La transformación de los hospitales durante la pandemia de COVID-19

Desinfección de una UCI en el Hospital de Motril, Granada, en abril de 2020. Shutterstock / VicaPhoto
por José Hernández Quero

 

La pandemia de COVID-19 nos cogió con la guardia baja. En España permanecimos insensibles a las noticias sobre su magnitud, que se vió como un problema lejano hasta que la tuvimos encima.

En ese momento, apenas hubo tiempo para diseñar áreas en las urgencias hospitalarias que permitieran separar a los pacientes con sospecha de COVID-19, en los que para colmo, era necesario utilizar equipos de protección individual (EPI) para cualquier tipo de intervención, desde la atención médica a cuidados de enfermería. Sin embargo, lo verdaderamente dramático fue el incremento exponencial del número de pacientes, que en ocasiones superaron la capacidad asistencial. Las urgencias se reconvirtieron casi en su totalidad, y las salas de la mayoría de las especialidades pasaron a ser de COVID-19, con la complejidad del aislamiento.

En los hospitales nos vimos obligados a interrumpir la actividad programada (pruebas diagnósticas, intervenciones quirúrgicas…). Y prácticamente la totalidad de los profesionales se dedicaron a estos enfermos, cuyo número se duplicaba día a día. Las Unidades de Cuidados Intensivos quedaron bloqueadas y se llegó al limite en la disponibilidad de respiradores, EPIs, mascarillas e incluso algunos fármacos, cuya adquisición resultaba imposible en un mercado superado por la demanda y una pésima política centralizada de compras.

Aprendimos deprisa

Los médicos tuvimos que aprender muy deprisa. Al principio la información procedía solo de nuestros colegas chinos, que nos llevaban meses de ventaja y que publicaron algunos artículos con las características clínicas, evolución, epidemiologia y los diferentes tratamientos que empíricamente habían empleado. En muy pocos días las revistas médicas mas importantes pusieron en marcha una política facilitadora de la difusión, sin restricciones por suscripción de todo lo referente al COVID-19, algo muy loable.

En cuanto a la publicación de papers, se prescindió en bastantes ocasiones de la revisión por pares, al tiempo que las agencias estatales facilitaban la política de ensayos clínicos y lanzaban numerosas convocatorias de financiación. Como consecuencia, la avalancha de publicaciones de diferente calidad ha sido enorme.

Por otra parte, desde la irrupción de la pandemia la mayoría de las sesiones clínicas y puesta a punto de protocolos tuvieron que hacerse a través de reuniones online, a las que tuvimos que acostumbrarnos y mantuvimos casi a diario con nuestros colegas.

En ausencia de antivirales específicos, se probaron algunos de los que se emplean para el virus del sida (VIH) basádos en datos teóricos e “in vitro”, así como en herramientas bioinformáticas que demostraban la afinidad de estos por la polimerasa o la proteasa del SARS-CoV-2, que son enzimas fundamentales en el ciclo viral y teóricamente podían ser inhibidas. Sin embargo, apenas hubo ensayos clínicos que lo confirmaran, como tampoco confirmaron la actividad de otros fármacos que fueron utilizados masivamente, como la hidroxicloroquina, de nula eficacia.

Hasta el momento, solo un antiviral conocido como remdesivir, sintetizado para el tratamiento del Ébola, ha mostrado un modesto beneficio en determinados grupos de pacientes.

Aunque sin duda el paso más importante para disminuir la mortalidad se dió con el uso de dexametasona. Este fármaco puede prevenir la evolución de la infección a una fase inflamatoria posterior, así como a una situación conocida como tormenta de citoquinas. Esta se caracteriza por la liberación masiva de estas moleculas intracelulares, que provocan inflamación pulmonar muy grave, que hemos aprendido a manejar con fármacos que pueden bloquearlas antes de que se produzca lo que se conoce como distrés respiratorio, que precisa muchas veces ventilación mecánica prolongada. Con todo esto, el pronóstico de la enfermedad ha ido mejorando en el curso de las semanas y los meses.

Otro aspecto que no debemos obviar es el impacto emocional que ha tenido la enfermedad en los profesionales, derivado del aislamiento de los pacientes, sin posibilidad de recibir visitas y en muchos casos sin contacto telefónico con sus familias. Hemos tenido que suplir –sobre todo los profesionales de la enfermería– esta ausencia de afecto, en muchos casos incluso en el tránsito hacia la muerte. Se diseñaron estructuras de información telefónica regular para las familias. Todo esto, inevitablemente, produjo un gran desgaste emocional, que en muchos casos ha dejado secuelas psíquicas.

Rotundo fracaso en la prevención de la transmisión de la COVID-19

En ausencia de fármacos antivirales eficaces que permitan hacer profilaxis primaria, y hasta que no exista una vacuna eficaz, lo único que se puede hacer frente a la pandemia de COVID- 19 es prevenir su transmisión.

En este sentido, no hemos progresado prácticamente nada desde febrero hasta ahora. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras organizaciones han fracasado en este objetivo. No hay nada mas que observar la propagación de esta segunda ola: casi idéntica a la primera.

Solo recientemente se ha comenzado a considerar tímidamente que la transmisión por vía aérea, a través de aerosoles, tiene una gran importancia en la infección. Pero se sigue poniendo el acento en la transmisión por gotas, sobre las que muchos afirman que no se aerosolizan, en contra del criterio de los expertos que conocen esto en profundidad, aunque muchos no sean médicos sino físicos, ingenieros o químicos.

Por su parte, la OMS siguen enfatizando en los fómites, lavado de manos y la distancia entre personas. Lo fundamental, a mi entender, teniendo en cuenta que la principal vía de transmisión es respiratoria, es el uso correcto de mascarillas, la ventilación y reducir a mínimos la interacción entre personas, especialmente en espacios mal ventilados. Sería esencial, en ese sentido, además de las mascarillas, limitar las reuniones y el número de personas que comparten espacios cerrados. Ese es el mensaje que deberían lanzar con mucha claridad las autoridades.

La asistencia sanitaria en España es muy buena

La Sanidad española se ha puesto injustamente en tela de juicio. En un ambiente derrotista, de hastío y decepción de la población y de los profesionales sanitarios, sorprendidos por la precocidad de esta segunda ola de COVID-19, se ha llegado a afirmar: “¡Pues resulta que la Sanidad española no era tan buena!” Como si que España tenga la esperanza de vida más alta de Europa no tuviera nada que ver con la competencia de nuestra Sanidad. A todas luces, injusto.

Los que han fracasado ha sido los políticos y la política sanitaria, con una gestión desafortunada en la primera ola de la pandemia, que va camino de superarse en la segunda. En ese sentido, se necesitan gestores sanitarios competentes y profesionales no ideologizados, con una estructura logística potente, que sean capaces de dar respuesta eficaz a situaciones globales de emergencia sanitaria.

Eso sí, sin dejar de ser conscientes de que, inevitablemente, futuras pandemias podrán volver a poner la Sanidad al borde del colapso. Por razones obvias es imposible tener camas de UCI, respiradores, riñones artificiales y medios diagnósticos, por poner un ejemplo, en cantidad ilimitada, para dar respuesta a una eventual demanda masiva de los mismos en un momento determinado.The Conversation


José Hernández Quero es profesor de la Universidad de Granada. Jefe de Servicio de Enfermedades Infecciosas - Hospital Clínico San Cecilio. Granada., Universidad de Granada
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