por Elvira Sánchez
He leído mucho sobre mujeres famosas. Unas por su santidad, otras por su heroicidad. Otras por su falta de moral. Como decía Campoamor, “perdonad bellas musas si evoco en tropel los nombres que fueron escándalo o gloria Campoamor, Cleopatra, la Cava, Teresa, Raquel…”, ejemplos de mujeres buenas y mujeres malas.
Pero poco se cuenta a veces de mujeres valientes que buscaban el pan de sus hijos exponiéndose casi a diario, viniendo de los pueblos de la Sierra con sus canastas llenas de coas para vender y que gracias a ellas podíamos comer cosas como, por ejemplo, corderito de cuando en cuando.
Me acuerdo que las traían en unos cestos liados en paños blancos, muy limpios, las patitas de borrego, ¡qué ricas!, las asaduritas y el corazón, y aquellos quesitos frescos de cabra, que me acuerdo de su precio: dos reales la pieza.
Recuerdo una anécdota que nos pasó. Mi madre tenía una hermana monja del Santo Ángel. Las monjas del Santo Ángel llevaban en la cabeza una cofia blanca y almidonada y cuando venían a Huelva nos tirábamos encima de ella y la pobre cofia quedaba arrugadísima. Pero a ella no le disgustaba que digamos.
Bueno, un buen día, fuimos a estación a esperarla cuando la vimos muy seria y nos hizo una seña para que no la tocásemos (¡menuda decepción!). He aquí que baja del vagón más tiesa que parecía un robot, nos saluda muy fríamente y empieza a andar. Al llegar a la altura de la calle Rábida abre la caja y sale con los brazos cargando dos cestones de una estraperlista y se los da. La mujer, llorando, le dio las gracias y salió corriendo, y mi padre le armó una bronca de, nunca mejor dicho, padre y señor mío.
Resulta que traían las canastas y cuando las tiraban por las ventanas y sus cómplices, o compañeros o lo que fueran las recogían. Pero aquel día no sé por qué, la pobre mujer no pudo tirar la mercancía y lloraba muerta de miedo. A mi tía monja le dio pena y se ofreció a sacarla del apuro y lo consiguió.
Bueno, a buen o mal entender, creo que estas mujeres para mí fueron heroínas que se merecen un recuerdo.
Bueno, gracias por dejarme contar esta historia en vuestra bonita revista y perdonarme las faltas o expresiones, que como decía mi madre, “las faltas del mal escritor las corrige el buen lector”.
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