Declaración de Economistas Frente a la Crisis
Las prevenciones de Alemania y Holanda están llevando a la Unión Europea al borde del abismo. Cuando parecía que se había aprendido de la Gran Recesión, la locomotora europea trata de desanudarse de sus vagones, en una reedición de salidas nacionales a la crisis. Una receta que siempre, siempre, siempre ha fallado. La verdad es que no se acierta a entender cómo es posible incurrir en tantos errores. Se nos dirá que quienes deciden eso no creen que se equivoquen, y seguro que armarán argumentos para avalar esa idea. Pero los datos son implacables, y lo que resulta evidente es que, en la crisis de 2008, la mojigatería económica de la Europa del norte, liderada por Alemania, retrasó la recuperación de la Unión por no haber arbitrado las medidas que, en otros momentos –tras el crack de 1929–, se habían revelado positivas. Alemania avanzó. Pero la periferia europea quedó noqueada. En paralelo, Estados Unidos sí había aprendido la lección de los años treinta, y rompió con una ortodoxia económica asfixiante. Todo de forma momentánea. La escolástica regresó para templar los ánimos de los que veían las ideas de Keynes como los niños temen al lobo. Había que volver al cuento original, el que se abrió en los años 1980 con la revolución conservadora, la era neoliberal, con los mercados como instituciones sacrosantas. Una nueva teología económica.
En España, los recortes en el gasto público, con ajustes muchas veces draconianos en el ámbito de la salud, se han puesto en evidencia en el curso de la crisis del coronavirus. A pesar de que no es el momento para lanzar responsabilidades, no cabe duda que ante la cantidad de tergiversaciones, mentiras y difamaciones que se están prodigando en algunos medios de comunicación y en las redes sociales, los datos deben imperar de nuevo. Datos contrastados, de consulta pública. Asequibles. Y demuestran que los enormes recortes que se realizaron en España, en el campo sanitario, fueron protagonizados por gobiernos de un determinado perfil ideológico: el conservador. Porque la economía, esa ciencia lúgubre, acaba siendo ideología, y ésta pesa mucho en las decisiones económicas.
Fueron las sociedades socialdemócratas las que consiguieron los grandes cambios sociales a partir de la Segunda Guerra Mundial. El crecimiento del Estado social europeo se debe, esencialmente, al planteamiento de gobiernos que adoptaron la fiscalidad progresiva como una herramienta básica, y que enfatizaron la necesidad de que los más ricos pagaran más impuestos sobre renta, sobre sociedades y sobre patrimonio. Tres vectores que, de nuevo, y en tiempos dramáticos de crisis, voces de la derecha tratan de desactivar, con el argumento de siempre: el dinero debe estar en los bolsillos de la gente. Un aserto simple. Pero falaz. A la hora de las convulsiones, de nuevo, una vez más, se requiere la presencia del Estado social en todas sus vertientes y posibilidades. Entonces, todo hace pensar que las costuras de la economía encapsulada se van a romper, y la cordura de una recuperación colectiva proliferará. Inútil presagio.
La vieja economía se resiste a perecer. Todavía tiene recorrido: palestras, cátedras bien financiadas, think tanks generosamente dotados. En algunas fases, pareciera que se reconsideran los preceptos que rigen esta disciplina. Pero no: vuelven siempre los profetas de la estabilidad presupuestaria y del equilibrio entre oferta y demanda para exigir nuevos aquelarres. Es lo que están haciendo, ahora mismo, los representantes de Alemania y Holanda: sus superávits, cuyo origen también reside en parte en las demandas de los otros países de Europa, se arguyen como el resultado de buenas gestiones, frente a pretendidos despilfarros de la Europa más periférica. Una Europa que ha tenido que ajustar al máximo sus economías públicas –y recortar partes sensibles del Estado del Bienestar– para devengar deudas, privadas y públicas, con los sistemas financieros de la Europa más rica. Una paradoja.
¿A qué tienen miedo los dirigentes de esa Europa insolidaria, encerrada en sus fronteras nacionales?
Digámoslo claro: todo el proyecto europeo puede descarrilar si no se admiten soluciones de mutualización, de complicidad inter-europea. Todo con una espoleta clara: la activación del gasto público, la intervención del Estado en la economía, “a gran escala en el modo de producción y distribución de bienes y servicios, de una magnitud que supere con creces incluso a la de la movilización para la Segunda Guerra Mundial”. Esto escribe el Premio Nobel de Economía 2006 Edward Phelps –nada sospechoso por cierto–, junto a Roman Frydman. No son los únicos que subrayan esto: existe ya una legión de economistas y de otros científicos sociales que están reclamando mayor agresividad, en el mejor sentido del término, de los gobiernos y de las instituciones supranacionales para salvar la Unión Europea. Se nos habla de “economía de guerra”, y se actúa como si nos enfrentáramos a una crisis digamos que más superficial, parecida a la de 1987, con recuperaciones fulgurantes.
Estamos en otro escenario, en otra tipología de crisis: ésta ha paralizado más del 70 por ciento del sistema productivo en muchos países –lo que no se había visto antes–, de forma que las medidas que es necesario aplicar no pueden ser analgésicos elementales. Nuestros enfermos económicos –y las economías de la Unión lo están en estos momentos– urgen transfusiones de sangre, de discursos de confianza, de garantía, de seguridad, no el diferimiento de las decisiones a quince días más. ¡Dos semanas más para tomar una decisión contundente, ante el estupor de la mayor parte de la población! El verdadero virus social está siendo el ascenso de la ultraderecha en Europa, que puede estar condicionando las hojas de ruta de algunos países: Alemania y Holanda, por ejemplo. El miedo electoral aparece, de forma miserable, en un contexto en el que ese miedo debería ser superado: para desarmar al coronavirus, para amortiguar el avance populista ultra-conservador. Para recuperar la Unión Europea.
Si esto no se solventa de manera razonable –y lo razonable no es contener la maquinaria de la recuperación, e incurrir en las recetas de siempre– nadie deberá sorprenderse que los discursos europeístas decaigan. Por inoperantes. Es la hora de pasar de la fraseología huera a la acción expeditiva. Activemos el optimismo de la voluntad. Pero, junto a él, los líderes europeos deben espolear el galope de la recuperación. Los resortes están, las instituciones también. Las experiencias recorridas aleccionan. Falta la voluntad explícita, que ya no puede ser sólo optimista, sino ejecutiva, tangible, realista. Para salvar la Unión Europea.
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