Taquicardia, aumento de presión arterial, dilatación de las pupilas, sudoración excesiva, insomnio, euforia descontrolada, falta de atención en el trabajo, aparato digestivo trastornado…
Cualquiera que lea esta cascada de síntomas podría deducir que estamos a punto del colapso sistémico y/o bajo los efectos de psicotrópicos poco aconsejables. Sin embargo, si nos ve la cara de becerro hipnotizado que se nos pone cuando se nos acerca determinada persona, se dará cuenta de que, en realidad, lo que nos ocurre es algo mucho peor. ¡Estamos enamorados!
Y digo que peor porque las circunstancias que concurren son muy diferentes. En el caso de una crisis funcional relacionada con una patología concreta o un estrés malsano, somos conscientes de que estamos fatal y sabemos que, antes o después, tendríamos que pasar por urgencias si no queremos aumentar el listado de usuarios de las funerarias de nuestra ciudad.
En el caso del enamoramiento, ni tenemos consciencia de nada ni falta que nos hace. Vamos levitando en un estado de nirvana del que no queremos salir y desde el que nos traen al fresco los posibles efectos secundarios. Nunca nos hemos sentido mejor.
Pero, ¿por qué?
¿Cuál es la razón por la que este desequilibrio (que lo es) nos hace sentirnos tan bien, tan vivos y tan especiales? ¿Por qué queremos más y más, tanto que corremos el riesgo de engancharnos a esta vorágine de sensaciones como si de una droga se tratase?
Pues precisamente por eso, porque sus efectos se parecen mucho a los que producen las que comúnmente entendemos por drogas duras.
Cuando alcanzamos la pubertad, nuestras gónadas (ovarios y testículos) empiezan a segregar, respectivamente, estrógenos y andrógenos. Estas hormonas sexuales alcanzan (vía sanguínea) tres zonas clave del cerebro (el núcleo preóptico del hipotálamo, la amígdala y el sistema límbico) abriendo la puerta, fisiológicamente hablando, a un posible enamoramiento.
A partir de ese momento estamos vendidos. Es sólo cuestión de tiempo el que el candidato menos pensado nos haga entrar en una de las vorágines bioquímicas más complejas y fascinantes de nuestra fisiología.
La bioquímica del enamoramiento
1. Primer paso: el aceleramiento
Donald F. Klein y Michael R. Liebowitz, del Instituto Psiquiátrico de Nueva York, descubrieron que era una molécula, la feniletilamida, la desencadenante de todo el proceso de locura, excitación y euforia que caracteriza estas primeras etapas del enamoramiento.
Un intercambio de miradas, un roce o una simple caricia por parte de esa persona elegida nos inunda el cerebro, literalmente, de este neurotransmisor.
Para entender un poco sus efectos, diremos que la estructura de esta sencilla amina aromática puede encontrarse también en el sistema ergolina del LSD. Es más, las anfetaminas no son más que el resultado de introducir un radical metilo (CH3) en el carbono alfa de su molécula.
Así pues, exultantes como premiados con el gordo de la lotería, ruborizados como amapolas y acelerados como motos, empezamos a perder el raciocinio.
2. Segundo paso: la ceguera
La feniletilamida es un precursor de nuestra segunda protagonista: la dopamina. Esta molécula, segregada por el hipotálamo y de efímera vida media, altera el cerebro originando un inmenso placer. De hecho, los fármacos que reducen la actividad de la dopamina (como algunos antipsicóticos) provocan anhedonia (incapacidad para experimentar placer).
Es precisamente este deleite el que nos ciega y el que caracteriza al proceso de enamoramiento desde el momento en que nos brinda una percepción irreal del contexto. La dopamina, responsable de la idealización del objeto de nuestro amor, es la que nos nubla las entendederas haciéndonos creer que hemos encontrado la reencarnación de Apolo o la versión postmoderna de Afrodita donde no hay más que un común mortal (con suerte, de buen ver).
Como la secreción de dopamina está acompañada de la liberación de norepinefrina (noradrenalina), se estimulan los receptores adrenérgicos α1 y α2. Los vasos sanguíneos se contraen y aumenta nuestra presión arterial. También actúa sobre nuestros receptores beta-1 adrenérgicos por lo que sube la frecuencia cardíaca. Por eso no nos afecta el frío. Tampoco tenemos hambre, ni sueño, ni cansancio.
Por si fuera poco, un tercer neurotransmisor monoamínico entra en acción, la serotonina, indolamina responsable del aumento del bienestar, la felicidad y el estímulo sexual.
Todo es absolutamente perfecto…
3. Tercer paso: la habituación
Nada es gratis. El paraíso tiene un precio.
Nuestro cerebro, que está recibiendo a borbotones estos neuroquímicos del enamoramiento, termina habituándose a ellos y haciendo que sus efectos disminuyan en intensidad. La hemos liado: estamos enganchados.
Si queremos continuar sintiendo lo mismo, tendríamos que subir la dosis. Esto ocurre porque la dopamina es una catecolamina generadora de adicciones de una forma fisiológicamente muy parecida a la cocaína. El placer que genera es apoyado por los efectos de la noradrenalina, que nos pide seguir en el proceso más y más y recuperar el estado de subidón inicial. Y como no lo conseguimos, empiezan los reproches.
Es lo que comúnmente conocemos por el ya no eres el mismo que al principio o el nada es igual que antes. Responsabilizamos al otro sin saber que no hay más culpables que nuestros receptores neuronales, ahítos de neurotransmisores y saturados de mensajes químicos.
La serotonina, por su parte, que se había incrementado notablemente en las primeras fases del enamoramiento (y disparado puntualmente en comportamientos especialmente intensos), al disminuir, nos puede producir irritabilidad, insomnio, desánimo, tristeza y, en el peor de los casos, ser la responsable de auténticas obsesiones.
¡Qué desastre! ¡Tenemos el mono!
4. Cuarto paso: la solución
A diferencia de la drogadicción (que siempre acaba mal), esta bella historia puede, perfectamente, tener un final feliz.
De ello se encarga nuestro héroe el hipotálamo, que libera al torrente sanguíneo oxitocina, previo paso a través de la neurohipófisis gracias a la neurofisina. Es nuestra salvadora, la hormona responsable del apego y que aumenta su presencia en procesos conductuales como el parto, la lactancia, los orgasmos, los abrazos y, en general, en las manifestaciones de cariño y entrega al otro.
Para entendernos, es la oxitocina la responsable de los procesos afectivos a largo plazo.
Así, y con la participación de unas cuantas moléculas más, es como pasamos bioquímicamente del enamoramiento al amor, un fenómeno menos arrebatador pero más duradero y sosegado.
No todo son moléculas
Después de leer esto, usted pensará que no es más que un saco de neurotransmisores y hormonas sin el más mínimo resquicio para el romanticismo.
Si le sirve de consuelo, yo, que soy científica, cuando cuelgo la bata y salgo del laboratorio sé verles las alas a Cupido. Les aseguro que me he puesto en la diana para ser blanco de sus flechas. Y no me han dado en el hipotálamo, ni en la amígdala, ni en la hipófisis. Me han alcanzado, de pleno, en mitad del corazón.
A. Victoria de Andrés Fernández es Licenciada en Biología (1985) y doctora en Biología por la Universidad de Málaga (1991). Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal (1996). Especialista en Análisis Clínicos y Directora de un laboratorio de Análisis Clínicos privado durante 16 años. Formación postdoctoral en Salford (UK). Docente invitada en las universidades de Salford (UK 1991-94), Toledo (Ohio, USA, 1992) y Pierre et Marie Curie (París, Francia). Directora del Máster de Análisis Clínicos de la UMA en las tres ediciones en las que éste se ha realizado (2004, 2005 y 2007). Miembro de la Comisión Nacional de Análisis Clínicos del Ministerio de Sanidad desde 2003. Socia fundadora de ASEBAC (Asociación Española de Biólogos Analistas Clínicos). Actualmente dirige Purificell, empresa mixta de científicos de la Universidad de Málaga y cirujanos plásticos, dedicada al autotransplante de células madre, aisladas de la grasa del paciente, para la regeneración de tejidos biológicos mediante rápidos y cómodos autoinjertos.
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