Al final era gata y no gato. Negra, eso sí, pero gata era, y con gatitos. La sorprendí cuando, de manera furtiva -tanto ella en su empeño como yo en la observación-, nos incomodamos en el momento que mejor le había parecido trasladar a uno de sus muy jóvenes herederos, y yo, investigador de cosas de escasa relevancia, me percatase de su condición de hembra y sus afanes hasta entonces ignorados. Pese a lo violento de haber roto un pacto nunca escrito, fui feliz (así es, estas cosas dan felicidad cuando uno la anhela y sabe, por fin, donde se esconde la japuta); más que ella, me temo. Así que sí, era gata, una sospecha al fin confirmada.
Aconteció con las primeras trompetas del largo ocaso onubense, allá en las proximidades a la Ría. Algo había retrasado mi salida del trabajo. Nada importante, estoy seguro. Tal vez me entretuve escribiendo una palabra nueva en el polvo que opaca la luna delantera de mi coche, tal vez no, o fue quizá que había dado la vuelta al olvidar cualquiera cosa tras un primer intento frustrado de escapar. Aquella circunstancia debió de confundir al animal, toda vez que se había cerciorado de la intimidad que es la ausencia humana en su hábitat. Y decidió sacarlo de donde fuera que lo sacó para pasearlo colgando de sus morros al modo de un muñecote. Al arrancar de nuevo para emprender una marcha definitiva nos cruzamos: «…fue sin querer, es caprichoso el azar…»
No me miró o no me quiso mirar o quién puede saber lo que pasa por el cerebro reconcentrado de una gata negra. Así que detuve el coche y, cámara en mano (teléfono móvil en mano), me aventuré estúpido a darle caza como quien pisa las palabras garabateadas en la nieve del Kilimanjaro. Lo cierto es que se hacía la loca, un no estoy si no te miro, un no me ves si no te escucho. Pero aquello no le bastaba al cazador. Debía hablarle, decirle que me alegraba por ella, que su muñecote me parecía un milagro y decirle también que sabía que era gata negra y un animal sencillamente hermoso en su faena de trasladar muñecote gatuno. Que verla de tal guisa me había hecho feliz, a sabiendas de que toda aquella mariconada le hubiese importado un carajo.
Y así se me va la vida, entre muchas -y todas en su mayoría inútiles- cosas y asuntos de escasa relevancia.
Por otro lado la chicha de la actualidad parece haberse asentado definitivamente sobre el aburrimiento. Quiero decir, hemos hecho un terrible muñeco de barro con el tedio. Como la originalidad no existe, hemos aplicado al Golem el morbo a lo más básico -supuestamente esencial- de la política. La buena noticia es que ya no vamos a necesitar Telecinco para volvernos cada vez más ignorantes.
(He de ser sincero, preferiría mil veces seguir escribiendo sobre la gata negra y sus cosas de gata negra por el mundo. Pero esto es, muy en teoría, para que lo lean otros, los improbables, y para que se pueda sacar de ello lo que sea que se saca de estas cosas. No obstante -no lo duden- pueden estar seguros: se la pienso colar a quien esto edita, alguien que por cierto y por lo visto -y según un fulano tan siniestro como un guante de látex en la consulta del urólogo-, en lo más plomizo del aburrimiento periodístico, se dedica a conspirar contra el poder -emoji carcajada con lagrimones gordos como brevas- en temas tan desagradables y serios como son los más que probados abusos cometidos a inmigrantes jornaleras desamparadas.)
Coincidía el feliz momento de mi descubrimiento con las voces que emergían del aparato de radio de mi coche alertando de lo inevitable de unas nuevas elecciones generales. Algo así como mezclar lo dulce con lo salao. Algo así como recitar musitando: «Tanta dulzura, para bien sentida,/ que digo al mal que me consume: olvida./ Y al fuerte daño que me dan: perdona.» Una oración para la imposible historia de amor entre una gata negra y servidor, escrito por otra gata, Alfonsina Storni, en momentos de tediosa inquietud.
No torcí el gesto. No maldije. No recordé siquiera fugazmente el rostro de los implicados en este nuevo asalto a la inteligencia del paisanaje. Sí pensé, pero mucho más tarde, en la pérdida de tiempo que todo esto supondría; el despilfarro de palabras, la muerte de neuronas, la poca energía que nos restaría cuando, tras la caída definitiva de otro telón (de papel de plata), sólo nos queden aquellos versos de Gil de Biedma: «De todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España,/ porque termina mal…» Aunque nunca acabe por terminar esta especie de día de la marmota en el que los españolitos siempre acabamos despertando otro amanecer en que volver al colegio electoral: «…como si el hombre,/ harto ya de luchar con sus demonios,/ decidiese encargarles el gobierno/ y la administración de su pobreza.» Es lo que esperan. Hijos de fruta.
Hacía yo esa vuelta a casa con la radio y sus voces dándole vueltas al asunto de marras, pero pensando en mi gata negra y su pequeño, también negro. La imaginé a ella, tan atareada con el peso bajo los bigotes, riéndose de mí y de las voces de la radio y ya de paso, de la mugre que cubre los cristales de mi coche. La imaginé riendo como imagino que han de reír los gatos, otro misterio.
La politología es la ciencia del insulto cuando tienes un comedor social debajo de casa. Si me paro y me pongo serio, quiero decir, si me da por hacer un análisis profundo de la coyuntura, para no perder mucho más el tiempo, el mío y el de los siempre respetables improbables, diría que nuestros políticos no son más que una partida de cabrones y de cabronas, conchabados y conchabadas, para crear el muñeco de barro que hoy nos venden única y exclusivamente con la intención de alimentar un morbo tan inexplicable como insano. Finalizado el análisis le hablo a mi gata negra y sonriente en la distancia: «Lo mismo que el enfermo desahuciado,/ que vuelve a la pared, débil, su frente,/ para morirse resignadamente/ mi espalda vuelvo a tu glacial cuidado.» Si me amparo en los primeros versos, manufacturados por Juan Ramón, de un soneto que responde, tan al caso, al título de Hastío.
Al fin y al cabo, siempre nos quedará la poesía, entre las tantas y tantas cosas de escasa relevancia. Dicho esto, no me queda otra que bautizar hoy a la gata negra de mis amores imposibles con el nombre de Poesía. Cuando me dé por la política, cantaré por Whitman: «He oído lo que decían los charlatanes sobre el principio y el fin…» Y me acordaré de ella.
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