«Es demasiado pronto para decirle a la gente que tendrá que pagar su renta al emir de Qatar de aquí a 2050».
“El capital en el siglo XXI” de Thomas Piketty fue elegido como el libro del año por el diario Financial Times en 2014. Algo llamativo no por el éxito del libro, que fue incuestionable, sino porque el mismo medio había publicado meses antes los más duros cuestionamientos a la metodología usada por el economista francés.
Piketty, con este libro, dio un giro a la forma en que se mira la desigualdad. Construyó una base de datos histórica que le permitió dar una nueva mirada al fenómeno y generó un enorme debate político y económico.
Uno de los temas principales que trata Pikkety en su libro es el principio de la escasez, una ley natural que surge por la insuficiencia de diversos recursos (ya sean materiales o naturales) considerados necesarios y fundamentales para el ser humano, dándose la condición necesaria de priorizar las necesidades en función del presupuesto disponible.
El principio de escasez es aquel que indica que dado que las necesidades de las personas son ilimitadas, los recursos se vuelven escasos. De esta forma, no es posible satisfacer todas las necesidades y siempre tendremos que elegir entre varias alternativas, en que queremos gastar nuestros recursos.
En las economías socialistas los precios son fijados por el Estado y en las economías capitalistas los precios son determinados por la ley de oferta y demanda. La ley de escasez determina qué bienes que son escasos y por tanto deben racionarse, normalmente aumentando su precio.
La mayoría de los observadores sociales y económicos de finales del siglo XVIII y principios del XIX tenían una visión sombría de la evolución a largo plazo de la distribución de la riqueza y de la estructura social.
Este hecho se aprecia sobre todo en el economista inglés David Ricardo (uno de los economistas más influyentes de la historia junto a Adam Smith y Thomas Malthus) y Karl Marx, quienes imaginaban que un pequeño grupo de terratenientes y capitalistas industriales que se adueñarían inevitablemente de una parte siempre creciente de la producción y del ingreso.
David Ricardo se interesó sobre todo en la siguiente paradoja lógica: desde el momento en que el incremento de la población y de la producción se prolonga de modo duradero, la tierra tiende a volverse cada vez más escasa en comparación con otros bienes. La ley de la oferta y la demanda debería conducir a un alza continua del precio de la tierra y de las rentas pagadas a los terratenientes.
Con el tiempo, los terratenientes recibirían una parte cada vez más importante del producto nacional, y el resto de la población una fracción cada vez más reducida, lo que sería destructivo para el equilibrio social. Para Ricardo, la única salida lógica y políticamente satisfactoria es un impuesto cada vez más gravoso sobre la renta del suelo.
Ricardo no acertó, pues la renta del suelo permaneció mucho tiempo en niveles elevados, pero, a medida que disminuía el peso de la agricultura en el producto nacional el valor de las tierras agrícolas decayó inexorablemente respecto de las demás formas de riqueza. No podía imaginar en 1810 la amplitud del progreso técnico y del desarrollo industrial que se daría en el siglo que iniciaba.
Según Piketty, no por haber errado Ricardo en su intuición sobre el precio de la tierra esto deja de ser interesante: el “principio de escasez” sobre el que se apoya puede potencialmente llevar a algunos precios a alcanzar valores extremos durante largos decenios y esto bastaría para desestabilizar de modo profundo a sociedades enteras.
El sistema de precios tiene un papel irreemplazable en la coordinación de las acciones de millones de individuos, hasta de miles de millones de individuos en el marco de la nueva economía mundial. El problema, según Piketty, estriba en que este sistema no conoce ni límite ni moral.
Despreciar la importancia de este principio en el análisis de la distribución mundial de la riqueza en el siglo XXI sería un error, según el economista francés. Para convencerse de ello, basta con reemplazar en el modelo de Ricardo el precio de las tierras agrícolas por el de los bienes raíces urbanos en las grandes capitales, o también por el precio del petróleo. En ambos casos, si se prolongara para el periodo 2010-2050 o 2010- 2100 la tendencia observada a lo largo de los años 1970-2010, entonces se llegaría a desequilibrios económicos, sociales y políticos de considerable amplitud, que no distan de evocar el apocalipsis ricardiano.
Piketty señala que existe un mecanismo económico muy simple que permite equilibrar el proceso: el juego de la oferta y la demanda, un modelo económico básico postulado para la formación de precios de mercado de los bienes dentro de la escuela neoclásica y otras afines, usándose para explicar una gran variedad de fenómenos y procesos tanto macro como microeconómicos.
Según este modelo, si se incrementan los precios inmobiliarios y petroleros, basta con ir a vivir al campo, o bien utilizar una bicicleta. No obstante, además de que esto puede ser un poco molesto y complicado, semejante ajuste requeriría varias décadas, a lo largo de las cuales es posible que los dueños de los inmuebles y del petróleo acumulen créditos tan importantes sobre el resto de la población que a largo plazo se volverían propietarios de todo lo que se pueda poseer, incluso de la campiña y de las bicicletas.
«Es demasiado pronto para anunciar al lector que tendrá que pagar su renta al emir de Qatar de aquí a 2050: este tema será examinado en su momento, y desde luego la respuesta que daremos será más matizada, aunque medianamente tranquilizadora», señala el economista francés.
Es importante entender desde ahora que el juego de la oferta y la demanda no impide en lo absoluto semejante posibilidad, a saber una divergencia mayor y perdurable de la distribución de la riqueza, vinculada con los movimientos extremos de ciertos precios relativos.
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