
Aprendí a sobrellevar esa carga a las espaldas
de sueños agonizantes y estrellas mortecinas,
porque, en la absurda noche del silencio,
las fuertes hogueras se quedaron en ceniza.
Los surcos del camino guardaban aún
nuestros nombres, amarrados al olvido,
y, en el macabro vaivén de la distancia,
se fundieron como se amarga el vino.
Regreso no sé bien a qué, qué tiempo
marcó, lentamente, a trazos, mi pasado,
con figuras grotescas y ángeles caídos,
mitos que gritaban con los labios sellados.
Hirió la primera flecha, en mi alma;
el frío me sorprendió de cara a los pinos…
y fue un baile lento amarrada al esqueleto,
con un amor tan grande que nos llevó al delirio.
Ahora, muerta ya, el silencio me cubre
pero sigo vagando por aquel viejo pueblo,
sigo bebiéndome el vino apurando a fondo,
por si algún recuerdo me lleva en el viento.
Son sólo sueños estancados lo que mi alma mece
y desembocan, como arroyos del deshielo,
las palabras sobre los riscos y las peñas,
con ese olor a resina y a pinos negros.
No dejes que me vaya, tal vez sea para siempre…
mis manos yacen cruzadas sin esperar ya nada.
Deja que a tu lado duerma, como si no supiera,
que el viento que se estrella… ¡es mi alma!.
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