Por qué el auge de las finanzas verdes no tiene ningún efecto sobre las emisiones de CO₂

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por Regis Marodon

 

Viernes, 12 de noviembre de 2021. En marzo de 2021, el Banco de Desarrollo de China anunció una nueva emisión de bonos verdes por valor de 3 000 millones de dólares para financiar sus programas de apoyo a las energías renovables. En España, el Tesoro Público ha realizado recientemente la primera emisión de bonos verdes para financiar proyectos que impulsen la transición ecológica y dirigidos a la mitigación y adaptación al cambio climático.

Así es como se desarrolla el aspecto financiero de la transición económica, medioambiental y social, con el objetivo de acelerar proyectos cuyos daños colaterales a largo plazo superan sus beneficios a corto plazo. La promesa de la financiación “verde”, los bonos “verdes” y los inversores de impacto es dejar de financiar algunos proyectos y dirigir la financiación hacia otros.

Esta financiación verde se ha debatido en la cumbre del clima (COP26) que se ha venido celebrando desde el 31 de octubre al 12 de noviembre en Glasgow (Reino Unido): hay que transformar la financiación y fomentar los proyectos que favorezcan la transición, concentrar la financiación en proyectos virtuosos y secar las fuentes de financiación de los proyectos perjudiciales. Este es el sésamo financiero de la transición.

Resultados insuficientes

Según el último informe de la AIE realizado con el Banco Mundial y el Foro Económico Mundial, las intenciones positivas no se reflejan en la realidad. Jody Lehigh / Pixabay, CC BY-SA

Sin embargo, está claro que los efectos de la financiación verde no se notan en las curvas de emisiones de gases de efecto invernadero, ni en la pérdida de espacios naturales que provoca la extinción acelerada de especies animales y vegetales.

El último informe de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), elaborado conjuntamente con el Banco Mundial y el Foro Económico Mundial, es claro: las intenciones positivas no se reflejan en la realidad. Aunque actualmente no hay problemas de financiación, sólo se invierten 150 000 millones al año en energías renovables, mientras que sólo la exploración de petróleo consume una media de 500 000 millones al año.

Los científicos advierten regularmente de la insuficiencia de los resultados. Lo más probable es que en la década que nos separa de 2030 no se cumplan los objetivos de desarrollo sostenible. En particular, es probable que las emisiones de gases de efecto invernadero sigan aumentando.

Por lo tanto, hay un problema en la ecuación, y este problema desafía la credibilidad y la organización de las finanzas verdes en todo el mundo.

La primera observación es volumétrica. Según la organización internacional Climate Bonds Initiative, el mercado de bonos verdes habría superado la barrera del billón de dólares en emisiones anuales en 2020. Esto puede parecer mucho, pero es sólo el 5 % de la inversión mundial y una pequeña fracción del mercado mundial de bonos, que tiene un valor de 128,3 billones de dólares.

Así que el mundo financiero es reacio a tomar más medidas. ¿Pero por qué? En primer lugar, los incentivos para actuar siguen siendo señales débiles o muy débiles, y hay muy pocas “decisiones de no retorno” por parte de los gobiernos. En segundo lugar, las finanzas aún no están estructuradas para gestionar la complejidad y los impactos que no pueden medirse directamente en precios y beneficios. Por último, las normas y los estándares son imprecisos y, por tanto, poco vinculantes: cada uno puede decir lo que quiera.

Falta de incentivos

Desde el punto de vista de los banqueros, hay que reconocer que los gobiernos, los mercados y sus reguladores aún no traducen el uso de los instrumentos de financiación verde en un sistema de restricciones o incentivos. Del mismo modo, los sistemas de precios a los que se enfrentan los bancos siguen estando determinados por los mercados, que son indiferentes a los límites deseables de las emisiones de CO₂.

Todavía no existe un verdadero impuesto sobre el carbono, el sistema fiscal sigue estando sesgado a favor de las actividades emisoras (como la subvención de los combustibles aéreos y agrícolas), las primas de los seguros siguen siendo en gran medida indiferentes a los riesgos de los activos bloqueados. En la actualidad no existe una “prima de rendimiento” en la financiación verde, ni tampoco hay penalizaciones para la que no lo es.

Los bonos verdes representan sólo el 0,8 % del mercado mundial de bonos. Gls Bank / Flickr, CC BY-SA

En su mayor parte, se trata de apelar a una cierta ética medioambiental, en el marco de una diligencia que se limita a los principios de la responsabilidad social y medioambiental. Si bien es cierto que estos elementos pueden constituir la base de la comunicación corporativa, o incluso de ciertas opciones filantrópicas, nunca han sido, hasta que se demuestre lo contrario, guías en las opciones de asignación de activos financieros de los bancos.

No hacer daño, por tanto, pero según normas que siguen estando lejos de tener en cuenta los bienes públicos globales no exclusivos, como el clima, o los principios de solidaridad transfronteriza o intergeneracional. Los mandatos no se transforman en regulaciones o precios, que son las únicas realidades económicas y financieras tangibles para el sistema financiero.

Ausencia de un “coste climático” completo

La financiación verde se centra en el etiquetado de un producto final. Una instalación de turbinas eólicas o de paneles solares es “verde”. Esto no dice nada, por supuesto, sobre la cadena de valor, los consumos intermedios y las redes de subcontratación implicadas. A falta de un “coste climático” completo, es imposible, por ejemplo, conocer el verdadero impacto emisivo de un determinado bien o servicio. Este desconocimiento del “precio ambiental y social” de los bienes y servicios financiados es el quid de una complejidad que las finanzas verdes no pueden descifrar.

También existe cierta confusión entre la responsabilidad social y medioambiental y la transición a la Agenda 2030. La diferencia entre “no hacer daño” y “hacer el bien” es tenue y a menudo se malinterpreta. Es la diferencia entre identificar las externalidades negativas y compensarlas, a menudo previstas por la ley, frente a los proyectos diseñados para producir externalidades positivas más allá del perímetro económico de la empresa.

Al mismo tiempo, si se entienden sólo como un catálogo, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) adoptados por las Naciones Unidas en 2015 no son realmente operativos como criterios para promover la transición. Si tomamos el ejemplo del cultivo de nuevas tierras, podremos registrar impactos muy positivos sobre la nutrición y la pobreza, y al mismo tiempo constatar los daños ligados a la destrucción de los espacios naturales.

Las interacciones entre los ODS, entre las cuestiones medioambientales y sociales, son la cuestión clave para juzgar el impacto global y a largo plazo de una inversión. Se trata de un ámbito complejo, clave para la transición, sobre el que es necesario investigar para arrojar luz sobre la coherencia y los límites de la cuestión.

Falta de normas compartidas

Las inversiones en energías renovables se consideran verdes, pero no se tiene en cuenta todo su impacto medioambiental. RoyBuri / Pixabay, CC BY-SA

Como ya se ha dicho, el término “verde” se aplica a cualquier inversión que se caracterice por la reducción de la contaminación. El transporte urbano eléctrico, el tratamiento de residuos, el tratamiento de aguas residuales y las energías renovables entran en esta categoría. La Unión Europea ha elaborado una taxonomía muy completa y técnica para ayudar a los inversores a navegar por la transición baja en carbono.

Sin embargo, el análisis de los impactos muestra que la financiación “verde” no siempre es “verde” si se tienen en cuenta todos los factores. Esto puede ilustrarse con el ejemplo del transporte urbano eléctrico, identificado como “verde”, mientras que la electricidad adicional necesaria puede provenir de fuentes de energía altamente emisivas.

En un mundo en el que cada uno inventa una norma que le conviene, es difícil garantizar que los criterios utilizados por los emisores de bonos verdes tengan realmente en cuenta todos los elementos intermedios, y no sólo el producto final.

Paradójicamente, la falta de normas universales también crea un riesgo de imagen para los bancos. Llamar la atención sobre la financiación verde también significa asumir el riesgo de ser escrutado y denunciado como “greenwasher”. Mientras la vaguedad sea la norma, la coherencia, la transparencia, la ejemplaridad y la legibilidad de los impactos de la financiación seguirán siendo cuestionables. Y existe un gran riesgo de que la financiación “marrón” siga siendo la norma, con algunas excepciones verdes a efectos de exposición.

En un reciente artículo sobre Susan Neiman publicado en la edición francesa de The Conversation, la gran socióloga nos recordaba:

“La experiencia cardinal de convertirse en adulto es la conciencia del abismo entre ‘lo que es’ y ‘lo que debería ser’.”

Las finanzas adultas, sostenibles, serán quizás aquellas que acepten seguir viviendo con un pie en la realidad, pero también con un pie en el ideal, habiendo comprendido que hay que dar la misma importancia a estas dos ambiciones para contribuir a forjar un futuro deseable.

Régis Marodon es asesor senior sobre finanzas sostenibles en la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD). Doctor en economía, se incorporó al grupo AFD en 1989, donde ocupó cargos operativos en numerosos países africanos, mediterráneos y latinoamericanos y fue sucesivamente director para Turquía, México y América Latina. Desde 2016 asesora a la dirección general de la AFD en temas de finanzas sostenibles y participa en numerosas redes internacionales sobre este tema.

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