por Javier Polo Brazo.
Hay palabras que están sobrevaloradas y -para mí- una de las más flagrantes es tolerancia; no sé por qué esa palabra goza de tan buena reputación cuando, por el contrario, nos debería alarmar.
¿Qué significa que debemos ser tolerantes? si todos somos ciudadanos libres e iguales solo cabe esperar de nosotros respeto, afecto, empatía o, si quieren, indiferencia hacia nuestros iguales; pero ¿tolerancia? ¿Quién nos ha dado la superioridad moral o ética para “tolerar”? ¿Qué nos hace pensar a cada uno de nosotros que tenemos más derechos que cualquier otra persona?
Si todos somos cumplidores de las mismas leyes y de las mismas obligaciones, el que se forme parte de una mayoría, que se tengan ocho apellidos originarios del terruño donde se nació, que se sea hombre-blanco-cristiano-heterosexual y miembro de diecisiete clubes locales no da patente de corso a nadie para erigirse en guardián de las cosas que deben ser toleradas o no.
No solo no me gusta la palabra tolerancia sino que reivindico el uso sin complejos de su antónima: “intolerancia” a la que, a diferencia de la anterior, le tenemos tanta tirria como a todas las palabras que empiezan por el prefijo in-. Creo que en muchas ocasiones lo de ser intolerantes, además de muy sano, es una necesidad e incluso una obligación moral. Maltratadores, racistas, xenófobos, homófobos y un largo etcétera solo deberían esperar de nosotros nuestra más profunda y sincera intolerancia.
Tanto parece gustarnos la palabra tolerancia, y tanto nos incomoda lo de in-, que cuando queremos referirnos a la no tolerancia usamos eufemismos como ese tan de moda de “tolerancia cero”; cosas del lenguaje políticamente correcto que nos conduce sin remedio a esa frontera de la imbecilidad.
Propongo pues devolver la palabra tolerancia al mundo de la ingeniería de los materiales, del que nunca debió salir, y a no entrar en las trampas de la corrección estilística con quien no la merece. Vean pues estas letras como una invitación a ser profunda y orgullosamente intolerantes.
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