Entre 1976 y 1982 España sufrió un alto nivel de violencia política. Tuvo varias causas, siendo la principal la actividad de las organizaciones terroristas. Como se indica en una reciente obra que he coordinado con María Jiménez, desde 1976 a 1982 (ambos incluidos) los atentados acabaron con la vida de 498 personas y dejaron 450 heridos.
Si desglosamos las cifras, es evidente qué banda fue la máxima responsable. Las diferentes ramas de ETA cometieron 340 asesinatos (el 68% del total) y ocasionaron lesiones a 305 ciudadanos. Le seguían a mucha distancia el terrorismo de extrema izquierda, como los GRAPO, con 73 víctimas mortales (15%); el de ultraderecha y/o parapolicial, como la Triple A o el Batallón Vasco Español, con 62 (12%); el de organizaciones palestinas y armenias, con 8 (2%); y el de corte independentista catalán y canario, con 4 (0,8%).
La otra fuente de violencia fueron los errores, excesos y delitos cometidos por determinados agentes de la ley. En su excelente tesis doctoral Sophie Baby atribuye 178 muertes a la “violencia de Estado”. Hubo 32 víctimas mortales en manifestaciones, 7 a consecuencia de torturas y 139 en incidentes policiales, aunque entre estos últimos abundan los casos cuyo cariz político es más que discutible: desde negligencias hasta actos en defensa propia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FCSE) ante el ataque de delincuentes comunes.
Años de plomo
De cualquier manera, los datos ponen en entredicho la imagen de una Transición plácida e incruenta. Y es que hasta hace no mucho, en ciertos ámbitos no académicos se había tendido a resaltar las luces del proceso de democratización, que las tuvo, mientras se minimizaban sus sombras, entre ellas la violencia política. Pero, como demuestran la hemeroteca y la bibliografía especializada, aquellos fueron “años de plomo”.
Por desgracia, sin término medio, de la idealización se está pasando a la demonización. En vez de aprovechar el trabajo de los historiadores para elaborar un relato más preciso y equilibrado, ahora se pretende sustituir el mito de la Transición pacífica por otro nuevo: el mito de la Transición sangrienta.
Así, obviando el papel de ETA, únicamente se pone el foco en la violencia ejercida por un sector de las FCSE, que en ocasiones se mezcla con el terrorismo de extrema derecha y parapolicial, como si todo fuera lo mismo. Incluso se ha acuñado la expresión “víctimas de la Transición”, poniendo a esta etapa histórica al nivel del franquismo y el terrorismo.
Y es que, para algunos, las acciones violentas perpetradas durante los gobiernos de Adolfo Suárez probarían que el cambio solo fue cosmético: el fondo dictatorial permaneció. Una vez más, nuestra historia es percibida como una anomalía. El propósito es obvio: al deslegitimar la Transición, se pretende impugnar su resultado, el actual sistema parlamentario.
¿La violencia política es un indicador de la escasa calidad de una democracia? Según Eduardo González Calleja, entre abril de 1931 y julio de 1936 la violencia de distinto signo ideológico segó la vida de 2 629 seres humanos en España.
Es un número muy superior al registrado durante la Transición que, sin embargo, fue un periodo más largo y en el que el país contaba con una población mayor. ¿Acaso tales hechos hacen menos democrática a la II República? ¿Habría que hablar de una “República sangrienta”? Desde luego que no. Como nos enseñó George L. Mosse, la brutalización de la política no fue un fenómeno español, sino que afectó a gran parte de la Europa de entreguerras.
Situemos la Transición en el contexto internacional
De igual manera, para comprenderla, debemos situar a la Transición en su contexto internacional. El proceso se inscribe en lo que Samuel P. Huntington llamó la tercera ola de democratización, que comenzó en los años setenta del siglo XX en el sur de Europa, continuó durante la década siguiente en Latinoamérica y culminó su andadura en Europa central y del Este en los años noventa.
Si bien en la mayor parte de los países la caída de las dictaduras se culminó sin apenas violencia, hubo demasiadas excepciones como para considerarlas anecdóticas: Perú, Rumanía, Moldavia, Azerbaiyán, Armenia, Chechenia, Ingusetia, Osetia, Georgia o Tayikistán, por no hablar de la desintegración de Yugoslavia, que arrojó un saldo de 140 000 víctimas mortales.
También hubo dictaduras que lograron perpetuarse ahogando en sangre al incipiente movimiento civil a favor de las reformas. Baste recordar la masacre de la plaza de Tiananmén (Pekín) en junio de 1989.
Tercera oleada internacional de terrorismo
Como subraya Juan Avilés, en España el tercer ciclo de democratización coincidió con el punto álgido de lo que David C. Rapoport ha denominado la tercera oleada internacional de terrorismo. De acuerdo con la Global Terrorism Database, entre 1970 y 1989 este tipo de violencia arrebató la vida a 75 310 personas e hirió a otras 56 932 en todo el planeta. En Europa hubo 4 945 víctimas mortales.
Los países más afectados del continente fueron Gran Bretaña, con 2 841 asesinatos, España, con 851, e Italia, con 394. La mayoría se produjeron en los años centrales del periodo, los mismos en los que nuestro país se configuró como una democracia parlamentaria.
La violencia política que se sufrió durante la Transición española es achacable, entre otros motivos, a la tormenta perfecta que causó el cruce entre la oleada internacional de democratización y la de terrorismo: el momento de mayor debilidad del Estado coincidió con el de mayor vigor de los enemigos de la democracia.
La violencia no fue producto de la Transición, sino de quienes se oponían a ella: algunos policías nostálgicos de “gatillo fácil” y bandas terroristas que buscaban una involución, una revolución o la secesión de un territorio, entre las que descolló ETA.
Pese a su embate combinado, al que se sumaron las tramas golpistas que culminaron el 23-F, la joven democracia española consiguió sobrevivir y consolidarse. Todo un hito. Y eso no habría que olvidarlo. Sin idealizarla ni demonizarla, sin ponerle adjetivos innecesarios, debemos contar la historia de la Transición con el rigor que merece.
Gaizka Fernández Soldevilla, Responsable del Área de Archivo, Investigación y Documentación, Centro Memorial para las Víctimas del Terrorismo. Doctor en Historia Contemporánea por la UPV/EHU, trabaja como responsable de Archivo, Investigación y Documentación de la fundación pública Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo. Es autor de los libros Héroes, heterodoxos y traidores. Historia de Euskadiko Ezkerra (1974-1994), La calle es nuestra: la Transición en el País Vasco (1973-1982) y La voluntad del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA (2016). Es coautor, junto a Raúl López Romo, de Sangre, votos, manifestaciones. ETA y el nacionalismo vasco radical (1958-2011). Ha coordinado con Florencio Domínguez Pardines Cuando ETA empezó a matar y con María Jiménez 1980. El terrorismo contra la Transición. Ha ejercido de asesor histórico de la serie televisiva La línea invisible (Movistar, 2020). Colabora habitualmente con El Correo y El Diario Vasco.
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