por Lucía Franco y David Exposito (imágenes)
La okupación se ha convertido en el caballo de batalla de la derecha en España, con la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, como uno de sus principales arietes: “El coronavirus trae necesidades aparejadas, como puede ser los problemas de delincuencia y de okupación”, afirmó en una rueda de prensa en septiembre. En los últimos meses, las cadenas de Whatsapp, la televisión y hasta los anuncios de la radio han alimentado el miedo al okupa, ese monstruo que se mete en las viviendas de las personas mayores cuando salen a comprar el pan o cuando se van de fin de semana y los dejan en la calle sin misericordia.
La realidad es que en la Comunidad de Madrid hay 4.000 viviendas ocupadas, según la Consejería de Vivienda, lo que supone un descenso de un 9,5% en el último año. Tomando como referencia, además, el último censo de viviendas, que se realiza cada diez años y que data de 2011, en Madrid hay al menos 2.894.680 casas. Imaginando que en la última década no se hubiese construido ninguna vivienda en Madrid, el porcentaje de las que están ocupadas representa el 0,13% del total, cifra no muy lejana, por ejemplo, del 0,019% de posibilidades que existen de recibir algún premio en la Lotería de Navidad. El dato representa, sin embargo, a ojos del actual Consistorio, una amenaza inminente para todos los madrileños.
Rosario, Alejandro, Richard y Paca son okupas. Esta es su historia.
Paca Blanco
“No me ofende que me llamen okupa. Cuando la vivienda es un lujo, okupar es un derecho”
Paca Blanco, de 72 años, vive con su compañero, de 70 años, enfermo de cáncer en el madrileño barrio de Pacifico. Llegó a Madrid después de denunciar como coordinadora de Ecologistas en Acción la construcción de un macrocomplejo turístico en una zona protegida de Cáceres. «Me lanzaron un cóctel molotov dentro de mi casa, y después de seis años de acoso decidí irme a vivir a Madrid”, afirma Blanco. Hace cinco años llegó a la capital después de pedirle a su hijo, que en ese tiempo vivía en Brasil, que la dejase quedarse en su piso, perteneciente a la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo de Madrid (EMVS). “Yo no le pagué a ningún mafioso para entrar a esta casa, yo entré con llaves, por la puerta”, afirma Blanco. Cuando llegó al piso, descubrió que en él estaban viviendo ya unos amigos de su hijo que no habían pagado el alquiler desde que este se fue. A las pocas semanas ellos se fueron y se quedó el matrimonio en el piso. “Le pedí a la empresa que si me dejaba poner el contrato de alquiler a mi nombre, yo me comprometía a pagar la deuda de los amigos de mi hijo”, recuerda Blanco, que recibe 600 euros de pensión al mes y paga 200 euros de gastos. “No me ofende que me llamen okupa. Cuando la vivienda es un lujo, okupar es un derecho”, afirma la extremeña.
Esta activista lleva seis años esperando que regularicen su situación, y vive todos los días esperando una orden de desalojo que hasta ahora no ha llegado. Blanco explica que en las asambleas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) el primer consejo que les dan a los nuevos asistentes que están pensando en ocupar es que vayan al registro de la propiedad y pidan una hoja simple para saber de quién es la vivienda. “Si resulta que el piso es de un particular, está prohibido entrar en él”, afirma.
Richard Rodríguez
“No lo vemos como una okupación, sino como un derecho que está en el artículo 47 de la Constitución”
El primer desahucio que la ONU mando a parar, hace cinco años, fue el de Richard Rodríguez, de 49 años, y su familia. Desde ese momento, han sufrido siete intentos de desahucio. Vivían en Vallecas, en un piso de alquiler, y Rodríguez trabajaba como mediador social para el Ayuntamiento de Madrid hasta que la burbuja inmobiliaria estalló y se quedaron sin trabajo. Desde ahí ha tenido trabajos temporales, pero ninguno que le permita mantener a sus tres hijas menores de edad y su mujer. “Nosotros nos fuimos del piso porque no queríamos causarle un daño al propietario”, afirma. En ese momento, conocieron la PAH y empezaron a pensar dónde vivir. Un familiar de Rodríguez les contó que había un piso en Villaverde del BBVA que llevaba vacío más de cinco años. “Hablamos con los vecinos y les contamos nuestra situación, y todos estuvieron de acuerdo en no llamar a la policía”, recuerda Rodríguez, que recibe 700 euros de RMI por sus tres hijas. Durante estos años, han ido pintando la casa, arreglaron la cocina y poco a poco la han arreglado con lo necesario, aunque siempre con miedo de tener que salir corriendo en cualquier momento.
Durante ocho años, Rodríguez ha sido solicitante de vivienda social, algo que nunca le han concedido. “La palabra ‘okupación’ se ha vuelto una palabra de nuestra lucha. Por eso la reivindicamos». En 2015, el BBVA vendió el piso al fondo de inversión Cerberus&Divarian. Lo hizo con la familia de Richard adentro, sin ningún tipo de notificación. Su último intento de desahucio fue en julio de 2019: “Este desahucio se ha paralizado después de que Josefina y Richard pidieran hasta en 17 ocasiones una vivienda pública al Ivima debido a su vulnerable situación tras quedarse en paro como consecuencia de la crisis económica, cuando pagar el alquiler se les hizo cada vez más complicado”, recuerda Mercedes Revuelta, activista de la PAH. Su caso había sido estudiado por Naciones Unidas: el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU exigió hasta en tres ocasiones desde marzo de 2018 a España tomar medidas cautelares para evitar “daños irreparables” a esta familia.
Alejandro
“Pensar que éramos okupas generó ansiedad y depresión, pero yo trataba de ser fuerte por mi familia”
España ya ha sido sancionada por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU en tres ocasiones en Madrid por desahuciar a familias en estado vulnerable y sin alternativa habitacional. El abogado especialista en vivienda, Javier Rubio, llevó también a Naciones Unidas el caso de Viviana López y sus seis hijos, que fueron desahuciados en junio de 2018 de la casa que ocupaban en el distrito de Carabanchel. Alejandro, el mayor de los seis, recuerda el día en que le tocó madurar a la fuerza. “Una mañana llegaron a mi casa más de 20 tanquetas de antidisturbios, mis hermanos y mi mamá tenían mucho miedo. Mi papá nos había abandonado y yo tuve que asumir su papel. No nos dejaron sacar todas nuestras cosas”, recuerda. “Yo traté de coger la mayor cantidad de ropa que pude, pero tuve que dejarle a mi gata Natasha a mi novia porque no sabíamos a dónde nos iba a llevar el Samur”.
Los días siguientes los pasaron en un albergue en el barrio La Fortuna. “La pasé muy mal, tuve ansiedad y depresión, pero yo trataba de ser fuerte por mi familia”, dice Alejandro. “A mis hermanos les daba vergüenza todo lo que nos estaba pasando y preferían no salir con sus amigos por miedo a que quisieran ir a nuestra casa y tener que reconocer que vivíamos en la calle», afirma Alejandro, de familia ecuatoriana y nacido en España.
«La legislación española se ha comprometido en tratados internacionales a respetar el derecho a la vivienda de los menores, pero no se está cumpliendo”, denuncia Marta Mendiola Gonzalo, responsable de derechos sociales en Amnistía Internacional. Alejandro ahora está viviendo en el salón de su tío con sus seis hermanos y su madre. Tuvo que dejar el colegio para ponerse a trabajar de camarero. Pasan los días y siguen esperando a que la Comunidad de Madrid los repare, como indicó la ONU en su sanción, y les entregue una casa en donde se puedan volver a sentirse seguros.
Rosario de la Rosa
“Ser okupa me ha enfermado física y mentalmente, la gente se asusta cuando se lo cuento”
Rosario de la Rosa, de 52 años, es madre soltera de tres hijos. Adolfo, el mayor, tiene 23 años y tiene leucemia. Ocupan una vivienda cerca a la calle Marcelo Usera desde hace cinco años porque perdieron su casa cuando De la Rosa perdió su trabajo de teleoperadora y no pudo seguir pagando la hipoteca del piso. Al comienzo, se fueron de alquiler con su esposo, pero al poco tiempo decidieron separarse. Ella se fue a Usera, a un piso del BBVA que llevaba vacío más de dos años.
“Los vecinos me abrieron la puerta del portal y desde el primer momento pedimos un alquiler social”, recuerda De la Rosa, que cobra 620 euros al mes de RMI. En el 2018, un fondo de inversión compró su piso al banco y a ella le llegó una carta de desalojo.
“Me dicen que me dan dinero para irme, pero yo no tengo a dónde ir con mis hijos”, afirma De la Rosa, que asegura que ser okupa la ha enfermado física y mentalmente. “La gente se asusta cuando le cuento que estoy ocupando por necesidad, porque creen que eso lo hace mala gente”, afirma. No entiende por qué durante una crisis sanitaria la solución de la Comunidad de Madrid es confinarlos a ellos. “Nos quieren meter a todos los migrantes y okupas con los enfermos y hacer un gueto”, afirma esta madrileña que vive con ansiedad de pensar en que se va a quedar en la calle con sus tres hijos. “El médico me dijo que mi hijo no podía salir a la calle porque por su enfermedad su sistema inmune es muy débil, ¿qué hago si nos desahucian?”, se pregunta.
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