Espectáculos políticos en tiempos de política-espectáculo

María Hervás y cinco compañeros de elenco durante una representación de Jauría, con dramaturgia de Jordi Casanovas, dirigida por Miguel del Arco y producida por Teatro Kamikaze. Vanessa Rábade / Teatro Kamikaze
por Gaston Gilabert

 

 

El siglo XXI ha visto un auge del teatro de denuncia social, que refleja problemas de la más rabiosa actualidad y que muchas veces adopta la forma de teatro documental para darnos un baño de realidad. Pensemos en Jauría de Jordi Casanovas, dirigida por Miguel del Arco, cuya dramaturgia se compone exclusivamente de la transcripción del juicio a La Manada, con las intervenciones que realizaron ambas partes ante el órgano judicial.

Ficciones que reflexionan sobre el ahora

Pedro Casablanc en el papel de Luis Bárcenas en la obra Ruz-Barcenas, de Jordi Casanovas, dirigida por Alberto San Juan.

El teatro político, que teorizó Erwin Piscator y que tanto influyera en las propuestas dramáticas de Bertolt Brecht y de Peter Weiss, repercute también en otras formas lejanas al teatro documento. Obras de ficción, pero no por ello menos incisivas, pues incorporan una mayor intervención del dramaturgo, y sacuden al ciudadano con debates políticos de actualidad.

Las últimas obras de teatro de Juan Mayorga, Lluïsa Cunillé o Josep Maria Miró, por ejemplo, empujan a los espectadores, a través de ficciones, a la reflexión vinculada a problemas sociales vigentes. Las consecuencias de la crisis económica, el vínculo de las nuevas generaciones con la memoria histórica o la violencia de género son algunos de los temas que han tratado.

En este sentido, la citada Jauría y Temps salvatge de Miró abordan una problemática similar y fomentan la reflexión crítica de la ciudadanía. Sin embargo cada una lo hace desde estrategias y estéticas radicalmente distintas, ambas compatibles en el ancho campo del arte y también necesarias en una democracia sana.

La poderosa voz del pasado

La actualidad social no solo puede abordarse desde la creación dramática actual, sino que también lo hace a partir de puestas en escena de textos antiguos. La historia del teatro está plagada de textos que tocan teclas universales y siguen moviendo resortes en nuestras sociedades, de modo que la adaptación de clásicos –y toda puesta en escena actual de obras pertenecientes a una época clausurada es per se una adaptación en mayor o menor medida– representa una oportunidad para conectar con los espectadores y sugerirles vínculos con injusticias sociales que reconocen y que han cambiado de disfraz pero no de cuerpo.

Desde esta perspectiva, representar un Shakespeare, un Molière o un Lope de Vega hoy, puede ser también una bomba de relojería para el intelecto del auditorio. Stephen Greenblatt, en El tirano: Shakespeare y la política, habla de un prototipo de gobernante propio de tiempos absolutistas pero que a los lectores nos recuerda a un perfil del siglo XXI: el político narcisista, polémico y desvergonzado, que, pese a formar parte de una élite aporofóbica, logra atraer el aplauso de la masa de súbditos empobrecidos por las continuas crisis económicas, y que no duda en divulgar falsedades o en presentar versiones maniqueas de las cosas. ¿Nos suena? La posmodernidad tiene más deudas de las que pensamos con la cultura del Barroco.

El lugar para el intercambio de ideas

Una de las posibles respuestas al auge contemporáneo tanto de espectadores como de propuestas de teatro de denuncia social en sus múltiples formas es la ausencia de una auténtica ágora pública para el debate de ideas, pues ha quedado desvirtuada por el mal uso de sus agentes.

Hannah Arendt ya vio el cometido fundamental de este espacio derivado del ágora griega y Jürgen Habermas halló sus huellas en los cafés decimonónicos previos al desafío del mundo digital.

En el presente, determinados políticos han aprovechado la multiplicidad de canales de los que disponen, no para promover el desarrollo y el contraste de ideas fecundas, sino para convertirlos en su tarima. Desde ella, fomentan un espectáculo mediático ininterrumpido, pues el consumidor de discursos digitales busca, por lo general, un entretenimiento constante que no le haga cuestionar sus convicciones.

Los temas sensibles, de especial repercusión social, son reducidos a arma arrojadiza para atacar al oponente con falacias ad hominem en una dialéctica de antítesis amigo/enemigo, aliado/traidor que empobrece el desarrollo de ciudadanos críticos. Estos espectáculos, a menudo grotescos, pueden verse cada vez con mayor frecuencia en los debates electorales y en las ruedas de prensa de muchos representantes políticos.

Políticos teatrales, teatro político

El vaciamiento de reflexión social en el debate público ha sido colmado por dosis de teatralidad usurpadas por los políticos al mundo del espectáculo, de modo que no es de extrañar que se produzca un baile de máscaras. En virtud del cambio de roles, es la escena teatral la que reivindica ahora con mayor fuerza su capacidad de visibilizar problemas de interés común y los representa desde una pluralidad de visiones y personajes que permitan al espectador pensar el presente.

La identificación emotiva y acrítica del auditorio con el personaje central de la trama argumental, que Brecht desahució de las tablas con su teatro épico, ha regresado. Pero no al ámbito del teatro, sino que ha sido rescatada por el populismo político contemporáneo mediante la sacralización de sus líderes y sus dogmas, hacia los que se busca una adhesión sin fisuras.

De un lado, el modelo falaz de identificación que proyectan estos políticos metidos a héroes de teatro pasa por unos supuestos ideales de campechanismo, patriotismo, meritocracia y pureza ética, entre otros elementos de ese theatrum mundi de apariencias. De otro lado, sus intervenciones guionizadas les hacen tratar los temas que más preocupan a la sociedad como algo unívoco, cerrado y resumible en una sentencia breve.

Ante este fenómeno de dejadez de uno de los motores de la democracia, dramaturgos, directores y públicos de teatro están pidiendo cada vez más a los teatros públicos –y las carteleras de los últimos años son una clara demostración– que cumplan su función de formar al ciudadano crítico, que programen espectáculos que fomenten el debate de ideas, que saboteen los discursos altamente ideologizados y que sean botica de remedios contra fanatismos de todo pelaje.


Gaston Gilabert es profesor de literatura y teatro en la Facultad de Filología y Comunicación de la Univ. de Barcelona. Tiene dos licenciaturas (Derecho y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada), un máster de literatura española y un doctorado en Estudios Lingüísticos, Literarios y Culturales por la Universidad de Barcelona. Su tesis, sobre teatro del Siglo de Oro, fue galardonada con el Premio Internacional «Academia del Hispanismo» de Investigación Científica y Crítica sobre Literatura Española. Ha impartido conferencias sobre literatura y teatro en Buenos Aires, Venecia, Montréal, Zurich, Münster, París, Nueva York, Heidelberg, Basilea, entre otros lugares y ha realizado estancias de investigación en el CSIC-Institució Milà i Fontanals; en la Universidade de Santiago de Compostela; en el Graduate Center (City University of New York); y en la Università del Piemonte Orientale, en calidad de visiting scholar.
Artículo difundido por The Conversation

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