
por Ignacio García de Paso
Viktor Orbán reclama que “Europa no funciona sin valores cristianos”, criminaliza a los sin techo y a los refugiados sirios mientras aboga por defender los valores europeos.
El 16 de junio de 1989 fue un día significativo en la transición de Hungría desde el comunismo hacia la democracia parlamentaria. Los restos humanos del ex primer ministro comunista Imre Nagy, ejecutado por las autoridades soviéticas al poco de fracasar la insurrección húngara de 1956 por haberse posicionado del lado de los revolucionarios húngaros, fueron inhumados de nuevo en un lugar honorífico del monumental cementerio de Budapest. El evento, televisado y presenciado por trescientos mil asistentes, poseía una gran carga simbólica al desenterrar, casi literalmente, la herencia del pasado democrático húngaro en unos momentos en que en toda la Europa oriental se estaban resquebrajando los regímenes del lado socialista del Telón de Acero y aparecían nuevas reclamaciones hacia el aperturismo y la instauración de un sistema representativo parlamentario y multipartidista.
Ante la tumba de Imre Nagy se pronunciaron varios oradores, entre los que se contaba el joven líder de la Unión de Jóvenes Demócratas (FIDESZ), de tan sólo veintiséis años. Surgido el año anterior, este partido estaba formado por estudiantes desencantados con el comunismo que no superaban los treinta años y reclamaban posiciones anticomunistas y liberales. Pocos imaginaban que aquel joven de aspecto resuelto y pelo alborotado que pedía en un apasionado discurso, posteriormente engrandecido y sobrevalorado por su propia propaganda, la retirada de las tropas soviéticas reclamando el papel de la juventud húngara en la transición llegaría a ser Primer Ministro de Hungría en tres ocasiones y protagonizaría los giros más controvertidos de su historia como país democrático.

El camino al “orbanismo”
Las primeras elecciones libres y democráticas de Hungría se produjeron en marzo y abril de 1990, unos comicios reñidos por la gran cantidad de partidos que participaron y en los que FIDESZ obtuvo menos de un 6% de los votos. No sería hasta 1998, dos elecciones más tarde, cuando en un espectacular ascenso el partido de Viktor Orbán consiguió la victoria con un 38% de los votos. Una década después de su discurso ante la tumba de Imre Nagy, el líder del FIDESZ, un partido ya alejado de su vocación juvenil y considerablemente desplazado a la derecha hacia posturas conservadoras, se estrenaba como Primer Ministro de Hungría. Tras esta primera legislatura, el partido FIDESZ sería desplazado del poder por el Partido Socialista Húngaro (MSzP, Magyar Szocialista Párt), que se mantuvo al frente del país hasta las elecciones de 2010.
Serán estas elecciones de 2010 las que marquen un antes y un después en la carrera de Viktor Orbán, que en su segunda legislatura obtuvo dos tercios de los escaños en la Asamblea Nacional (la Országgyűlés), que le otorgaban la capacidad de poner en marcha un programa de reformas en sentido conservador y derechista sin precedentes en la historia reciente de Hungría. Al margen del FIDESZ, en estas elecciones apareció otro de los principales actores de la política húngara, el tristemente conocido partido xenófobo y ultraderechista Jobbik (Movimiento por una Hungría Mejor, Jobbik Magyarországért Mozgalom). El viraje de la Asamblea Nacional húngara hacia la derecha más conservadora y nacionalista fue, por lo tanto, más que claro.
El programa que Viktor Orbán, por segunda vez elegido Primer Ministro, tenía preparado para el país, giraba entorno a la elaboración de una nueva Constitución para Hungría que pretendía dar carpetazo al pasado comunista del país en un sentido profundamente conservador. La nueva y controvertida Constitución, conocida como Ley Fundamental de Hungría, fue aprobada en 2011, abriendo así una nueva etapa en la historia política y legal del país centroeuropeo.
La Ley Fundamental, encabezada con el titular “Dios bendiga a los húngaros”, y escrita en un pomposo lenguaje, supone el principal documento para comprender la cosmovisión del FIDESZ y de su líder Viktor Orbán. Entre toda una serie de artículos impregnados del conservadurismo más tradicionalista, la Ley Fundamental anulaba gran parte del poder del Tribunal Constitucional, criminalizaba a los miembros de los gobiernos anteriores a 1990 y recortaba sensiblemente la libertad de expresión –que no puede violar la “dignidad de la nación húngara”, sin especificar especialmente a qué se refiere. Ya desde su borrador, la Ley Fundamental y la legislación de Orbán recibieron fuertes críticas por parte de la oposición política, cada vez más marginada, cuyo líder llegó a ser detenido por la policía en una manifestación frente al Parlamento, y por parte de las autoridades de la Unión Europea y los Estados Unidos, cuyos tratados chocan constantemente con la legislación del ejecutivo de Orbán. Algunas de estas críticas fueron reflejadas en enmiendas de la Constitución, que retiraron medidas tan polémicas como la prohibición de propaganda electoral en la televisión.
Las amenazas de sanciones, las continuas polémicas y la pésima situación económica no fueron obstáculo para que Viktor Orbán volviese a ganar las elecciones en abril de 2014. El “orbanismo” obtenía así su tercera legislatura, todavía vigente en la actualidad.

Los pilares del “orbanismo”
Si hubiera que buscar un denominador común a todos los valores que rigen las directrices de la política de Viktor Orbán podríamos trazar a grandes rasgos tres leitmotivs que la configuran. En primer lugar, un profundo nacionalismo basado en la recreación de un pasado reinventado, maquillado y reconfigurado de lo que la “hungaridad” significa –tema que trataremos más adelante. En segundo lugar, podríamos hablar de una política de recorte de libertades bañada de un paternalismo de preocupantes tintes autoritarios que trata de borrar los límites que separan el partido gobernante de las estructuras del propio estado húngaro: la culminación de este proceso es la difuminación entre dónde acaba el FIDESZ y sus intereses y dónde empieza el Estado. Junto a estos dos principios encontramos en todo momento la pesada carga de un tradicionalismo profundamente conservador, basado en la indiscutibilidad de unas raíces religiosas comunes para Europa y en la necesidad de mantener esa identidad frente a agentes externos. Este esfuerzo de diferenciarse del exterior se traduce además en una visión muy euroescéptica, que ve a la Unión Europea y a su legislación como una incómoda injerencia en la propia libertad del Gobierno húngaro: cuando el ejecutivo alemán llamó la atención a Viktor Orbán en 2013 por su deriva antidemocrática, el Primer Ministro magiar no dudó en comparar las advertencias del gobierno de Alemania con la invasión del país por parte del ejército germano en 1944.
Reuniendo estos principios, es fácil contextualizar la polémica afirmación que Viktor Orbán realizaba en julio de 2014 durante una universidad de verano, en la que afirmaba que su objetivo era transformar Hungría en un “estado no-liberal”, citando como ejemplos a China o a Rusia –país hacia el que el ejecutivo de Orbán se ha acercado a menudo, y con cuyo gobierno y primer ministro se le ha comparado frecuentemente. Como es de esperar, estas afirmaciones fueron recibidas con gran disgusto por parte de países aliados de Hungría como Estados Unidos o los estados de la UE. Al margen de la legalidad y de los tratados comunitarios, para el “orbanismo” la clave de cara a salir de la crisis política, social, moral y económica en la que ve sumida a occidente es una receta ya conocida, pero muy efectiva a la hora de movilizar pasiones: el nacionalismo.

Conquistar el pasado para legitimar el futuro
La idea de la nación húngara que el gobierno del FIDESZ enarbola como propia bebe de los tópicos históricos más tradicionales del imaginario colectivo magiar, retomando símbolos, lenguajes, discursos y modus operandi que desde un punto de vista historiográfico son discutibles e incluso contradictorios. Desde este punto de vista, el orbanismo se proyecta no sólo sobre la Hungría actual, sino también sobre su pasado, que reescribe y reinterpreta con el fin de legitimar su posición a través de usos públicos politizados de la historia húngara.
Hungría y lo que la nación húngara representa para Viktor Orbán es un ente inamovible, indivisible y homogéneo, siempre en pugna por la supervivencia frente a grandes imperios desde los que siempre emerge victoriosa e inalterable. Así es como la Hungría actual enlaza directamente con el tronco del reino húngaro de San Esteban, cuya Santa Corona (la Szent Korona) fue trasladada por orden de Viktor Orbán al Parlamento en el año 2000. Como toda visión nacionalista, la perspectiva de la historia del orbanismo presenta un tiempo pasado imaginario en que los húngaros conocieron mejores días: antes del comunismo, antes del nazismo y la dictadura de Horthy, cuando el reino de Hungría se encontraba en su plena extensión.
Tras la desastrosa derrota del Imperio Austro-Húngaro en 1918, esa antigua Hungría fue dividida entre estados vecinos, quedando reducida a un tercio de su superficie y dejando a numerosas minorías magiares fuera de sus fronteras. Los intentos de la administración de Orbán de integrar a estas minorías extra-estatales dentro del sistema político húngaro y su más que explícito revisionismo le han provocado no pocas tiranteces con sus vecinos, y muy especialmente con Rumanía, donde persisten todavía muchas comunidades húngaras en el interior de Transilvania.
Sea como fuere, pocos lugares muestran más la cosmovisión que el orbanismo proyecta sobre el traumático pasado húngaro que el Museo de la Casa del Terror de Budapest, un proyecto promocionado activamente por el gobierno de Viktor Orbán. Situada en la imperial avenida Andrássy, este centro de interpretación –autodenominado “museo”– está situado en el mismo edificio en el que una vez estuvieron las celdas y cámaras de tortura de la Cruz Flechada –el partido nazi húngaro aupado al poder en 1944– y posteriormente –e irónicamente– las de los servicios de seguridad de la Hungría socialista, la temible AVH. Su intencionalidad es la de ser a la vez un memorial de las víctimas y un museo sobre el totalitarismo en Hungría, pero una rápida visita al mismo permite ver que su función es más bien la de redibujar el siglo XX en favor del gobierno e igualar comunismo y fascismo, como ya advirtió el historiador británico Tony Judt. Pero la intención va más allá: de todas las salas del edificio, tan sólo tres están dedicadas a la violencia producida por el fascismo, mientras que el resto es un detallado catálogo de los crímenes del comunismo hasta 1989. Por si esto fuera poco, el papel desempeñado por los nazis húngaros y los comunistas húngaros es minimizado a favor de una más cómoda visión en la que Hungría –esa Hungría tradicional, cristiana y perenne– es la víctima inocente y pasiva de los imperialismos nazi alemán y soviético ruso.

Un calvario de controversias: la agenda del orbanismo
La crónica de las dos últimas legislaturas del ejecutivo de Viktor Orbán suponen, vistas desde el exterior, una retahíla de controversias y desencuentros con la Unión Europea y la propia oposición interna del país, con la toma unilateral de decisiones que cuando no han tenido una dudosa legalidad, desde luego no han carecido de polémica.
Uno de los primeros grandes movimientos del ejecutivo de Orbán en su segunda legislatura –mientras se elaboraba la nueva Ley Fundamental– fue la reforma en 2011 de la ley electoral vigente en Hungría, que conllevaba la reducción de los parlamentarios a casi la mitad –de 386 pasaban a ser 199–, y la repartición de los votos de las minorías políticas sin representación entre las formaciones más votadas. Varias de las medidas de esta nueva ley electoral, que según los partidos de la oposición favorecía visiblemente al FIDESZ, fueron declaradas anticonstitucionales poco después. Actualmente es la ley vigente en Hungría la que llevó a Orbán a su reelección como primer ministro en 2014.
En materia económica, el “orbanismo” se ha caracterizado tradicionalmente por sus intentos de mantener la legislación financiera húngara en un plano independiente al establecido por la UE y el FMI. Muy endeudada con el exterior, Hungría trata de mantener distancia con unas instituciones financieras que desde el punto de vista del gobierno minan su independencia y la debilitan, sin poder solucionar la crisis económica que azota al país desde 2008. Mientras tanto, el gobierno húngaro ha venido tratando de solucionar la lamentable situación social con la toma de una serie de medidas de criminalización de los sin techo a través de multas y trabajos comunitarios forzados, una situación que ha sido muy criticada por las ONG.
Sin duda el episodio más reciente de las controvertidas medidas del ejecutivo húngaro es el relativo a la masiva oleada migratoria que ha experimentado el país a raíz de la huida de cientos de miles de refugiados sirios hacia Europa. En este movimiento migratorio, Hungría se ha convertido en el puente entre Alemania y el camino que a través de los Balcanes llega desde Grecia y Turquía. Las imágenes de miles de refugiados acampados en la estación Keleti de Budapest, atrapados en la ciudad sin que las autoridades permitieran la salida de trenes hacia Austria, han dado la vuelta al mundo y hablan por sí solas de la tragedia vivida por los emigrados desde Siria. A la pésima gestión por parte del gobierno húngaro de la crisis migratoria, cuya responsabilidad el propio Viktor Orbán achacó a Alemania, se ha sumado la dura decisión de continuar el levantamiento de una valla de concertinas a lo largo de la frontera con Serbia para impedir la llegada de nuevos inmigrantes procedentes de los Balcanes. No contento con el levantamiento de una valla de concertinas y con poner trabas a la salida de los sirios hacia Austria, el gobierno de Orbán otorgó en septiembre de 2015 poder al ejército para disparar con armamento no letal a los refugiados; la medida había sido previamente aprobada en el Parlamento con el apoyo de 151 votos de 199 a favor.

Sería imposible resumir en unas cuantas líneas el fenómeno político que en este artículo hemos decidido denominar “orbanismo”, así como hacer un repaso completo a su dilatada lista de desencuentros con la legalidad europea –uno de los más recientes y polémicos es el debate acerca de la reinserción de la pena de muerte en Hungría. Sería por lo tanto preciso conceptualizar en qué consiste en realidad el orbanismo, sus principios y sus aspiraciones. No cabe duda de que el conservadurismo tradicionalista y el nacionalismo son dos de sus grandes enseñas, que impregnan a los otros valores orbanistas: el euroescepticismo, el rechazo a la injerencia exterior en la economía, la creencia en el papel de Hungría como perro guardián de los valores tradicionales europeos. Toda esta estructura viene además aderezada de un profundo anticomunismo que lleva a antagonizar incluso con la socialdemocracia –anticomunismo que enlaza con una particular visión de la historia húngara– y con tintes más que claros de autoritarismo estatal.
Sin embargo, no sería exacto quedarnos en esta definición simplista de un régimen político que en realidad encierra múltiples contradicciones en su seno, algo característico del populismo. Mientras que Viktor Orbán reclama que “Europa no funciona sin valores cristianos”, criminaliza a los sin techo y a los refugiados sirios –una paradoja que ya le señaló el presidente polaco Donald Tusk– mientras aboga por defender los valores europeos, rechaza el marco legal de la Unión Europea barajando la restauración de la pena de muerte; ensalza a los caídos en las revoluciones húngaras de 1848 y 1956 mientras alardea de la creación de un estado húngaro no-liberal; y mientras condena el totalitarismo del siglo XX pone en práctica en una política agresiva hacia los refugiados sirios, en los que ve una amenaza a la civilización que tanto pregona. El orbanismo es además una cultura política de forma muy nueva y vieja a la vez, con formas anticuadas para mensajes que sólo se entienden en la Europa actual. Mensajes que por ser nuevos y antiguos a la vez, además de fáciles y simplistas, son muy efectivos y contagiosos.
Ignacio García de Paso Zaragoza, 1991. Licenciado en Historia, Máster en Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y un año de Erasmus en Budapest. Interesado en la política internacional y los idiomas, muy especialmente en Centroeuropa, Europa Oriental y los Balcanes.