Hasta ahora no he sabido que el viaje que hice a Tierra Santa el pasado mes de enero era mi Semana Santa de 2020. Aún teníamos la resaca de las fiestas de Navidad y de la Epifanía cuando partimos a las tierras donde nació, vivió, murió y, finalmente, resucitó Jesús.
No soy persona de procesiones, de hecho, si este año hubiese sido “normal” ahora estaría en México o en Ecuador o, tal vez, Senegal; que eran las opciones que barajaba. Hace años que esta semana no la paso en Sevilla, porque soy de los que huyen de la ciudad desde que en ésta los hoteles se multiplicaron, abarrotando las calles de foráneos. Si el año lo permite, huyo la semana entera, si, por el contrario, es de esos “correosos” la escapada será sólo de los últimos días.
Pero no, este año mi viaje fue extemporáneo en el tiempo y el contenido. Mi viaje de Semana Santa fue en enero y allí viví, sin saberlo, la estación de penitencia de Jesucristo, esa que rememoramos cada año en la primera luna llena de la primavera y que este año tendremos que vivirla en casa.
Cuando estuve ante la Puerta Dorada en Jerusalén (la puerta por donde accedió Jesús el Domingo de Ramos, hoy clausurada) no podía imaginar que ese instante era mi domingo de ramos de este año. Que la oración a la que asistí en el huerto de los olivos iba a ser la celebración adelantada de la Pascua y que esa, ramita de olivo que nos dio el franciscano que cuida aquel lugar, iba a ser la única que podría portar en el domingo que todo sucedió. Ese mosaico de la Virgen de la Esperanza de Málaga, que es tan parecida a la otra Esperanza de Sevilla, la Macarena, iba a ser el único encuentro que tendría en la calle con la Virgen; ese encuentro en la Vía Dolorosa de Jerusalén se transmutó en mi cabeza con el que otros años viví en la calle Parras (uno de los lugares emblemáticos para ver a la Macarena, ya de recogida, en la ciudad del Guadalquivir).
Fue una Semana Santa sin tambores, sin multitudes en las calles, sin mantillas ni trajes de chaqueta, sin incienso… En mi caso fue además una Semana Santa sin cervezas en la Plaza del Pumarejo el domingo, mientras esperamos el paso de la Hiniesta, procesión donde participa la corporación municipal y a la que cada año esperan los vecinos de la ajada Casa Palacio para recordarle al alcalde de la ciudad sus necesidades, en forma de manifiesto entregado en mano. Tampoco habrá cervezas en el Punto -ese bar de la calle Adriano, frente a la capilla del Baratillo- en el mediodía del miércoles con mi compadre y mi ahijado tras visitar los pasos de la hermandad donde ambos procesionarán esa misma tarde.
Mi Semana Santa, sin yo saberlo, fue ayer y resultó la más intensa, la más vividas que nunca tuve y, probablemente, la que más recuerde siempre.
Javier Polo Brazo, columnista de La Mar de Onuba, es fotógrafo, cineasta y escritor. Ente sus obras destacan el cortometraje Andar dos kilómetros en línea recta y el documental Las Altas Aceras. Desarrolla su actividad profesional en los campos de los Recursos Humanos, la gestión de calidad y la Responsabilidad Social Corporativa.
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