Lo que el olvido guardó al cerrar la puerta

La primera vez que le vi fue en aquella fría iglesia de piedra. El campanario se alzaba en una esquina y desde allí pude contemplar, tal vez en sueños, el inmenso mar de olivos que era su mundo, quizás también el mío. Al otro lado, estaba la peña y, a sus pies, el inmenso pinar que me traía el olor de mi niñez. Formaban frente a mí, una extraña paleta de colores amargos: el gris de los olivos, el marrón de la tierra seca, el verde de los pinos… Una gran escalinata de piedra, en cuyos peldaños se podía ver la huella del tiempo y entre los que siempre se encontraba un poco de musgo, era la que conducía a aquel vetusto templo.

Hace ya años que dejé de verlo tal como era, aunque en mis sueños vuelva a aparecer intacto. Un conjunto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas, me traían el eco de antiguas historias que todos contaban y nadie creía pero que yo, al pisar aquellos adoquines de piedra, las hacía verdaderas en mi mente. Tal vez, lo único que he hecho siempre ha sido huir de la realidad, huir de la realidad, con él.

Tenía los ojos verdes, como el mar cuando está triste y como los pinos que me traen el olor del monte.  Su nombre, no recuerdo… Lo que sí recuerdo, es que una vez le dije: “tus ojos son de un color indefinido, de lago que engaña”. O no se lo dije, sólo lo soñé. Lo que sí sé seguro, es que sus ojos eran verdes. No un verde hoja limpio, sino de un tono extraño y desconocido. Parecía un lago de agua clara con barro en el fondo.

Era un plomizo día de finales de verano. El viento, con un toque jocoso en su ala, traía a mi piel una calidez reconfortante y, en cambio, al mirar el luminoso sol que parecía una quimera presidiendo el cielo, tenía que desviar mi vista hacia lo oscuro de los rincones. Yo, como siempre absorta en mis pensamientos, casi no percibía el vago rumor del coro que alzaba su voz y se perdía en las bóvedas de piedra para, más tarde, retumbar por toda la iglesia como un eco extraño y temeroso que provenía de no sé dónde. En ese momento, mis ojos siempre se clavaban en las losas sepulcrales que dormían ante las distintas capillas del templo.

Sin embargo, aquel día, mi vista fue dirigida al altar y vi aquella figurilla blanca que miraba la llama de una vela, como si algo muriese en ella y -sorpresa para mí – volvió el rostro, y me sonrió. No sé si yo también sonreí, o volví la vista a otro lado. Debería recordarlo.

Cuando aquella mañana descendí por las inmensas escaleras de piedra, sentí que en cada peldaño iba dejando un trozo de vida. Por eso, al rozar con mi pie el último escalón, una fuerza interior me hizo volver la cabeza hacia la puerta y, entonces, al verle, fui yo quién sonrió. No sé si me devolvió la sonrisa. Sentí un miedo inmenso de que no lo hiciera, y seguí mi camino. Pero aún hoy, tras más de veinte años, a veces, sólo a veces, puedo notar aquella mirada clavada en mi espalda.

MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO 

@mangelessolis1 

 

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