Para comprender la nominación de figuras como Donald Trump en 2016 es necesario entender cómo funciona el proceso de primarias y caucus en Estados Unidos, protagonista en la selección de candidatos presidenciales desde 1968. El decreciente peso del aparato de los partidos ha democratizado el proceso, pero la exorbitante influencia del dinero y de los medios de comunicación erosiona la fortaleza del sistema. El camino a la Casa Blanca es laborioso, pero comprendiendo correctamente los entresijos de la nominación cualquiera podría convertirse en presidente.
La selección de candidaturas presidenciales en Estados Unidos es un verdadero espectáculo político. Ya sea a través de camisetas con el nombre del “Tío Bernie”, por Bernie Sanders, gorras que defienden la necesidad de Make America Great Again o pósteres con la cara de Barack Obama y el eslogan Yes, We Can, los estadounidenses se caracterizan por otorgar gran importancia al proceso electoral. Su implicación política va más allá del mero voto cada cuatro años, ya que las candidaturas se comienzan a construir años antes del proceso formal de selección. Las primarias, mediante las que los votantes pueden demostrar sus preferencias por una u otra candidatura a través de una votación, ha contribuido a esta politización de la vida pública.
Sin embargo, la amplia participación ciudadana en el proceso es algo relativamente reciente, resultado de un polarizante hecho histórico: la guerra de Vietnam. Para comprender la victoria de Obama sobre Clinton en las primarias de 2008, el imparable ascenso de Donald Trump en 2016 o la popularidad de Bernie Sanders —que ni siquiera pertenece al Partido Demócrata— en 2016 y 2020 es necesario entender el proceso de nominación de candidaturas a través de las primarias y caucus.
Los presidentes hasta 1968, partido sobre ciudadanía
El camino que recorrieron Jimmy Carter, George W. Bush o Bill Clinton para convertirse en presidentes difiere mucho del que tomaron Franklin D. Roosevelt o Richard Nixon. Hasta 1968, salvo en contadas excepciones, los votantes apenas tenían peso en la nominación partidista de la candidatura presidencial. Como explica Elaine C. Kamarck en su libro Primary Politics, “durante gran parte de la historia estadounidense, (…) el sistema de nominación presidencial estaba controlado casi exclusivamente por los partidos políticos. El sistema tenía algunos rasgos públicos, pero era ante todo un asunto privado”. Los líderes de cada partido escogían a los delegados, que votarían a los candidatos elegidos por estos dirigentes en la Convención Nacional en la que se oficializa la candidatura antes de las elecciones presidenciales.
De esta manera, en los comicios que se realizaron hasta 1968, el aparato partidista controlaba el proceso de nominación, y la influencia de los votantes y afiliados era limitada. Esto no implica que la opinión popular fuera totalmente irrelevante: las encuestas ciudadanas tenían una influencia indirecta en la selección de candidaturas, por lo que una buena reputación era imprescindible. Asimismo, antes de las reformas acometidas en 1968 ya existían primarias y caucus —asambleas en las que se discute sobre las múltiples candidaturas y se vota a mano alzada— aunque tenían un papel secundario. La mayoría de los estados no celebraban votaciones y, cuando lo hacían, los resultados no eran decisivos, como en los llamados “concursos de belleza”. Sin embargo, algunas primarias sirvieron para inclinar la balanza a favor de ciertos candidatos, sobre todo cuando no estaba claro quién era el favorito.
Para ampliar: “¿Qué son los caucus y las primarias en Estados Unidos?”, El Orden Mundial, 2020
El proceso de primarias de 1960, por ejemplo, resultó determinante para que John F. Kennedy fuera elegido candidato demócrata y después presidente. Tras ocho años bajo de Gobierno del general republicano Dwight Eisenhower, los demócratas buscaban una alternativa que les devolviera al poder. Kennedy, entonces un joven senador, trataba de convencer a la cúpula de su partido de la viabilidad de su candidatura. Sin embargo, su catolicismo provocaba desconfianza entre los dirigentes, ya que el último precedente de un candidato demócrata católico, Al Smith, fue un sonoro fracaso en las presidenciales de 1928: solo conquistó ocho estados de los cuarenta y ocho estados de la época. De esta manera, la victoria de Kennedy en las primarias de Virginia Occidental, de mayoría protestante, fue imprescindible para demostrar su popularidad más allá de los votantes católicos.
No obstante, por aquel entonces la voz de los afiliados se encontraba mayormente silenciada por el aparato. Ese déficit democrático se puso de manifiesto durante la nominación de 1968, que tuvo lugar durante la guerra de Vietnam. El presidente, Lyndon B. Johnson —que había sucedido a Kennedy tras su asesinato en 1963—, se retiró de las primarias tras obtener malos resultados en Nuevo Hampshire, lo que animó al vicepresidente, Hubert Humphrey, a entrar en la carrera electoral. El Partido Demócrata se encontraba entonces dividido entre aquellos contrarios a la guerra, representados por Robert Kennedy —hermano del presidente asesinado y también candidato a presidenciable—, los supremacistas blancos liderados por el controvertido George Wallace, y el establishment, defensor de Humphrey. El 5 de junio de 1968, dos meses antes de la Convención Demócrata, Robert Kennedy había sido asesinado a tiros por un nacionalista palestino contrario a su postura frente al conflicto palestino-israelí.
Como favorito del partido, Humphrey no había participado en el proceso de primarias, pero se alzó con la nominación para las elecciones de 1968, que posteriormente perdió frente a Richard Nixon. Miles de personas protestaron contra la guerra frente al centro de convenciones de Chicago donde se estaba oficializando la candidatura, y más de seiscientos cincuenta activistas fueron detenidos. Humphrey pertenecía al sector favorable a la contienda de Vietnam, y su nombramiento fue visto como una traición por los activistas pacifistas y un claro síntoma de la crisis del sistema de nominación.
A consecuencia de esas protestas, el Partido Demócrata estableció una comisión interna, la Comisión McGovern-Fraser, con el objetivo de reforzar la legitimidad del proceso. Dicha comisión transformó “el sistema de nominación moderno en un sistema donde la persuasión de masas sustituyó la persuasión de las élites”, en palabras de Kamarck. Se suprimieron los caucus a puerta cerrada y se extendió la celebración de primarias: si en 1968 solo quince estados celebraron primarias, en 1976 el número ascendió a veintisiete. Por su parte, el Partido Republicano, que había ganado las elecciones en 1968 y 1972, no tuvo tanta prisa por transformar su sistema de nominación, pero se adaptó pronto al nuevo sistema ideado por sus adversarios demócratas. Además, algunos estados controlados por los demócratas adoptaron leyes para establecer primarias que afectaban a ambos partidos políticos.
Para ampliar: “¿Existen solo dos partidos políticos en Estados Unidos?”, El Orden Mundial, 2020
La nominación moderna: presidenciables populares
El primer presidenciable que entendió el nuevo sistema de selección fue Jimmy Carter. El gobernador de Georgia, casi desconocido a nivel nacional cuando se presentó a la nominación en 1976, comprendió rápidamente el peso de Iowa y Nuevo Hampshire en la carrera hacia la Casa Blanca. Ambos estados, demográficamente pequeños y poco representativos de la diversidad del país, se aseguraron un lugar prioritario en el calendario electoral: Iowa siempre es el primer estado en celebrar caucus, y Nuevo Hampshire primero en realizar primarias y segundo estado en el calendario. Este privilegio se ha mantenido hasta la fecha, aunque cada vez hay más críticas con la especial relevancia que tienen estos territorios. Tras el sonoro fracaso de los caucus demócratas de Iowa de 2020, sumado a otros fiascos como los caucus republicanos de 2012, lo más probable es que este arbitrario derecho quede abolido en los próximos años. También que el complejo sistema de caucus vaya desapareciendo de los pocos estados que todavía lo conservan.
Para ampliar: “¿Por qué las primarias de Iowa y Nuevo Hampshire son siempre las primeras?”, El Orden Mundial, 2020.
Con el sistema moderno de nominación todavía en gestación, en 1976, Carter entendió que obtener unos buenos resultados en los estados que votan pronto permitiría destacar a un candidato minoritario, impulsando su campaña y permitiéndole recabar más dinero y apoyos. La importancia de Iowa y Nuevo Hampshire a la hora de impulsar campañas modestas se ha mantenido a lo largo de los años. En las primarias demócratas de 2008, por ejemplo, un senador primerizo llamado Barack Obama estaba veinte puntos porcentuales por debajo de Hillary Clinton, antigua primera dama y senadora de Nueva York desde 2001, pero su victoria en Iowa cambió las tornas; Obama terminaría siendo elegido candidato y después presidente. Desde 1972, solo dos candidatos se han alzado con la nominación pese a no haber ganado en Iowa y Nuevo Hampshire: George McGovern, primer presidenciable tras la reforma de 1968, y Bill Clinton, en 1992.
El proceso de nominación abierto ha reducido enormemente el margen de maniobra del aparato de los partidos, que pasaron de controlarlo al completo a tener un papel residual. La candidatura rupturista de Donald Trump en 2016, por ejemplo, habría fracasado bajo el anterior sistema: el candidato mejor posicionado habría sido Jeb Bush, hijo y hermano de expresidentes; sin embargo, este se retiró de la carrera a finales de febrero. No obstante, el establishment partidista continúa ejerciendo cierta influencia, aunque con diferencias entre ambos partidos. El Partido Demócrata cuenta con la figura del superdelegado, creada en 1980 con el objetivo de devolver capacidad de influencia a la cúpula a través de cargos electos como senadores, congresistas o gobernadores. Estas influyentes figuras tienen el poder de votar a cualquier candidato, a diferencia de los delegados elegidos en las primarias y caucus estatales, de los que se sabe su voto ya antes de la Convención Nacional.
La controversia sobre si los superdelegados suponen una traición a la voluntad popular alcanzó un punto álgido en la nominación de 2016. Bernie Sanders nunca llegó a sobrepasar a Hillary Clinton en intención de voto, pero el senador de Vermont ganó en varios estados, como Nuevo Hampshire o Michigan. Sin embargo, en cuanto a superdelegados Clinton superaba ampliamente a Sanders que, debido a su condición de independiente, no contaba con fuertes apoyos orgánicos. Pese a que Sanders y sus acólitos acusaron al Partido de haber amañado las primarias, Clinton se habría alzado con la nominación en cualquier caso: sin el apoyo de los superdelegados, Clinton todavía habría conseguido el aval de 2.205 delegados frente a los 1.846 de Sanders. De todas formas, y con el objetivo de evitar una nueva polémica, el Partido Demócrata ha decidido que los superdelegados solo podrán votar en 2020 si la nominación no está clara, un escenario que no debería ser descartado.
En el Partido Republicano, pese a que formalmente existe la figura del superdelegado, en las elecciones de 2016 solo constituyeron el 7% del total y estaban obligados a votar por la candidatura que hubiera ganado en el estado al que representaran. Esta no es la única diferencia que separa a las dos formaciones políticas: pese a que ambas utilizan una combinación de caucus y primarias para elegir su representante, el proceso de nombramiento difiere. Un claro ejemplo es la asignación de delegados: mientras que los demócratas utilizan un reparto proporcional, los republicanos no tienen un método fijo para el proceso. En cada estado, los presidenciables conservadores obtienen un número diferente de delegados dependiendo de si la nominación aplica un reparto proporcional o si se utiliza un método mayoritario uninominal, por el que el vencedor conseguirá todos los delegados de ese estado.
Para ampliar: “La crisis del Partido Demócrata: una historia de sindicalistas y emprendedores”, Adrián Albiac en El Orden Mundial, 2017
Una carrera de obstáculos
Teóricamente, ahora que el papel de la cúpula de los partidos se ha reducido tanto, para alzarse con la nominación solo es necesario conseguir una mayoría significativa de delegados en las primarias de cada estado. No obstante, existen otros factores que influyen en el éxito o fracaso de una campaña.
Uno de ellos es el calendario. Debido a que cada estado puede determinar la fecha de las primarias, siempre y cuando respeten la primacía de Iowa y Nuevo Hampshire —de no hacerlo pueden recibir sanciones—, existe gran flexibilidad y el calendario varía en cada elección presidencial. Tal y como demostraron Obama o Carter, conseguir empuje en los primeros estados puede elevar las posibilidades de un contendiente, un efecto que también puede conseguirse logrando una victoria simultánea en varios estados. Ello da influencia a ciertos estados y les incentiva a adelantar sus primarias. Con este objetivo, muchos de ellos celebran sus primarias en un mismo día de febrero o marzo conocido popularmente como “supermartes”. El peso de esta cita, en la que en 2020 se deciden un tercio de los delegados totales, supone a menudo que sirva para definir el futuro de una candidatura, para bien o para mal: una victoria clara en el supermartes casi asegura la nominación, pero una derrota dificulta mucho seguir en la carrera.
Para ampliar: “¿Qué es el supermartes y por qué es tan importante?”, El Orden Mundial, 2020
Una victoria en los comicios tempranos no solo asegura los delegados necesarios para hacerse con la nominación, sino también un recurso imprescindible: dinero. La decisión de la Corte Suprema conocida como Citizens United v. FEC, de 2010, permitió que grandes empresas participaran de forma activa en las candidaturas aportando dinero a las mismas de forma ilimitada. Este controvertido fallo permitió la creación de los llamados Super PACs, comités de acción política con grandes fondos que apoyan o se oponen a candidaturas políticas, teóricamente de forma independiente. De este modo, este dictamen extendió la supervivencia de potenciales presidenciables que anteriormente se habrían quedado sin financiación tras fracasar en los primeros comicios, como demostraron las primarias republicanas de 2012, que acabó ganando Mitt Romney: tanto Rick Santorum como Newt Gingrinch tendrían que haber abandonado antes su fallida carrera presidencial de no haber sido por el respaldo económico de los Super PACs.
Asimismo, la ley permite que los candidatos se financien personalmente su propia campaña presidencial invirtiendo dinero de forma ilimitada, como ha sido el caso de Mike Bloomberg en las primarias demócratas de 2020. El multimillonario empleó hasta febrero de 2020 aproximadamente unos 410 millones de dólares únicamente en anuncios televisivos, una cifra superior a todo el dinero invertido en conjunto por Clinton y Trump en los anuncios de televisión de sus campañas presidenciales, incluyendo primarias. Disponer de dinero es tan necesario o más que conseguir apoyo popular o los avales de miembros influyentes del partido, lo que explica por qué los candidatos emplean tanto tiempo en recaudar fondos para su causa, tanto de empresas como de ciudadanos particulares.
Para ampliar: “The Citizens United era of money in politics, explained”, Andrew Prokop en Vox, 2015
Los medios de comunicación también juegan un papel fundamental en la lucha por alcanzar la Casa Blanca. El ejemplo más claro del impacto que puede tener el cuarto poder en una candidatura es Donald Trump. En febrero de 2016, Trump invirtió diez millones de dólares en anuncios, una cifra irrisoria comparada con los ochenta y dos millones de Jeb Bush. Sin embargo, Trump consiguió cuatrocientos millones de dólares en publicidad gratuita en los medios en ese mismo periodo, aproximadamente el mismo dinero que John McCain gastó en toda su campaña presidencial en 2008. Una investigación del Washington Post determinó que, entre otros factores, su polarizante personalidad y los beneficios que sus constantes salidas de tono generaban en los medios favorecieron que recibiera tan amplia cobertura mediática. En diciembre de 2015, casi un año antes de las elecciones, Trump ya era el segundo candidato de la historia del país con mayor cobertura mediática en comparación a su popularidad: mientras que la cuota de atención mediática de Trump era del 54%, su apoyo era del 32%.
En definitiva, la reforma de 1968 popularizó la selección de candidatos a la presidencia, dando mucho más peso a los votantes en detrimento del aparato partidista. Democratizar las primarias potenció el poder popular en una época de profunda crisis de legitimidad, representada por la divisiva nominación de Humphrey para las elecciones presidenciales de 1968. A consecuencia de ello, esta reforma también abrió la puerta a candidatos antiestablishment que antes nunca habría sido elegidos y ahora pueden conseguirlo con el apoyo ciudadano. Trump es el ejemplo más claro, pero la popularidad de Sanders —que en el momento de publicar este artículo lidera las primarias demócratas de 2020— también se apoya, en parte, en dicho cambio. Mecanismos de contención como los superdelegados no han conseguido frenar el impulso social, y el margen de maniobra del establishment demócrata y republicano se ha visto enormemente reducido.
Pese a ello, el sistema todavía se enfrenta a varios retos que erosionan su eficacia. El más claro es la influencia desproporcionada de Iowa y Nuevo Hampshire, estados racialmente homogéneos que no representan la diversidad del electorado estadounidense. Por otro lado, el apoyo ciudadano no asegura automáticamente la nominación, ya que el sistema de elección es indirecto, a través de delegados. Además, la desorbitada influencia del poder económico y de los medios de comunicación todavía les reserva un papel fundamental en las primarias. Se ha avanzado mucho desde que los candidatos eran elegidos en salones de fumadores por un grupo de hombres blancos alejados de la realidad de la calle, pero todavía queda mucho por cambiar para que el proceso de primarias y caucus no esté tan fuertemente condicionado por influencias externas, y que la democracia estadounidense sea más transparente y justa.
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