, sobre todo la de los grandes movimientos religiosos del siglo XVIII, que vio nacer el wahabismo; a la geopolítica global de la península arábiga desde 1915 y a la dinámica de las emigraciones árabes vinculadas a los imperios coloniales. Y este sistema mundial de peregrinación a La Meca se articula igualmente con la dinámica del turismo actual.
Deconstruir las nociones ahistóricas
Del mismo modo, el actual sistema económico mundial no puede reducirse a la noción ahistórica de “capitalismo»”, y datarlo únicamente en el hundimiento de la alternativa comunista, como tampoco en la conquista de las Américas.
Es herencia, a la vez, de las redes del comercio terrestre eurasiático de la Edad Media, de la expansión del comercio marítimo europeo a todos los océanos a partir de 1480, pero también de la increíble dinámica de la industrialización atlántica desde principios del siglo XIX y de su gemelo institucional, el Estado liberal.
Por lo tanto, la globalización ha conocido varias formas, muchos reveses, pero también una acumulación gradual de sus logros y una profundización de su lógica.
La globalización actual, la más profunda hasta la fecha en la historia humana porque envuelve en su movimiento a cada vez más individuos y más localidades, no es la primera. Sin embargo, a diferencia de sus predecesoras, de las que ha obtenido una parte decisiva de su fuerza, se basa en la doble dinámica de la extensión de las operaciones económicas y de la estatalización. Nuestra globalización es la del Estado nacional.
Este artículo, traducido por María José Hernández Guerrero, se publicó en el contexto de Night Sciences and Letters Origins, que tuvo lugar el 7 de junio de 2019 en ENS, y del que The Conversation France es socio. Consulté el programa completo en la web del evento.
Blaise Wilfert-Portal, Profesor de la École normale supérieure (departamento de ciencias sociales) e investigador asociado del Instituto de Historia Moderna y Contemporánea (CNRS). Su trabajo de investigación se centra en la internacionalidad cultural (circulaciones y nacionalizaciones culturales estrechamente articuladas) en Europa entre 1850 y 1930.
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