Sábado, 20 de noviembre de 2021. Recuerdo que correteaba con los amigos de entonces una infancia proletaria en un barrio puramente obrero cuando de alguna parte llegaba a mis orejas que, una vez más, los de Astilleros habían pegado fuego al puente Carranza.
En casa se comía de lo que daba el destajo de la estiba portuaria y los “chapús” que mi padre conseguía.
En ese país de la infancia mi barrio colindaba con otros en los que la ruina se acomodaba tanto o más como en el mío. Barriada de la Paz, Cerro del Moro, Guillén Moreno… demasiados. Entonces el casco antiguo de la ciudad no era esa puta con la que hoy se especula impúdicamente. Hablo de los espacios que habitaba la clase trabajadora y en el que la pobreza asfixiaba porque ya entonces lo que había sido un paraíso industrial estaba siendo desmembrado por las políticas de la inmolación. Cádiz iba a ser una ciudad para el turismo. Se dejaba al olvido la propia razón de ser de un lugar, cuya posición en los mapas, otorgaba el privilegio de ser infinitamente rico gracias a una trimilenaria relación con el mar.
El fuego y el combate en el puente Carranza se daban por cambiar un futuro que hoy ya conocemos. Y yo era un niño. ¿Cómo iba a saber entonces que aquel fuego, tan vivo y justificado, ardía para que los tres hijos de mi madre no se tuvieran que ir al quinto coño a buscarse las habichuelas?
Para colmo de males, por estos barrios proletarios del Cádiz de mi niñez, galopaba con rabia el caballo de la muerte. No pocos de los que exponían sus perfiles a las pelotas de goma en los enfrentamientos con la policía acabarían enterrados por los cascos de la heroína. Fue una lucha de desgaste en la que perdieron los de siempre. Eso sí, peleando hasta el final: los metros que se ganaban en las trincheras eran malvendidos por los sindicatos de clase en los despachos. En su transcurso no había familia en los barrios gaditanos a los que no tocaba, de un modo u otro, la lucha obrera. En cualquier caso, probablemente de forma bienintencionada, nada nos explicaban a aquellos niños de los ochenta. Nadie nos contó que seríamos los herederos de la derrota. Nadie nos dijo que bajo ninguna circunstancia se habría de enterrar el hacha de guerra. Que sólo los muertos logran ver el final de ésta.
La memoria es un lugar en el que uno siempre está perdido. Pero vuelvo a ella y puedo ver muchos rostros barnizados por la pesadumbre de los lunes al sol: la amenaza del desempleo somete a cualquiera hasta extremos inhumanos. Y aunque la genética gaditana es la del buscavidas, la del currela desesperado, se nos vendió con éxito como gondoleros felices y graciosos que en febrero salían a las calles a cantar. Ignoran quienes nos compraron que en nuestro pedigrí se subrayan los nombres de quienes sostuvieron un puerto comercial de gran importancia, con su más que fructífero tejido industrial, unos inmensos diques astilleros y, en definitiva, todos los mimbres para construir un eterno presente de riqueza laboral que se nos arrebató a los niños que correteábamos por los barrios proletarios de cuando ardían neumáticos en el puente Carranza. Lo que se perdió de aquellas fue la dignidad y la propia vida de una ciudad y sus gentes.
Hoy el fuego resurge de nuevo. Se trata de la resistencia. Allí están muchos de los niños que fuimos. Han pasado tantos años. Tanto terreno perdido. Se trata de mantener alta la cabeza frente a la agresión. Se trata de no ser más pobres todavía. Se trata de, al menos, conservar el mísero pan que brinda esta irreversible ruina. Y aunque al otro lado de las barricadas visten de azul al enemigo, el enemigo sigue siendo el mismo de tantos años atrás: los que mamaron cuando tuvieron que mamar y por ello heredaron para la posteridad todas las orillas de las playas que bañan la ciudad de Cádiz; donde quienes hoy pelean mantienen enterrado, como tesoros y sueños, el futuro que nunca habrían de alcanzar.
Hoy observo desde la distancia y el cariño una ciudad de la que siempre me he sentido expulsado en todos los sentidos. Aunque nací allí nunca seré un gaditano más. Sí fue gaditano, sin embargo, el niño que fui, el que a veces escuchaba que los de Astilleros habían vuelto a pegar fuego al puente Carranza. En estos días lo rescato de ese laberinto llamado memoria para decirle, desde el exilio que es también la edad: ¡Viva la lucha obrera! ¡Bravo por los trabajadores del sector del metal! ¡Y viva Cadi, cohone! Hoy sí lo hago.
Eduardo Flores, colaborador habitual de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).
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