Por Jacobo Llovo.
Un nuevo panorama se adivina en Oriente Próximo, por ahora entre bastidores. Es la zona más efervescente del planeta, escenario en tensión perenne donde los conflictos se solapan y los actores se multiplican. El conflicto árabe-israelí, epicentro de disputas durante la segunda mitad del siglo XX, permanece estático en su evolución y autodestructivo en su constancia. La guerra en Siria, la amenaza terrorista y la desconfianza hacia Irán han puesto a prueba el realismo de Israel y Arabia Saudí, dos potencias regionales con eficientes avales en el contexto internacional. La casa de Saúd, capitán del orbe árabe y suní, ya ha movido ficha hacia una posible apertura con el país hebreo. El recelo que levanta Irán, considerado antagonista por ambos, ha demostrado ser una razón de peso suficiente.
“El enemigo de tu enemigo…”
El factor más determinante para la apertura de las relaciones oficiales entre Israel y Arabia Saudí es la coincidencia en el enemigo. La Historia ya ha demostrado que este hecho une las ideas más antagonistas y las posturas más cerradas: Arabia Saudí es el estandarte actual de la comunidad suní, además de potencia en el mundo árabe, lo que supone una disputa tanto dogmática como geopolítica con Irán, fuerza regional abanderada del chiismo. En el caso de Israel, es visto como la nación invasora que mantiene bajo su control lugares santos del islam —además de la opresión hacia los palestinos—, lo que el conservadurismo de Teherán traduce en un conflicto político entre potencias regionales.
En 2015 Irán firmaba un pacto nuclear con la Unión Europea y el G5+1 —Reino Unido, China, Francia, Estados Unidos, Rusia y Alemania— para cortar la carrera del enriquecimiento de uranio a cambio de levantar progresivamente las sanciones impuestas por ello. Ya durante el transcurso de las negociaciones, tanto Arabia Saudí como Israel rechazaron categóricamente cualquier tipo de acuerdo; la desconfianza inmutable que les suscita la república islámica hacía inviable su conformidad.
El armamento nuclear iraní es visto como una amenaza vital para Israel y una superioridad geoestratégica frente a Arabia Saudí. Ambas razones se sustentan con una contundencia suficiente como para plantear una solución compartida en las esferas de poder de los dos países. En los últimos tiempos ha habido gestos por ambas partes que abren tal posibilidad. El príncipe heredero saudí viajó a Estados Unidos el pasado abril y reconocía en una entrevista con el periodista Jeffrey Goldberg —judío y con carrera militar en Israel— el derecho de Israel a tener un Estado, algo con un simbolismo sin precedentes en una persona de su posición. No obstante, aunque el tema iraní puede ser la razón prioritaria, puede convertirse en una ventana a la continuidad de las relaciones y el desanudo de ciertos temas enquistados.
Eso sí: este vínculo costaría un precio a la casa de Saúd. Su régimen deberá encarar la crítica de la comunidad islámica, especialmente en una parte de ella, que se sentirá traicionada. Sin embargo, Jordania y Egipto, las dos naciones árabes con mejores relaciones con Israel —y que lo reconocen—, han superado la controversia y se han visto beneficiados por la alianza. Ciertamente, a Riad la beneficiaría semejante aliado: infraestructura para potenciar sus recursos naturales, intercambio fluido de inteligencia antiterrorista y un avalista a la hora de tratar con Washington. Por su parte, un aliado más en la región —especialmente un líder regional y comunitario— daría a Israel credenciales contundentes en el entorno, capaces de abrir alternativas para rebajar la tensión hacia los palestinos.
Mohamed bin Salmán, la nueva generación saudí
Desde que su figura cobró relevancia en 2015, el todopoderoso príncipe heredero Mohamed bin Salmán ha dejado constancia de su voluntad por cambiar la dirección de la monarquía saudí. Varios gestos delatan que su realismo no es obstáculo para tomar decisiones en un país anquilosado en su tradicionalismo; el joven líder es consciente de la necesidad saudí de evolucionar en aspectos estructurales de la nación para adecuarse al futuro más cercano. El proyecto 2030, el permiso de conducción para las mujeres, la apertura de cines, el permiso a líneas áreas para cruzar espacio aéreo saudí desde Tel Aviv o ciertas respuestas sobre temas delicadoshan probado que Bin Salmán quiere reformular las vísceras del reino del desierto. Con este fin, el heredero al trono ejecutó el jaque sutil a aquellos que veía como una amenaza para su liderazgo; el caso de su primo Mohamed bin Nayef o el del príncipe Mutaib bin Abdulá, posible competencia directa a la Corona, fueron muestras de ello. Otros familiares que suponían a sus ojos una amenaza fueron también encarceladosen hoteles de lujo, muestra de la determinación de un plan trazado.
Si bien sus formas han carecido en muchos casos de sutileza diplomática —como la guerra que lleva alimentando en Yemen desde 2015, que incluye el bloqueo de ayuda humanitaria—, Bin Salmán demuestra su falta de temor ante un cambio al que el reino saudí se resiste desde hace décadas. La coyuntura, desde su perspectiva, exige reformar el orden tradicional saudí, lo que incluye nuevas vías de desarrollo en un marco variado de esferas, no solo la política. Bin Salmán sabe que Arabia Saudí necesita diversificar sus recursos, hoy totalmente dependientes de una fuente primaria y única: el petróleo. También sabe la paupérrima condición militar del reino, que lo ha llevado a acelerar apresuradamente el gasto en defensa. Desde su ascenso, ha direccionado la política a fortalecer las múltiples carencias de la nación saudí; es en este contexto donde un aliado con la capacidad de Israel puede resultar sumamente funcional, un hecho que la casa de Saúd no pasa por alto.
Una de las demostraciones más claras de la existencia de relaciones con Israel fuera de los libros del Estado fue la compra a Egipto de las islas de Tirán y Sanafir, en la entrada del golfo de Ácaba, como activo estratégico y comercial. La operación exigía el beneplácito del país hebreo, ya que estos islotes fueron la mecha de un enfrentamiento con Egipto en 1967. Tel Aviv ha debido aceptar —siempre entre bastidores— el cambio de manos de un aval geoestratégico para su ruta marítima. Que Israel aprobara este cambio de propiedad encierra un simbolismo importante, además de sugerir una relación oficiosa entre dos países plenamente conscientes de los beneficios de una colaboración.
De conflicto árabe-israelí a causa palestina
Antaño, el conflicto árabe-israelí unía a toda la comunidad árabe y, especialmente, a la musulmana, ya que incluía a países no árabes como Turquía o Irán. El siglo XX transcurrió con el destino de los palestinos como una suerte de nexo cultural: Israel era el enemigo de todos, capaz de implicar a toda nación árabe, de forma directa o indirecta, en la causa palestina. No obstante, la Casa de Saúd ha mantenido históricamente una postura moderada en el conflicto palestino-israelí; de hecho, Arabia Saudí nunca ha entrado en guerra con Israel, aunque sí clamó contra la situación de los palestinos. Sin embargo, varios países de la región, tras concatenar derrota tras derrota contra la nación hebrea, fueron replanteándose su relación con el Estado israelí. El primero fue Egipto, que, tras perder territorio y soberanía, acabó aceptando el trueque de su tierra perdida en la guerra a cambio del reconocimiento del Estado israelí en 1978. A El Cairo siguió Amán: de la mano del rey hachemí, Jordania aceptó la Resolución 242 y con ello abría oficialmente las relaciones con el país vecino en 1994.
Ambos países pagaron un precio en reputación por el viraje diplomático, pero ya entonces estadistas de ambos países fueron conscientes de que la relación con Israel conllevaba unas ventajas que la comunidad árabe no tenía capacidad de proporcionar. Aún hoy, el vínculo sigue probando su utilidad: Israel ha sido un agente importante en el intercambio de información y apoyo contraterrorista, además de facilitar infraestructura en ciertos ámbitos de desarrollo.
En Oriente Próximo el conflicto palestino-israelí está anquilosado por la propia indisposición interna, sepultado por guerras civiles, rebeliones y levantamientos, que han desenfocado la causa de los palestinos por recuperar su tierra. La evolución de los últimos años demuestra la falta de iniciativa y la ausencia de una renovación de enfoques de las partes implicadas, incluidos los actores externos que durante la segunda mitad del siglo XX se inmiscuyeron en una causa que por entonces veían como propia, pero que ahora ven ajena. La naturaleza del conflicto no ha cambiado, pero el tablero en el que se libra sí. Sin el conflicto árabe-israelí en la primera página de las agendas gubernamentales, la comunidad árabe ha perdido una razón que la unía y que justificó muchos fueros y alianzas. Con la parálisis en la causa palestina, el acercamiento entre Israel y Arabia Saudí puede encontrar su coyuntura en un escenario con amenazas comunes mayores.
La cotización de la infraestructura
Israel es, con diferencia, el país más desarrollado de la región. Su peso económico se sostiene sobre la inversión en tecnología y desarrollo. Aun si se trata de un Estado joven, la comunidad hebrea no lo es. Ya antes de nacer Israel en 1948, los judíos procedían de diversos puntos cardinales del mundo y contaban con una capacidad y una formación que más tarde ayudarían a la creación de un Estado preparado para explotar su técnica, siempre bajo el patronazgo de Estados Unidos, indispensable para levantar una nación con tal solidez en sus infraestructuras. Para ello, el papel del Lobby Estadounidense Pro-Israel como puente y canal de influencia ha sido siempre crucial.
Asimismo, gracias a su carácter militarista, Israel ha conseguido dirigir su tecnología hacia otras esferas. El terreno agropecuario y de riego y la optimización de recursos son áreas en las que la nación judía ha invertido toda su tecnificación, consciente de sus límites en territorio y recursos naturales. Ante esta situación, no es de extrañar que países como Arabia Saudí, con desmesurados recursos naturales —y financieros—, vean la posibilidad de abrir una vía con Israel que le permita sacar el mayor rédito para desarrollar unas infraestructuras necesitadas de evolución.
Israel juega con los tiempos
Israel tiene el tiempo de su lado. Mientras los conflictos perpetúan la inestabilidad de varios países árabes, Tel Aviv sigue en su progresión independiente del entorno, a la espera de que los acontecimientos en la región renueven las posturas y de que la coyuntura lleve a la oportunidad de reconocer la existencia y legitimidad del Estado hebreo, pese a sucesos como el traslado de sus embajadas a Jerusalén o la respuesta violenta a las protestas palestinas.
Desde la perspectiva saudí, cualquier acercamiento o gesto público a Israel supone un coste en imagen y reputación. Una factura que no saldría barata para las relaciones tanto dentro de su esfera de poder como hacia países islámicos, especialmente aquellos con cierta influencia en la región, como Turquía o Irán, que no perderán la oportunidad de sacar partido de la contradicción diplomática e histórica que supone que un Estado árabe sin pérdida de soberanía a manos de Israel entable relaciones oficiales con él. Aún más hoy, con una unidad árabe diluida por los últimos episodios, el estallido de revueltas y revoluciones en diferentes países ha cambiado el liderazgo y resquebrajado la red de alianzas imperante durante décadas. Ante este escenario, la corte de poder saudí deberá convencer del valor de las relaciones oficiales con Israel; parte de la opinión pública se mostrará crítica tras siete décadas de ataque mediático a la presencia y acción israelí en la región.
A diferencia de Israel, las esferas de poder árabes no han sabido calcular los sucesos de los últimos tiempos; enfrascadas en disputas por el poder, han olvidado las razones que las llevaron a combatir unidas. En este contexto, Israel ha sido la gran beneficiada por las erupciones político-sociales en cada nación de su entorno. No obstante, las acciones israelíes en Gaza y el peso simbólico de trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén han vuelto a situar en los titulares al Estado hebreo; aunque Riad ha mostrado su desaprobación hacia estos gestos, no parecen tener el peso suficiente para dislocar las relaciones informales entre ambos. La presencia iraní en Siria y el reciente viraje estadounidense respecto al pacto nuclear con Teheránsuponen razones de envergadura para presentar líneas de pensamiento parejas.
La Historia siempre acaba mostrando su realismo
Actualmente, no hay nada oficial. No sorprende, ya que ver a líderes de la casa de Saúd dispuestos a aceptar al Estado israelí abriría una nueva dimensión en Oriente Próximo. Otra más.
Arabia Saudí es una de las potencias regionales, aunque solo sea por albergar dos lugares santos del islam —La Meca y Medina— y por su holgura financiera, derivada de la exportación energética. Cuenta con el respaldo de Estados Unidos, un aliado que resulta ser el padrino común de ambos países. La hegemonía regional saudí dentro del orbe árabe es cada vez más sólida, especialmente dentro de la esfera del Golfo, con la excepción de Catar. La apertura de relaciones entre estas dos potencias implicaría un nuevo orden en el dinamismo de fuerzas de la región.
El crecimiento económico que supondría la oficialidad de las relaciones es un factor estabilizador en sí mismo, obviamente potenciado por un beneplácito social que percibe sus beneficios. Además, un acercamiento oficial de la esfera suní con Israel supondría una victoria en el equilibrio de poder sobre Irán y afectaría a aliados directos de la nación persa —el componente comunitario suní de países árabes como Siria y Líbano puede jugar en beneficio de Riad—. Si consigue proyectar dentro de la comunidad suní la conciencia de que hay enemigos más peligrosos y amenazas más reales que el Estado hebreo, la transición hacia unas relaciones formales con Israel podría materializarse con mayor fluidez y críticas atenuadas, especialmente en un contexto más calmado o incluso positivo —como por ejemplo la lucha antiterrorista—.
Dentro del activo geopolítico que representa Oriente Próximo, las fuerzas que aspiran a predominar se ven obligadas a diplomacias más realistas. El caso de Israel y Arabia Saudí respecto a Irán puede resultar el ejemplo más reciente.
Jacobo Llovo Rias Baixas, 1990. Empecé con la Publicidad, acabé con el Periodismo; la curiosidad y los viajes decidieron la balanza. Quiero salir de la burbuja, averiguar el tamaño del mundo y saber lo que sucede en él. A partir de ahí, intentar contar lo que veo e investigo.