‘Fábula del cabo Stefan’, por Eduardo Flores

por Eduardo Flores

Reconozco sin vergüenza haberme mantenido voluntariamente desinformado sobre un conflicto en el que, en honor a un tópico, la información –la verdad-, ha resultado ser la víctima primera. La memoria me alertaba entonces. Toda guerra exige una mentira como detonante. Y la mentira es una forma de muerte que, a gran escala, alcanza la mayor de las tragedias.

Ahora que el espectáculo del horror ya se ha instalado todavía más insidiosamente que un virus en nuestros corazones, lo que nos resta, es el tiempo por perder. Quiero decir, asumir una derrota. Un primer disparo en combate es el reverso tenebroso del primer beso en una historia de amor. Tristes guerras, si no es amor la empresa, escribió Miguel Hernández.

Cuanto sé de la guerra –estuve en Troya- es que de ella no sale nadie con vida; lo poquito que importa, en puridad, las causas de su origen, instrumentalizada la mentira en pos de decisiones profundamente ridículas si las comparamos con el valor de la vida. Decisiones de quienes no empuñarán el fusil para encarar al semejante, introducir el dedo en el guardamonte, para luego acariciar el disparador hasta que este se estrese con final resultado de muerte. Ya sea porque te han cazado primero en el intento.

Cuanto sé de la guerra es que, tras ella, sólo queda tierra quemada. Cuanto sé de la guerra me lleva a la sencilla conclusión de lo innecesaria que resulta. Que no hay mal en este mundo –y males no nos faltan- que pueda resolverse por medio de la destrucción. Básicos aprendizajes, ya sé. De esos que, no obstante, conviene recordar.

El caso es que, desde el descuartizamiento de Yugoslavia, Occidente vuelve a sentir el rebufo de los misiles calentándole el rostro. Una potencia nuclear ha invadido pornográficamente a un vecino más débil en recursos militares; con premeditación, alevosía y con una impudicia que ha asombrado y atemorizado a partes iguales a quienes ya nos vale con nuestras grandes pequeñas miserias del día a día. No es una guerra de esas de los africanos, que nos importan un carajo, o de esas otras de los árabes, tan lejos ellos, que nos incumbe otro tanto; ya sean nuestros propios y democráticos gobiernos quienes las motivaron.

Esta vez la encrucijada a la que nos somete el panorama nos inocula un miedo racional en tanto que, lo queramos ver o no, ya tenemos la guerra en casa. Ni siquiera sabemos cómo coño ha ocurrido. Tampoco cuánto de ella vamos a lamentar. La guerra posmoderna no necesita un campo de batalla ni frentes con trincheras. Precisa de tensión. Y en el mismo momento en el que Vladimir Putin decidió poner las cadenas de un carro sobre territorio ucraniano, la comba de la cuerda reaccionó, tirando de una Europa a la que, en medio del verdadero conflicto que ahora desangra Ucrania a modo de mensaje, no le ha quedado otra que responder. Para gozo y disfrute de quienes sujetan la cuerda de nuestro futuro por el otro lado.

En Una fábula (1954), novela de William Faulkner, el cabo Stefan está en una trinchera de la Francia de la Primera Guerra Mundial. Cuando se da la orden de salir del barro para la ofensiva, el bueno de Stefan decide desobedecer; lo que produce un efecto de imitación por parte de todos sus camaradas de compañía. En respuesta y, ante el desconcierto, el enemigo alemán también se ve impregnado por la parálisis y también detiene su ataque. Todo ello bajo el asombro de los generales de uno y otro bando, que se ven obligados al parlamento para resolver el modo de reanudar el combate. No hay batalla. Y ninguna de esas grandes mentes de la estrategia militar logra entender por qué.

Ojalá, llegado el momento y, llamados de una forma u otra a filas, en estas estúpidas guerras del futuro presente, contemos con un cabo Stefan. Aunque no habitemos el mundo de la ficción y el conflicto que nos atenaza no sea, ni mucho menos, una fábula. Tristes guerras.

20 de marzo de 2022

Eduardo Flores, colaborador habitual de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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