Parece ser que lo único cierto en estos días es la incertidumbre. Qué estupenda contradicción. Importa poco cuánto te informes. Tras deglutir la noticia, una cualquiera, sentimos un punto incómoda la digestión. Y es que creemos ignorar más que nunca el futuro que viene. Cuando en realidad, mucho me temo, siempre ha sido así.
La crisis sanitaria y sus síntomas socioeconómicos han dinamitado nuestro día a día de feliz y estúpida cadena de montaje. Filosofamos como si tal ejercicio nunca hubiese existido. Es habernos dado de bruces con la necesidad de explicarnos. Lo que diferencia la actualidad de la debacle que se originó en 2008 y que, lo sepamos o no, queramos o no saberlo, también cambió el mundo. El Rubicón es una metáfora que cruzamos con más asiduidad de lo que nuestra insignificante individualidad –atrapada en la colectividad sin remedio de la masa- es capaz de percibir.
Ya antes de que un virus cabrón nos esperase al otro lado de la puerta Donald Trump se sentaba en la Casa Blanca, la ultraderecha se movilizaba con éxito por la vieja Europa hasta meternos en el Congreso a un partido como Vox. Antes de que un virus pandemiase nuestras retinas ya existía La isla de las tentaciones, Spiriman y Eduardo Inda. Antes de que un virus nos encadenase los tobillos ya gritábamos ¡vivan las cadenas!
Celebrábamos la ignorancia que nos permitía sentir un espejismo de felicidad. Un vivir vacuo.
En el mismo momento que nos vendieron la moto del mundo globalizado, aquellos agentes comerciales de lo bueno, bonito y barato habían forjado a fuego la letra pequeña que, al modo de las del anillo único del universo Tolkien, venían a decir que era una moto para gobernarnos a todos, sobre todo y, lo más grave, pese a cuánto se habría de perder por el camino.
La frontera entre la necesidad y la libertad es ya un muro infranqueable y, más que probablemente, inamovible. La pandemia y sus consecuencias (léase confinamiento y el escenario impuesto, en el que caben desde la política de más alto nivel hasta el modo de hacer cola en el supermercado, pasando por el tratamiento mediático y su uso en redes sociales), nos ha vuelto momentánea e implacablemente real cuanto escapaba a nuestro sentir de egocéntricos bípedos implumes.
Dudo, sin embargo, y cada vez más, que de la enfermedad y la muerte (números ajenos a una matemática necesaria), tan presentes ahora, vayan a instalarse en una memoria imprescindible para la supervivencia.
Nadie puede saber si será mejor o peor el mundo que viene porque nada es futuro hasta que se vuelve presente. Hay quienes aspiramos a cierto –un mínimo- aprendizaje, eso sí. Y me refiero a aquellos para los que piensan que no es éste, precisamente, ni siquiera parecido, el mejor de los mundos posibles. Estando como estamos, en principio, en la burbuja privilegiada del “Occidente civilizado”.
La buena noticia es quizá que volvemos a filosofar. La mala es que lo estamos haciendo si como especie nunca nos hubiésemos dedicado a ello; y con los inevitables condicionantes de la desinformación que financia nuestras fuentes más inmediatas.
Pienso en los supuestamente cristalinos canales de Venecia. En la vida animal que, desconfiada con motivos, se acerca a buscarnos en las calles de las ciudades que de súbito no habitamos. En la vegetación abriéndose paso a marchas forzadas, de pronto libre, donde antes los cascos de nuestro caballo triunfador impedían crecer la hierba.
Pienso en repensarnos, en que podríamos hacerlo, en que deberíamos hacerlo. Sin ninguna esperanza, claro. Porque ya habrá quien se encargue de mercantilizar cuanto deseo llevamos acumulado a lo largo de este encierro.
Y pienso en aquello de la República Independiente de Mí Mismo. Algo en lo que voy a empezar a trabajar desde ya, esbozando en una servilleta los contornos de una pequeña casa en el campo. Con su huerto. Sus árboles alrededor. La vida más allá de los márgenes de un sinsentido que no quiero comprar porque no quiero ser esclavo más que de mi piel, mis huesos y mis entrañas.
Eduardo Flores nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).
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