Jueves, 19 de enero de 2023. Lola Flores nace como artista en el Jerez de la Frontera de la dura posguerra, dentro de una España en blanco y negro, cartillas de racionamiento y estraperlo. Sus raíces se encuentran ahí. Un mundo de taberna, vino y flamenco bronco, de fiesta de señoritos, cortijo y gitanos, donde la mujer quedaba relegada siempre a lo marginal, a lo prohibido.
Pronto hará de la necesidad virtud, y verá en esos ámbitos tan adversos una oportunidad para brillar con luz propia y crearse un nombre en el mundo del espectáculo, pues “bailando, oro de ley… esa llega a donde quiera”, tal y como escribe Caballero Bonald sobre uno de sus personajes en Dos días de setiembre.
Lolita Flores Imperio de Jerez
Flamenca y gitana impostada, la entonces “joven canzonetista y bailarina”, según la publicidad de la época, debuta en el teatro Villamarta, como “Lolita Flores Imperio de Jerez”, con el pasodoble Cuna cañí, que toma del repertorio de Pastora Imperio.
Lo hace como telonera en la compañía de Custodia Romero y Melchor de Marchena en su espectáculo de variedades Luces de España, en una función que se anunciaba como gitanería. Todo ello ocurre el 10 de octubre del 1939, recién terminada la guerra civil. Comienzan los “cuarenta años de paz” del régimen; en realidad, la terrible posguerra. Lola Flores solo tenía dieciséis años.
En ese preciso momento, Lola Flores comienza a crear su propio personaje dentro y fuera de los escenarios. Para ello se sirve de Manolo Caracol, uno de los mejores cantaores flamencos de su tiempo, y sus famosos romances escénicos Zambra (1944-1949) de Quintero, León y Quiroga, unos espectáculos líricos donde se combinaban copla, flamenco y variedades, una especie de musical de Broadway pero a la española.
Poco antes ya había triunfado con El Lerele, de los maestros Currito y Genaro Monreal de 1941, otra exótica copla-zambra más o menos ocasional que en su particular interpretación consiguió llamar la atención de empresarios, públicos y otros artistas: “De pronto, más que una cantaora-bailaora, un huracán, una gran artista flamenca nos dejó pasmados. No se olviden de este nombre: Lola Flores”, según el crítico teatral de Informaciones.
La Salvaora
Lo cierto es que en esas zambras recogía la artista el testigo flamenco de la mejor Edad de Plata de la cultura española, gracias a figuras tan relevantes del baile, el cante, la música, la poesía o el teatro como la Argentina, la Argentinita, Rafael Escudero, Pastora Imperio, el Lorca del Romancero Gitano y Bodas de sangre o el Falla de El amor brujo.
Pero lo hacía con un sentido pasional de la copla, una expresividad muy naturalista, una interpretación presidida por la impostura de una exuberante sexualidad y una modernidad que desafiaba la moral del régimen. Algo así como una manera “neorrealista” de teatralizar el cante y el baile, que será su marca personal hasta el final.
Porque la Salvaora –otro de sus apodos– supo dar cuerpo y vida a todas esas historias de la copla de una manera muy singular. Historias de un pasado oscuro de madres solteras y amantes abandonadas al alcohol que se repiten una y otra vez en La Parrala, La Lirio, La Ruiseñora, La Lola, Elvira la cantaora, flamencas todas con “sus volantes enredados entre espinas”. Mujeres de mala vida y condición –Ojos verdes, Tatuaje, Yo soy esa, Rosa la de los lunares– que parecían desafiar un mundo único de hombres.
Eran protagonistas de historias que recordaban la larga estirpe de la maldita y rebelde Lilith –la primera compañera de Adán antes de Eva–, aquella figura legendaria, libre e indomable de la mitología antigua y el folclore judío. Ejemplos de otra moral que siempre se habían expuesto como el canon de la perversidad femenina.
La presencia escénica de Lola Flores, además de su vida personal, tenía mucho de todo aquello: “porque también era anécdota picante –afirma Terenci Moix– que llenó la pudibundez de la posguerra con leyendas pasionales de una temperatura considerable”. Ella representaba la sociología de Petenera, según Francisco Umbral: esa mujer empoderada de ancestros flamencos transformada ahora en fetiche de sí misma.
La Niña de Fuego
La Zarzamora fue una de sus interpretaciones-creaciones más genuinas. En la pieza musical, casi autobiográfica, creada por Quintero, León y Quiroga ex profeso para ella, se entremezclaba ficción y realidad en torno a una pasional flamenca, un amor imposible y una fatalidad “entre parmas y alegría”.
Esta copla, en ritmo de marcha y con una teatralidad desbordante, cuenta un trágico argumento en torno a una cantaora “que siempre reía / y presumía de que partía los corazones” de sus amantes, pero que enloquece víctima de un amor no correspondido. Con gran fuerza descriptiva y una rápida dramatización, a veces expresionista y otras impresionista, alude metafóricamente a su condición de mujer “traidora” cuyos misteriosos ojos se comparaban con los frutos rojos con espinas característicos de la zarzamora:
Se lo pusieron de mote porque ‘disen’ que tenía / los ojos como la mora.
También destaca la metáfora religiosa y emocional de la Vía Dolorosa y del color morado, color litúrgico de cuaresma, abnegación y sacrificio –“que la trae y que la lleva / por la calle del doló”–. Se remite aquí al calvario y sufrimiento de la protagonista como si de un nuevo Cristo en versión femenina se tratara. Esto simboliza a modo de tragedia griega el desenlace inevitable. La historia condenaba a la protagonista, sin posibilidad de regeneración, a la condición de mujer fatal, pues su amante “lleva anillo de casao”.
En resumen, un personaje y un folletinesco relato de amor imposible y moralizante desenlace final. Una barroca y castiza estampa de prostitución más o menos encubierta ubicada en “er Café de Levante” que sirve para dibujar esta mujer fatal made in Spain que tan bien representaba la artista de Jerez frente a los otros modelos de la mujer natural según la época –esposa, madre, sumisa y abnegada–.
La impostura, la belleza ojerosa y el cuerpo provocativo de la Niña de Fuego desafiaban todo aquello que, fuera del teatro, se predicaba desde las mentes pensantes del franquismo y la recatada sociedad civil.
Alberto Romero Ferrer es Catedrático de Literatura Española (Literatura y Teatro), Universidad de Cádiz. Posee una trayectoria académica continuada desde 1988 como profesor de literatura española en la Universidad de Cádiz, especializado en los siglos XVIII, XIX y primer tercio del XX. Cuenta con 6 sexenios de investigación y transferencia de conocimiento e innovación acreditados por la CNEAI, y varios premios a su trayectoria investigadora: Premio Nacional de Jóvenes Investigadores (1987), Premio Archivo Hispalense de Investigación (1995), Premio de Investigación Universidad de Cádiz al mejor Grupo de Investigación (2010), finalista del Premio de Investigación Manuel Alvar de Estudios Humanísticos (2011), mención del Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz de Investigación Universitaria (2012) y Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2016. Ha realizado estancias de investigación en el King’s College London-University of London, la Fondation Napoleón de París y la Universiteit Gent.
Sea el primero en desahogarse, comentando