Miércoles, 13 de noviembre de 2024. Han pasado ya unos días desde que la dana azotó principalmente la provincia de Valencia el 29 de octubre de 2024, causando más de 200 muertes. Como en cualquier desastre, en las redes sociales se mezclaron emociones con la incertidumbre y, sobre todo, con los bulos.
Todo ello con mucho ruido. Demasiado. Si durante años nos hemos preguntado dónde estábamos el día de los atentados del 11-S en Nueva York, ahora nos preguntamos en qué red social seguimos las noticias de la dana. Y en medio, y durante demasiados días, los bulos y la desinformación lloviendo sobre mojado.
¿Y ahora qué? ¿Cómo saldremos de esta nueva ola de desinformación? ¿Es posible salir indemnes? Reflexionamos sobre los efectos de la desinformación cuando el ruido se desvanece, cuando las heridas y cicatrices digitales también deberían empezar a sanar. Mientras tanto, dana, Bonaire y el nombre de todos los pueblos valencianos afectados son keywords –palabras clave– asociadas para siempre a la tragedia y el recuerdo de los bulos que circularon en los momentos posteriores al desastre.
El desgaste continuo de la desinformación
A veces percibimos la desinformación como una gran ola que arrasa, pero más habitualmente se trata de un fenómeno de desgaste continuo junto con algunas grandes olas producidas por hechos externos bien aprovechados. Cuando estas grandes olas se desvanecen, las pequeñas siguen ahí.
Esta nueva ola de desinformación llega allí donde antes pasaron otras. Por ejemplo, sobre la emergencia climática, sobre la violencia de género o sobre la covid. Donde parece casualidad, se entrevé una intencionalidad y los autores esperan más o menos agazapados cada nueva oportunidad.
¿Qué parecen haber ganado y qué puede haber perdido en cuanto a su reputación los desinformadores publicando noticias falsas? En primer lugar, y no es algo menor, podemos hablar del beneficio que les aporta el algoritmo, el ocupar un papel prioritario y preferente en las nuevas recomendaciones de la plataforma, un púlpito preferente donde apostolar con su nueva verdad. Y por ello, descubrir un altavoz que va a permitir a su mensaje llegar a oídos que nunca lo habían escuchado.
En muchos casos, los creadores de campañas de desinformación se creen irresponsables de sus propios contenidos y siguen hasta el próximo bulo, hasta la próxima oportunidad de laminar las instituciones, de desinformar. En ese punto es donde se crean los monstruos, donde debemos tomar cartas en el asunto y considerar los límites.
Evidentemente, no nos referimos a los que difunden desinformación con buena intención (misinformation en inglés), dándole plausibilidad, incluso como fórmula de reaccionar ante una tragedia, como forma de exorcizar su malestar. A estos sí que sería razonable recordarles que no todo vale por conseguir una emoción de sus seguidores y que hay que poner en cuarentena el contenido hasta contrastar con medios que les ofrezcan confianza.
Pero incluso a ellos debemos pedirles reflexión, como cuando se aparta del carril para que pase una ambulancia, dejar limpias las redes sociales para que no se conviertan en una fuente de ruido y podredumbre de las cuales no se puede apartar la mirada. Cuando hay tanto ruido y desinformación sería importante, pues, despejar las redes sociales de lo que no es importante, sobre todo en los primeros momentos.
¿Puede pasar factura a determinados perfiles la desinformación que han difundido con propósito?, ¿les puede servir el “si non e vero e ben trovato” –aunque no sea verdad, está bien construido– de las redes sociales? Aparentemente, podría parecer que sí, pero en algunos casos se comprueba que no es así, e incluso los autores adoptan el rol del perseguido por los poderes. Si la motivación es económica puede tener su coste, pero si es política, la pérdida inicial de prestigio puede convertirse en un peaje más en una larga carrera de obstáculos.
El propio ejemplo de los tuits de Donald Trump puede servir. Pero la gran pregunta sería con qué porcentaje de gente situada permanentemente en el negacionismo de todo tipo puede funcionar una sociedad y dónde queda la confianza en lo social, la administración y los medios de comunicación ante todas estas olas de desinformación.
La responsabilidad de las redes
Una vez más, debemos optar por traspasar también presión hacia las plataformas y redes sociales para que aprendan y nos ayuden a aprender, ya que no son meros vehículos de información, sino que tienen una responsabilidad sobre aquello que publican. Incluso renunciando a la viralización de la mentira y equilibrando sus algoritmos, apostando por fuentes de información oficial de emergencias, de calma y sosiego ante la incertidumbre de una tragedia, de mitigar las emociones sin caer en la censura, de encontrar el equilibrio justo para entender que la transparencia no incluye el derecho a desinformar.
En ese equilibrio, como en todos los sistemas biológicos, es donde debemos situar la normalidad. Finalmente, las plataformas y redes sociales deben también entender que una tragedia no equivale a negocio por un mayor engagement, por el mayor consumo de publicidad. No es el día de hacer caja, sino de recuperar la idea de ágora donde informarse, de crear comunidad, y allí deben estar las administraciones regulando y compensando el “libre mercado” de consumo de información.
Alexandre López-Borrull es Profesor Estudios Ciencias de la Información y la Comunicación Universitat Oberta de Catalunya, UOC - Universitat Oberta de Catalunya. Doctor en Química y Licenciado en Documentación. Es profesor agregado de los estudios de ciencias de la información y la comunicación en la Universitat Oberta de Catalunya. Experto en desinformación y revistas científicas. Miembro del grupo de investigación GAME (UOC). Sus líneas de investigación están relacionadas con las fake news, la ciencia abierta y la gestión de redes sociales.
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