Vacía o vaciada, España. O no tanto

por Eduardo Flores

El campo no importa a nadie. A qué tanta irritación. A qué un fenómeno editorial se extiende hasta el bloqueo de autovías por cienes y cienes de tractores conducidos por agricultores malhumorados.

Ay, la tierra.

El campo no importa a nadie desde que el campo no es más que una casa rural para los puentes. La gente que allí vive es parte del decorado. No es gente que se niega a abandonar un estilo de vida que, por herencia o empecinamiento o una especial sensibilidad los lleva a considerar hermoso uno de los más duros oficios desde que decidimos bajarnos del árbol.

¿De qué se quejan?

La respuesta es más prosaica de lo que nos gustaría. Y la solución pareja a esa respuesta, ahora sí poesía, entronca con lo utópico de recrear un mundo dentro de otro que, por concepción, lo estrangula hasta alcanzar la desoxigenación. Un daño colateral, por otro lado. Probablemente no existe solución, que sí cuidados paliativos siempre insuficientes.

Un halo de tragedia envuelve al entorno rural y a las formas de vivirlo. La dignidad nunca lo ha acompañado. Para mayor irritación, la posmodernidad ha vuelto el campo literatura más o menos eficaz. Que sí necesaria. Esa literatura, trágica en su fondo, impregna la tierra de un nihilismo que las gentes del campo se niegan a compartir. Desean, más allá de lo posible, mucho más allá de lo posible sin pasar por el aro de ser esclavos del deseo y las reglas del juego globalizado, conservar un estilo de vida que dejamos olvidado en algún segmento recóndito de nuestro ADN.

Es así que el campo importa un colín. Cuando deberían importar las cosas que son importantes.

Decía que el mundo globalizado y sus reglas estrangulan. Es una flecha que se dibuja de sur a norte. Y donde más aprieta el lazo es en su extremo sur, donde la pobreza en vena trabaja la tierra en condiciones de esclavitud para un fruto que se venderá en el norte inmediato a un precio con el que quien trabaja la tierra allí no podrá competir. Así que estos, para sus euros, mandan también sus frutos a su norte inmediato. De este modo dibujamos la flecha. Y la pasta se encuentra en los intersticios que obviamos señalar en nuestra obra de arte. La pasta está en mover cosas: lo que da la tierra por ejemplo, concretamente, en torno a un 60%. Ahí es na.

Ahora volvemos a los tractores bloqueando autovías. ¿Por qué ahora?

Observen los improbables que en el campo conviven la indolencia y el trabajar como bestias, bajo la mirada oscura de quien, dueño de la tierra, no la trabaja de rodillas en el surco. En el campo apenas se tiene tiempo para pensar en pequeñas revoluciones. El surco, la sombra del olivo, el calor bajo el plástico, semejante sofoco, no da más que para saber que por unas pocas perras la vida es una mierda y se les va.

¿Quién pues lleva los tractores al combate?

Ahora la flecha se dibuja de arriba hacia abajo. El dueño de la tierra, porque no queda pedazo de campo que no sea propiedad, arenga falacias contaminantes y pervierte el aire que se filtra entre los árboles de la dehesa, sobre las lomas donde se cuadran marciales los olivos. Y una realidad que ha existido siempre, de pronto, cobra tal importancia que se ha de compartir, vaya por dios: la culpa de vuestra pobreza, de la precariedad en vuestros días, de vuestras hernias y artrosis, la tienen esos, señalando a las políticas que, por definición, se deben a combatir la pobreza, la precariedad de nuestros días y nuestras espaldas vencidas de tanto doblar.

Ojocuidao, no se señalan pulseritas rojigualdas ni horteras chalequitos acolchados ni a los de una españolidad desmedida. Esos que sí se arreglan los intersticios de la flecha en forma de corbata, que mercadean por otro lado y al alza justo donde va a parar la pasta que supuestamente no da el surco ni la sombra del olivo ni la asfixia del plástico. A los herederos de la propiedad de la tierra que de toda la puta vida han azotado, de palabra o acción, el lomo de los santos inocentes.

Los señoritos, desde la montura, arengan y señalan y no se ríen sino después -y bien lejos del campo-, de montado un cristo para que su forma de vida, la explotación de trabajadores, permanezca exactamente igual. Ya ante la cámara tornarán de nuevo la curva de sus labios para contribuir a la causa agrícola. Que es problema grave, pero no suyo precisamente.

Por en medio están los medianos y pequeños empresarios de la tierra. También más jodidos que contentos. Porque la realidad del campo es la que es y las flecha que antes dibujamos es para todos y es irreversible. Es la flecha trágica del comercio agrícola, que es el trágico paradigma de un sistema para el que la justicia social no existe.

Los medianos y pequeños empresarios de la tierra están siempre al límite desde que no eran más que hijos y nietos de medianos y pequeños empresarios. Una lluvia inesperada y puta, un año inesperadamente infructuoso, es un pequeño apocalipsis que se enfrentará durante el lustro que sigue con resignación y mucha tristeza. Van al céntimo. Y los céntimos no cuadran. Y los céntimos no dan para pagar cuadrillas. Y los céntimos no dan margen para la reinversión. Lo que ocurre cuando se está obligado a ir al céntimo.

¿Dónde están, joé, los céntimos?

Sea como sea el producto llega inflado de precio al mercado y las gentes del campo no saben qué coño ha podido ocurrir.

O sí. Si han dibujado una flecha que nace en los fangos del sur para culminar en el lodo que es la risa macabra y obscena de quienes viven de diseñar flechas con sus intersticios, las reglas del juego en el mundo globalizado. Donde los tratados de libre comercio no contemplan anexos que tienen que ver con los derechos humanos y, con ellos, los derechos de los trabajadores.

Qué juego más divertido.

Es la realidad de una España casi vacía vaciada cada vez un poquito más. Una en la que ni siquiera cuentan los asentamientos chabolistas que esconde, por decir, la provincia de Huelva y su milagro del oro rojo.


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