Por José Luis Ibáñez Salas.
ETA fue rehén de su propia violencia desatada. Sustentado en la invención de un pueblo agraviado por el Estado donde vive, el terrorismo vasco nació durante una dictadura, la del general Francisco Franco. Nació a finales de la década de 1950, cuando esa dictadura comenzaba a unir, a su legitimación victoriosa y guerracivilesca, la del desarrollismo económico.
El terrorismo de ETA recibió durante la Transición, cuando la democracia creía vencerlo simplemente con su propia existencia moral, un impulso proveniente del fracaso de la lucha antiterrorista, un impulso que, como afirma el historiador Óscar Jaime Jiménez (en su capítulo ‘De la guerra revolucionaria a la guerra de desgaste. La espiral violenta de ETA, 1968-1978’, incluido en el indispensable libro colectivo Pardines. Cuando ETA empezó a matar, coordinado para la editorial Tecnos por Gaizka Fernández Soldevilla y Florencio Domínguez Iribarren), fue “más consecuencia de una represión disfuncional que de una política ineficiente”.
Cuando el Estado, la sociedad civil que lo gobierna, superada la transición a la democracia y estabilizada ésta en España, fue capaz de comprender “que la respuesta policial es solamente una de las dimensiones de una eficaz respuesta al terrorismo”, comenzó a derrotar al terrorismo nacionalista vasco. La respuesta hubo de ser compleja para vencer a la unidimensionalidad de la lógica violenta etarra: la respuesta fue policial, sí, pero sobre todo política, legislativa, económica, social y cultural.
Los españoles tuvimos que esperar a la segunda década del segundo milenio, la segunda de este siglo XXI, para que ETA se autodisolviera, cincuenta años después de su primer asesinato, cinco décadas después de que se decidiera a ser lo que fue, una banda de asesinos que justificaba su vesania por medio de una invención histórica y una interpretación de la realidad asentada en el odio.
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