Milton Friedman 50 años después

Milton Friedman en 2004. Wikimedia Commons / The Friedman Foundation for Educational Choice, CC BY

 

Los límites de la responsabilidad empresarial fundamentan el célebre artículo del economista estadounidense Milton Friedman publicado por The New York Times hace justo medio siglo.

En ese texto Friedman puso de manifiesto sus dudas, teóricas y prácticas, sobre la función social de la empresa. A la luz de los acontecimientos y situaciones actuales, no se puede decir que esta discusión haya perdido actualidad.

Un gestor no es un filántropo

Como ferviente seguidor de la escuela austriaca de economía, Friedman tenía una opinión muy clara acerca de la función, única y fundamental, de la empresa dentro del sistema capitalista: “incrementar beneficios sin salirse de las reglas del juego, es decir, de acuerdo con una competencia abierta, sin engaño ni fraude”.

Esto hizo que Friedman se opusiera radicalmente a la idea de que la empresa tuviese responsabilidades sociales, pues solo las personas como individuos pueden tenerlas.

Según su teoría, los altos ejecutivos de las grandes compañías tienen una única responsabilidad y es frente a sus empleadores (propietarios): generar beneficios, cuantos más, mejor. Los gestores empresariales están formados y capacitados para ello y no para la gestión social, mientras que cobrar impuestos y gastar el producto de los mismos son funciones exclusivas de los gobiernos.

Sin embargo, no se oponía ni mucho menos a que los empresarios o directivos, como cualquier individuo, gastasen su propio dinero con fines filantrópicos.

Jugando con dados trucados

Friedman respetaba profundamente el ordenamiento jurídico y el cumplimiento de las tradiciones morales en la búsqueda de beneficios.

Sin embargo, el proyecto ideológico neoliberal que lideró, muy pronto comenzó a contemplar la posibilidad de modificar el marco institucional (formal o informal), si este no se adaptaba a los objetivos de los propietarios del capital. Para ello era necesaria la injerencia política (para cambiar las leyes).

El cambio radical en las instituciones (las reglas de juego) y el sistema de valores (la moralidad) fue uno de los puntos fuertes de la gran transformación neoliberal del último tercio del siglo XX.

Para Friedman y sus seguidores, la supervisión del funcionamiento de los mercados, al igual que la responsabilidad social corporativa, era una canción que sonaba demasiado a socialismo –tal y como ya había quedado patente en su libro Capitalismo y Libertad, publicado en 1962-.

Friedman contra el keynesianismo

Es pertinente analizar la coyuntura histórica y económica en la que fue publicado ese artículo.

Por una parte, se acababa de vivir un largo periodo de desarrollo económico que, después de dos décadas de crecimiento continuado, comenzaba a manifestar síntomas de agotamiento, sobre todo por los procesos inflacionarios que comenzaban a surgir en la economía estadounidense.

Por otro lado, tras la II Guerra Mundial se produjo el auge del keynesianismo en las economías capitalistas, así como un férreo combate ideológico, militar y económico contra el modelo económico alternativo existente en la Unión Soviética.

En contraposición al modelo estatista de la URSS, Friedman señalaba: “son los mecanismos de mercado, y no los mecanismos políticos, la manera apropiada de determinar la asignación de los recursos escasos para usos alternativos”. Es decir, que la eficiencia económica solo se alcanzaba a través de mercados escasamente regulados, atendiendo a las leyes de oferta y demanda.

La ralentización del crecimiento económico estadounidense y la pérdida relativa de competitividad de las empresas norteamericanas frente a las europeas o las japonesas, fueron interpretadas como una consecuencia de la excesiva relajación del sector empresarial.

Para Friedman, era como si los empresarios se hubiesen vuelto demasiado blandos frente al poder negociador de los sindicatos o el excesivo intervencionismo estatal, especialmente en cuestiones sobre regulación, salarios mínimos o contratación de trabajadores procedentes de colectivos sociales históricamente discriminados.

Menos impuestos, menos regulaciones y más austeridad pública

Los objetivos de las políticas económicas defendidas por Friedman se fundamentan en incentivar la oferta en lugar de la demanda, al contrario de lo que defendía Keynes. Esto implicaba:

    • Reformas en las políticas fiscales (rebaja de impuestos directos).
    • Austeridad en las cuentas públicas.
    • Cambios en las normativas laborales (debilitamiento de las negociaciones colectivas).
    • Mayor control de la oferta monetaria y contención de la inflación.
    • Desregulación progresiva de determinadas actividades productivas, incluyendo los mercados de capital.

En teoría, el seguimiento de estas políticas debería procurar una asignación más efectiva de los recursos económicos disponibles, mejorando la eficiencia del conjunto de la economía y, en definitiva, el bienestar colectivo derivado del crecimiento económico.

La teoría del goteo económico se nutre de estas ideas.

La crisis que dio el triunfo a Friedman

Milton Friedman con tres presidentes de Estados Unidos: Richard Nixon, Ronald Reagan y George W. Bush. Wikimedia Commons, CC BY

La grave crisis económica internacional de comienzos de la década de 1970 impulsó las tesis de Friedman frente a las de Keynes. A ello contribuyó el hecho de que el crecimiento del desempleo, la caída de la productividad y la contracción de la inversión privada fuese interpretado como el resultado de la distorsión en los mecanismos de un mercado excesivamente regulado por las políticas keynesianas.

El debate académico e intelectual de esos años enfrentó a defensores y críticos del modelo de equilibrio competitivo y los mercados autorregulados, y acabaron imponiéndose los primeros a lo largo de las siguientes décadas.

Sin embargo, la desregulación no ha dado los grandes resultados esperados en lo que a crecimiento económico y distribución de rentas se refiere. Las clases medias y trabajadoras de occidente han perdido peso frente a sus élites económicas.

Mientras, en los países emergentes, la tímida reducción de la pobreza extrema se ha sustentado en un crecimiento aún más acentuado de la desigualdad. La Gran Recesión iniciada en 2008 fue el resultado de la desregulación financiera previa.

Menos competencia y más monopolio

El poder distorsionador de los monopolios no era algo desconocido en el siglo pasado. Ya a finales del XIX surgieron en Estados Unidos importantes corporaciones (trusts), cuyas prácticas abusivas impulsaron regulaciones anti-monopolio como la Ley Sherman de 1890.

“La competencia es para los perdedores” decía en 2014 Peter Thiel, asesor económico de Donald Trump y gurú de Silicon Valley. La desregulación de los mercados iniciada en la era Reagan ha impulsado la consolidación de oligopolios y monopolios. La doctrina neoliberal volvió a reforzar el poder de mercado de las grandes corporaciones, alterando el mecanismo de ajuste de precios.

Hay que fijar las reglas del juego, y respetarlas

Conviene aprovechar esta efemérides para señalar que en el siglo XXI incluso los grandes gurús del pensamiento neoliberal, que defienden que la única responsabilidad social de la empresa es ganar dinero, también se oponen -en muchas ocasiones a regañadientes- a que estas puedan saltarse las reglas del juego, incumpliendo el ordenamiento jurídico, la regulación medioambiental y las tradiciones morales. Ante la opinión pública, se explica que los monopolios son una disfunción grave en el mercado.

En el contexto actual, el crecimiento de la desigualdad, los límites medioambientales al modelo de crecimiento infinito, la asimetría en la información y los nacientes monopolios en sectores estratégicos representan un enorme desafío social.

El poder de mercado de algunas empresas transnacionales (como las grandes tecnológicas) vuelve a poner de manifiesto la necesidad de regulaciones claras y organismos supervisores que permitan el funcionamiento real y sin distorsiones de los mecanismos de competencia.

Además, la coronacrisis ha puesto en evidencia las limitaciones del modelo autorregulador propuesto por el neoliberalismo.

Todos estos factores deben analizarse y ajustarse para intentar alcanzar una mejor cooperación y confianza entre los Estados, impotentes ante la competencia fiscal entre territorios. Solamente las dinámicas sociales, políticas y medioambientales que puedan desarrollarse a corto y medio plazo marcarán la vigencia o la obsolescencia de estos postulados.


Daniel Castillo Hidalgo, Profesor de Historia e Instituciones Económicas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y Sergio Solbes Ferri, Profesor de Historia e Instituciones Económicas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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