Barro, palos y gritos en Paiporta: antecedentes históricos de un tumulto

El rey Felipe VI con los vecinos de Paiporta, el 3 de noviembre de 2024. Casa de S.M. el Rey
por Mauro Hernández

 

 

Miércoles, 13 de noviembre de 2024. La tensa visita de Felipe VI y el presidente Pedro Sánchez a la Paiporta (Valencia) devastada por la DANA, en la que fueron increpados y acosados por los vecinos, ha resucitado un viejo lema de los tumultos populares del pasado. La diputada del PP Cayetana Álvarez de Toledo lo sacaba a colación en un lacónico tuit (o X): “Viva el Rey, abajo el mal Gobierno”.

Lo que Álvarez olvida, sorprendentemente siendo doctora en historia, es que ese grito no procedía de aristócratas (como ella) o gobernantes. Nacía del pueblo bajo –hombres y mujeres– en el curso de los tumultos, en España y fuera de ella.

Los tumultos –asonadas, alborotos, motines o conmociones populares– son estallidos de violencia abrupta, explosiva, aparentemente irracional y a menudo sangrienta que han acompañado a las sociedades humanas desde hace siglos.
No sólo se dieron Europa –los indígenas de la América conquistada eran bastante dados al motín– ni sólo desde la Edad Media. La rebelión de los esclavos de Espartaco vino precedida por cientos de levantamientos menores de esclavizados. En el mundo moderno, destacaron los “furores campesinos” del siglo XVII, saltando de Francia a China y Rusia. Sólo en el país galo se han contabilizado 8 528 entre 1660 y 1789.

En Inglaterra, los trabajos de historiadores como E. P. Thompson, George Rudé, Christopher Hill o Eric Hobsbawm y otros muchos han reconstruido el linaje de la protesta popular. Estas abarcaban desde las grandes revueltas de semanas o meses, a las que se sumaban miles de hombres y mujeres, a episodios de corto alcance, de un día o unas horas de duración, en uno o dos pueblos vecinos, con detonantes de lo más diverso –desde el precio del pan a los abusos de un alcalde– y que parecen desvanecerse con la misma facilidad con la que estallaron.

Los científicos sociales anglo-americanos denominan estos episodios riots, que podemos traducir como tumultos, motines o revueltas. A su estudio en la Castilla del siglo XVIII llevo dedicando algunos años.

Tumultos por definición

En estos tumultos era muy habitual que sonara el grito “Viva el rey y muera el mal gobierno”, un grito que no se oyó en Paiporta el domingo 3 de noviembre, pero cuyos ecos resonaban con fuerza en esos sucesos. Algunos los han calificado de reyerta callejera o acto de vandalismo y hasta los ministros han declarado que la protesta estaba “organizada” con intervención de “marginales violentos”.

Pintura del motín de Esquilache atribuida a Francisco de Goya.
Pintura del motín de Esquilache atribuida a Francisco de Goya. Wikimedia Commons

Para el historiador de la resistencia popular, en cambio, no hay dudas: se trata de un tumulto. Tiene en común con los históricos el lanzamiento de objetos –piedras y palos, pero a menudo también barro y excrementos– contra aquellos a quienes los tumultuados identificaban como enemigos; los clamores al unísono; el liderazgo anónimo o colectivo; el protagonismo de la masa y de lo impulsivo frente a lo estratégico; mucha espontaneidad (que no irracionalidad) en la acción, y la idea de que la protesta queda legitimada por valores muy por encima de la ley.

Lo que no era habitual entonces, desde luego, es que el rey ni sus ministros bajasen a dar la cara. A Carlos III tuvieron que llevarlo casi a rastras al balcón de palacio durante el motín contra Esquilache en 1766, cuando el pueblo llano de Madrid se levantó contra el principal ministro del rey.

Pero quienes sí daban la cara –estaban obligados– eran sus representantes, los alcaldes del lugar, o el corregidor de una población cercana, a veces con apoyo de tropas y otras armados sólo con la vara de justicia y el respaldo del clero. No era infrecuente que estas “autoridades” tuviesen que recular, pararse a hablar con los que protestaban e incluso negociar con ellos. A veces, en cambio, tocaba buscar refugio en una casa o un cuartel porque los amotinados no se dejaban apaciguar tan fácilmente.

“Viva el rey y muera el mal gobierno”: lo que hay detrás

Los gritos, en general, y los vítores, en particular, son un componente destacado del paisaje sonoro del tumulto, casi tanto como el toque de rebato, las campanadas atropelladas que acompañaron a un sinfín de motines desde el Perú colonial hasta la Rusia de los primeros soviets. Igual que puede decirse que no hay tumulto sin campanas a rebato, tampoco hay motín sin vítores.

El más extendido de todos era “Viva el rey, y muera el mal gobierno”, un grito que se repite desde época medieval, tanto en Castilla como fuera de ella. Resonó en las calles y plazas de Madrid contra Esquilache, se gritó en la revuelta de Masaniello en Nápoles y en las de Sicilia en 1647 (“al grido «viva il Re Nostro Signore e muoia il malgoverno»”). También fue habitual en la Francia del siglo XVII (Vive le roi sans gabelles!, aunque ya no tanto en vísperas de la Revolución. Y son sólo unos pocos ejemplos.

Ese “¡viva el rey!” aparece en situaciones en las que los tumultuados cuestionan la legitimidad de las autoridades (locales en núcleo más pequeños, aunque aun así de nombramiento real) y les oponen su propia legitimidad de vecinos alzados.

Imagen de la reina Letizia hablando con vecinos de Paiporta.
La reina Letizia hablando con vecinos de Paiporta. Casa de S.M. el Rey

En este contexto, el vítor al rey ha sido interpretado tradicionalmente como un indicador de un “monarquismo ingenuo”, de deferencia de las clases populares a la monarquía, mitificada como fuente de justicia y protección de los vasallos. Este “monarquismo” consideraba al rey del todo irresponsable –no digamos inimputable–, por lo que la culpa de los impuestos, los reclutamientos o las escaseces era adjudicada siempre a los ministros y a sus subordinados locales. Otros autores defienden que respondían a una lógica puramente defensiva: la deferencia era mera salvaguarda insincera frente a la represión.

 

Algunos hechos siembran dudas sobre estas interpretaciones. A menudo, los vivas al rey no se producían, y las autoridades casi los reclamaban: en Cáceres en 1713, en un alboroto sobre las elecciones de oficios, el alcalde mayor recriminó a la multitud (“gente pleveia”) que no debían gritar “Viva Benito Pozo” (el candidato de los tumultuados), sino “que lo que se devía decir era Viva, Viva, el Rey”.

En otros casos, más avanzado el siglo XVIII, los vítores plebeyos se desviaban aún más del espontaneísmo monárquico y se gritaba, como en Alesanco (La Rioja) en 1793, “viva la livertad de Francia” o incluso se vitoreaban la igualdad y la Asamblea. Un año después, en un tumulto en Montalbanejo (Cuenca), los sublevados gritaban: “Venga el Comisionado, venga la orden del Consejo que aquí no se obedece a Dios, ni al Rey”.

La responsabilidad de votantes y elegidos

Visto esto, ni el monarquismo ingenuo ni la deferencia fingida resultan tan convincentes. Sí en cambio la visión del “monarquismo no tan ingenuo” que plantea el politólogo James C. Scott.

Para Scott, la deferencia era estratégica (no sólo defensiva) y legitimadora. Es decir, perseguía propósitos definidos, entre los cuales figuraba justificar la protesta en términos de la economía moral de la multitud, un conjunto de valores compartidos por el pueblo bajo pero también sus superiores sociales. Según esta economía moral, circunstancias como los abusos de autoridad, la vulneración de las tradiciones y muy especialmente la pasividad ante el encarecimiento o la escasez del pan justificaban la acción directa y autónoma de los súbditos en forma de motín.

En suma: el vítor al Rey no era una pieza imprescindible, ni tan fácil de interpretar como pretende el “monarquismo ingenuo”. Pensar que los tumultuados desconocían que la responsabilidad última del rey sobre el comercio del grano, los impuestos o la autoridad señorial, y que hasta el alcalde del más remoto villorrio ejercía la autoridad en su nombre, es mucho dar por sentado.

Pero ya no es el caso en nuestros días: como Felipe VI recordó a uno de los amotinados que pedía a gritos la salida del gobierno, “esto es una democracia”. Ahí radica la diferencia clave: en una monarquía constitucional, la responsabilidad política nunca debería ser del rey. Los ciudadanos lo saben, pero en el momento de furia y frustración se buscan culpables, los que más a mano pillen.

Otra cosa es que, en un sistema político complejo como el nuestro, con competencias repartidas entre ayuntamientos, comunidades autónomas y gobierno central, los ciudadanos muchas veces no saben, ni les importa, quién es responsable de qué. Pero no olvidemos que, en una democracia, la responsabilidad no es sólo del gobierno, sino también de los votantes.

Por eso es irresponsable agitar ese lema en tiempos de tribulación para sacar réditos partidistas, enmarañando aun más la atribución de las responsabilidades. Y menos en un momento en que, parece evidente, las democracias se muestran demasiado desnudas frente a sus crecidos y crecientes enemigos.

Mauro Hernández es Profesor Titular de Historia Económica, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia. Tras años de enseñar historia económica, y pese a tener publicados --como coeditor en editorial Crítica y como autor en la UNED-- manuales en la materia, se considerara, ante todo, como un historiador social. La historia de las oligarquías urbanas en la Castilla moderna fue su campo inicial de investigación, aunque posteriormente ha investigado en temas de historia de la ganadería e historia del trabajo, y ahora está centrado en las protestas y la cultura política popular. En cuanto a la docencia, es un apasionado de las tecnologías, y desde su entrada en la UNED en 1994 se ha interesado la aplicación de medios de comunicación (nuevos o no) a la enseñanza. Además de la enseñanza en las asignaturas de Historia Económica en Economía y Empresa (licenciaturas antes, y ahora grados), disfruta particularmente con un curso de postgrado dedicado a la aplicación de la crítica de fuentes a la investigación económica.

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