Sólo lo parece, al menos de momento. Que desescalamos, digo. Se han normalizado una serie de fases que nos permiten -con más pelo, pálidos, silenciosos-, salir de nuevo a las arterias artificiales. No sé si como resultado o no, también ha perdido fuelle el espíritu de los balcones.
Vuelven los niños a joder con la pelota. No los veo asombrados. Tal vez ignoran que son los únicos niños de su historia que sufren el flagelo de una pandemia. También hay franja horaria para nuestros mayores. Ese grupo de riesgo. Supervivientes de toda una vida, ahí es nada. Pasean de nuevo. Por placer. Por el recochineo de cagarse en las castas de lo que, una vez más, ha pulverizado a la generación que les ha tocado en suerte. Por bajarse el azúcar y por limar el colesterol adherido a los cables de la hidráulica. Ah, sí, podemos salir a hacer deporte. No se concreta nada sobre el fornicio. Se entiende que va con el sentido común.
Pero ruido. Este descolgarnos nuestro del elevado paréntesis en el que nos hemos dejado la salud y no pocas vidas al subir está lleno de ruido. Que es lo contrario a la música. Es, en cierto modo, y con todas nuestras cautelas (porque nada asegura nada, ni fases ni sus muertos), lo que pega cuando existen motivos de celebración. Y joder, yo diría que haberlos haylos, como las meigas y los espárragos.
La belleza de la música busca en lo más recóndito de nuestro ser, a modo de imitación, la alegría del estar sin más, tal y como el bosque y sus sonidos, música, conmovían al bicho primitivo que fuimos no hace tanto: “en los momentos en que las criaturas descansan, comulgando con ellas mismas o con la de su especie, disfrutando del hecho de estar vivas” confirma “a la perfección la presencia en el mundo de una alegría libre, no humana –una alegría en la que siento una fuerte necesidad de creer-.” (El fuego del fin del mundo. Wendell Berry. Errata naturae, 2020).
Como oposición al ruido y por motivos argumentados, suena aquí en este refugio Por una cabeza, tango escrito por Alfredo Le Pera en 1935, popularizado por la voz de Carlos Gardel y definitivamente inmortalizado en el baile por Al Pacino y Gabrielle Anwar en Esencia de mujer. Háganse el favor. A mi gato le ha gustado. Al menos el tango.
Cualquier tiempo pasado sólo fue anterior y nada más. Juego sin embargo a viajar en el tiempo al lugar en el que lo animal y lo vegetal y lo inerte convivían como una sola cosa. Puedo fácilmente ficcionar innumerables escenas. Me es del todo imposible, qué vaina, imaginarme el ruido en ellas. Ni volcanes, ni cataratas, ni seísmos: música. El ruido no debía de existir. Me apuesto los genitales a que apareció no mucho después de cuando nos dio por ir por ahí a dos patas. Nuestra aparición en este punto azul pálido flotando en la inmensidad del Universo fue la forma de cagarse Dios en todo lo creado. Allah ‘akbar rahim. Amén.
Tras el largo día de encierro mi joven primogénito me dedica una fotografía de su bicicleta en la calle. Acabo de hablar por teléfono con mi viejo, que justo llega de darse una buena y deseadísima, cuando no vital, caminata. Imagino a mi pequeña, en la distancia, dándole de comer a nuestros amados gorriones en un paseo; y no a través de las rejas de una ventana. Me lo cuenta, parlanchina y bella y potente como ella sola, desde el otro lado de la pantalla.
Así la vida de los míos, como la de los vuestros, siempre improbables lectores, rapelean el muro que nos vino a traer un virus más cabrón que una semana con siete lunes.
Y es así como, en la imperfección que resulta este volver a volver, al caer la noche, encendemos las velas que levemente iluminan un posible triunfo, al tiempo que ahúman nuestros hogares en honor y respeto y duelo por los que se nos han ido.
Es una luz frágil todavía. Apenas luz, si uno lo piensa, si uno se aventura a jugar, como yo con el pasado, con el futuro en forma de consecuencias socioeconómicas. Pero es luz, coño. Y es sólo nuestra. Y es música.
Que quienes viven por y para el ruido no nos señalen más la sombra, tan hartos de coles estamos. Que se metan en el culo su ruido.
Eduardo Flores nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).
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