Franco y el Estado de Bienestar

por José Luis Ibáñez Salas


 

Durante el llamado segundo franquismoel desarrollismo promovido por los tecnócratas, con Laureano López Rodó a la cabeza desde que en 1962 se convirtiera en comisario del Plan de Desarrollo Económico, arrancó en diciembre de 1963 con la promulgación del Plan de Desarrollo económico y social para el periodo 1964-1967, el conocido como Primer Plan de Desarrollo, y continuó en febrero de 1969 con la del Segundo Plan de Desarrollo y en 1972 con la del Tercero.

En palabras del historiador Juan Pablo Fusi, lo que buscaba esa política era que la modernización y la prosperidad “garantizasen la paz pública y eliminasen los riesgos de tensiones y enfrentamientos sociales” con el objeto de facilitar “la continuidad del régimen”.

Y aunque esa política no logró esa paz pública, España vivió por vez primera una auténtica prosperidad que alcanzó a casi la población entera hasta convertirse en una auténtica sociedad de consumo. Ese “milagro económico” que provocó una “vertiginosa revolución española del consumo” (Nigel Townson dixit) fue de una intensidad mayor que el italiano, por ejemplo. Si en el contexto de los países del Mediterráneo su economía era la más poderosa salvo la italiana, se puede afirmar además sin lugar a dudas que, en 1975, España ya había ingresado en el elitista “Primer Mundo” y se hallaba inmersa en el llamado “estilo de vida occidental”.

Todo ello no quita para que puedan ser consideradas una serie de carencias notables, de graves limitaciones: escaso apoyo a la investigación, estancamiento agrícola, regresión fiscal, dureza de las condiciones laborales en general, exceso de emigración externa, persistencia de núcleos de pobreza… Carencias motivadas por la manera en que el franquismo había acometido su propio camino hacia la modernización que contemplaba la negativa a llevar a cabo una verdadera reforma fiscal para no socavar sus principales apoyos y la renuncia a la clase de pacto social habitual en las democracias occidentales. Lo cual a su vez redundaría en un triple fracaso: el de la expansión de las infraestructuras, el de la racionalización del sector público, tan ineficaz, o el de la redistribución de la riqueza propia del Estado de bienestar. A lo que habría que añadir una también desigual distribución regional de la riqueza, pese a que se intentó acabar con ella por medio de las políticas de polos de desarrollo.

Y es que, además, como se han encargado de aclararnos los historiadores Pablo Martín Aceña y Elena Martínez Ruiz, “el intervencionismo del Estado no desapareció […], la libertad económica, como la política, nunca llegó a materializarse”. La intervención pública continuó incluso durante los años del desarrollismo y “se concentró en dos áreas fundamentales: el sector industrial y los mercados de factores (trabajo y capital)”.

Martín Aceña y Martínez Ruiz nos brindan la antesala del cierre de este epígrafe.

“La política económica del desarrollismo puede definirse como la rectificación parcial de los excesos de la autarquía”. Asimismo, el crecimiento no se debió al franquismo, si bien la mayor virtud de la política económica llevada a cabo por los hombres designados por Franco fue “no ponerse en el camino del progreso”. 

Y el historiador alemán Walther Ludwig Bernecker nos ayuda para el colofón:

“La mayoría de los cambios que siguieron a la modernización autoritario-conservadora del desarrollismo de los años sesenta eran consecuencias no intencionadas de las medidas económicas de modernización”.

[…]

Entre 1960 y 1975 se produjo en España un triple fenómeno, dominado, como siempre durante la dictadura de Francisco Franco, por la figura preponderante del Generalísimo. Por un lado el ya citado desarrollismo, por otro un cierto deambular en el filo de la incógnita permanente del ¿después de Franco qué? y, por último, un leve aperturismo a caballo del nuevo nivel de vida, del acercamiento al estilo vital occidental, mediatizado de alguna manera por el descenso de la actividad política directa del dictador, cada vez más convertido en un mero símbolo −pero qué símbolo, dominador absoluto siempre de las últimas decisiones− de la misma política irreductible e incapaz de la reconciliación expresa con el vencido en la guerra de los años treinta.

No obstante, es preciso dejar claro, cuanto antes, que en ningún modo resulta procedente identificar ese aspecto positivo del franquismo en cuanto dinamizador de la sociedad española que dará como resultado el Estado social y de Derecho, así como el Estado de bienestar de que gozamos (esperemos que sigamos gozando este último cuando leas esto, lector, dados los tiempos que corren, por cierto), con una divisoria de periodos según la cual hubo un franquismo malo, el anterior a la modernidad traída tras la decidida liberalización económica, y uno bueno que corresponda con ese segundo franquismo de que venimos hablando y que permita la llegada de la democracia. Nada más lejos. Calificar el franquismo es imposible fuera de las palabras que ronden lo ignominioso de una dictadura personal ocultadora de la dominación de un grupo social corrupto e insolidario al que se protegió con el ejercicio de una represión que duró hasta los últimos meses de la vida del autócrata. 

El franquismo no murió de éxito, murió de muerte natural como ya sabemos, pero el desarrollo económico que protagonizó la década de los años 60 y el arranque de la siguiente, así como la mismísima celebración de los afamados 25 años de paz escondían una contradicción de fondo que en realidad eran varias. Esa disonancia sería al final la clave de porqué el régimen de Franco se diluyó con tanta facilidad a la muerte de su principal protagonista.

Un régimen que llegaba tarde a poner los cimientos del Estado de bienestar, pero que era capaz de aprobar a finales del año 63 una Ley sobre bases de la Seguridad Social que unificaba los procedimientos públicos de protección de los trabajadores y los de previsión para los mismos, al tiempo que generalizaba la asistencia médica y dotaba a los jubilados de un nuevo sistema de pensiones, si bien el Estado no se equipararía a los empresarios y a los empleados en cuanto a cotización hasta… 1972, cinco años después de la entrada en vigor de la Ley de Seguridad Social. Una modalidad que en 1973 no obstante logrará dar cobertura sanitaria nada más y nada menos que a más del 80 % de los trabajadores. Es lo que, en definitiva, autores como Álvaro Soto prefieren llamar Estado de asistencia social, para marcar la nítida barrera con el de bienestar.

Si el desarrollismo y su sistema de progresiva generalización de la asistencia a los trabajadores legitimaba al franquismo en unos tiempos en los que el entorno del país estaba compuesto casi por completo por sociedades opulentas, y democráticas, y generaba un bienestar que de alguna forma podría crear una sociedad acomodaticia respecto del régimen, al mismo tiempo hacía surgir unos niveles de conflictividad en aumento. Serán las tensiones propias de la modernización. Tensiones que fueron de la mano de la ineficacia de un Estado en suma corrupto. 

Estos textos pertenecen a mi libro El franquismo, publicado en 2013 por Sílex ediciones.