No era difícil prever que, en cualquier momento, esas chabolas, levantadas con los restos que arrojan los que tienen una vivienda digna, arderían. Afortunadamente, y porque el azar es lo único que, de vez en cuando, ofrece alguna protección para los desheredados de la vida, para los desposeídos de derechos, no hubo muertos. También fue una suerte para los responsables de esa situación, para las instituciones que se permiten mantener a seres humanos en tales condiciones. Ocurrió en Lepe. El pasado 13 de octubre volvieron a quemarse las infraviviendas en las que se cobijan. Unas 200 se han quemado. El resto han sido derribadas.
Cuando en nuestro propio país suenan trompetas de desamor, injusticia e indiferencia es que algo va mal, muy mal. Las instituciones democráticas son -o deben serlo- garantes del bienestar de los y las ciudadanas. Y no se forma menos parte de la ciudadanía por no “tener papeles”. Porque por encima de ellos hay dos conceptos que entran de lleno en la universalización de los derechos humanos y forman parte de sus fundamentos. Y no son otros que la justicia y la solidaridad. Los trabajadores temporales, africanos en su gran mayoría, carecen de derechos. La legislación laboral no cuenta para ellos. Viven en chabolas hechas de cartón y plástico porque los salarios que perciben, en torno a 30 € diarios, no dan para más. Trabajan de sol a sol, realizan las tareas más duras, son los nuevos esclavos en un país democrático. Y mientras el trabajo de estas personas produce riqueza, bienestar y desarrollo, se alimenta un imaginario de exclusión, segregación y xenofobia.
Lepe, en Huelva, es uno de los mayores emporios agrícolas de España. Es también, sin embargo, una de las zonas más crueles y deprimidas para las personas que allí trabajan, carentes del reconocimiento de derechos básicos. Hombres y mujeres que viven en la mayor precariedad. En muchas ocasiones, bajo condiciones de esclavitud real. Son las manos y el sudor que saca vida de la tierra. Quienes, cuando llegue el momento de comenzar con el duro trabajo que exige generar tanta riqueza, doblarán su espinazo, gotas de sudor perlarán su rostro, sus fuertes y encallecidas manos desbrozarán, ararán, cavarán, acarrearán el fruto obtenido durante interminables horas. Por poco más que la comida.
Hectáreas y más hectáreas de agricultura intensiva han hecho de Lepe uno de los lugares más prósperos de la zona. Un mar de plástico que se extiende hasta el infinito esconde una realidad a la que las instituciones dan la espalda. Temporeros mal pagados, víctimas de la xenofobia y la exclusión venden sus manos y su fuerza.
Una mala noche, unas chabolas volvieron a repetir ese macabro juego de echar a arder. El escándalo se desata pero pronto vuelve todo a la cotidianidad solo rota por algunas imágenes televisivas en las noticias del mediodía. Imágenes que pueden llegar incluso a molestar. Imágenes pasajeras incapaces de mostrar el horror de una vida entre barro y plástico reciclado.
Dos mundos se tocan sin verse. Se sienten sin conocerse. Sólo les separa una carretera pero es una inmensa e invisible frontera, la más cruel de las fronteras porque ha sido trazada sobre la injusticia y la indiferencia. El poblado chabolista de Lepe está al lado de un complejo comercial. Los que nada tienen acudirán por la noche a los cubos a remover la basura buscando los alimentos que han sido desechados por aproximarse a su fecha de caducidad.
Chabolas entre barro. Paredes de plástico y cartón. A veces, una madera encontrada en el basurero (la palabra basura parece que conjuga bien con los olvidados, con los ignorados, con los desposeídos) o un trozo de hierro. Chabolas que pueden quemarse. Y un mal día se queman.
Son personas, seres humanos con miradas que, por no saber, no saben ni culpar. Tras el incendio, a menos de la mitad de los que allí se alojaban se les trasladó al polideportivo del pueblo, de donde ahora han sido expulsados sin ofrecerles alternativa alguna. En los últimos de acogida, al que salía, aunque fuera a buscar comida, se le cerraba la puerta. “El que sale no entra” era la consigna.
El fuego, además, se ha llevado una parte importante de sus vidas. De unas vidas certificadas por documentos que demuestran su arraigo después de llevar años trabajando y viviendo en condiciones infrahumanas. Papeles que algún día les darán derecho a salir de la miseria o, al menos, a adquirir la condición de ciudadanos.
Distintas iniciativas de solución a esas infraviviendas, de realojo, se han ido sucediendo pero ninguna se ha llevado a cabo. Lepe necesita trabajadores fuertes, capaces de aguantar duras y largas jornadas de trabajo pero Lepe no ofrece, a cambio, dignidad.
Sólo queda una forma de conseguir que sus derechos sean reconocidos: la protesta colectiva, la unión para conseguir lo que les pertenece. “El incendio se produjo en dos puntos a la vez y, al parecer, se tardó mucho más tiempo del razonable para apagarlo” -cuenta un activista, Antonio Abad-. “La gente se ha movilizado para prestar ayuda. Traen comida, mantas, agua… Es importante que resistan y que se unan”.
Diez años viviendo en un poblado hoy destruido y quizás, tras el paso de las llamas, el de las constructoras que levantarán viviendas donde antes hubo chabolas. Ante la indiferencia de las instituciones, la unión de los trabajadores será una vez más el lenguaje de la dignidad.
Presidenta del Centro Unesco (Madrid). Doctora en psicología y profesora de Historia en Secundaria. Feminista y activista social ha colaborado con diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierra, Greenpeace), y se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los Derechos Humanos. Y "mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios", máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo. Actualmente en Grecia, recorre los campos de refugiados de este país, llevando ayuda humanitaria y conviviendo con los y las desheredadas de la tierra, con los huidos de la guerra, del hambre o la enfermedad. Con las perseguidas. En definitiva, con las víctimas de esta pequeña parte de la humanidad que conformamos el mundo occidental y que sobrevive a base de machacar al resto. Grecia es hoy un polvorín que puede estallar en cualquier momento. Las tensiones provocadas por la exclusión de los que se comprometió a acoger y las medidas puestas en marcha para ello están incrementando las tensiones derivadas de la ocupación tres o cuatro veces más de unos campos en los que el hacinamiento y todos los problemas derivados de ello están provocando.
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