A mediados del siglo XX, la llamada Revolución Verde llegó para cambiar la forma en la que la humanidad trabaja la tierra: una serie de avances tecnológicos en torno a variedades de alto rendimiento de semillas de arroz y trigo, así como sistemas de riego y nuevos fertilizantes y plaguicidas —fue la entrada oficial de la industria química en el campo—, garantizaron un vertiginoso aumento de la productividad agrícola. Tres décadas después, el modelo se adaptaba a la financierización de la economía que trajo el neoliberalismo: nacía así el llamado agronegocio o agribusiness, que se fue consolidando en todo el planeta, bajo la forma de extensos monocultivos destinados a la exportación de productos que sirven como insumos para variadas industrias. Es el caso de los monocultivos de palma aceitera, soja y caña de azúcar, que, entre otros muchos usos, se emplean en la elaboración de agrocombustibles.
Tras siete años de investigar sobre el terreno estos monocultivos en países como Colombia, Guatemala, Ecuador, Argentina, Camerún, Malasia, Indonesia o Tailandia, podemos concluir que los monocultivos dejan en los territorios en los que se instalan un balance complejo. Entre sus impactos socioambientales, cabe destacar la deforestación y pérdida de biodiversidad, la desertificación y degradación de la tierra, la expulsión de comunidades indígenas y campesinas, la contaminación de tierra, agua y aire por el uso de agrotóxicos, la aparición de enfermedades ligadas a esos químicos y las precarias condiciones de trabajo en las plantaciones.
A pesar de todo ello, desde sus orígenes, la Revolución Verde se legitima como la única solución contra el hambre. Por ejemplo, en su libro En defensa de la Ilustración, Steven Pinker aporta datos que abonan la optimista y cuestionable idea de que vamos por buen camino: el porcentaje de personas malnutridas en 1947 era del 50% y hoy ronda el 13%, a pesar de que la población mundial no ha dejado de aumentar.
Sin embargo, que haya disminuido el hambre no significa que sea gracias al agronegocio: de hecho, estudios de la FAO y del Grupo ETC están de acuerdo en que más del 70% de los alimentos que comemos son producidos por la agricultura campesina. Y es que los monocultivos no están orientados a producir alimentos, sino insumos industriales de diverso tipo.
No vamos a discutir los datos que usa Pinker, sino el problema de fondo: los datos, bajo su aparente neutralidad, ocultan siempre un sesgo ideológico: hay algo que se muestra y algo que se oculta. Pongamos un ejemplo: pensemos en los Montes de María, un territorio en Colombia donde en los últimos veinte años ha avanzado aceleradamente el monocultivo palmero. Si atendemos únicamente a la cantidad de ingresos monetarios, fácilmente concluiremos que ha disminuido la pobreza y el nivel de vida ha mejorado desde la llegada de la palma. Pero, si vamos a las plantaciones, la realidad que observaremos es muy distinta: allí, los y las campesinas nos cuentan que, antes del monocultivo, producían sus propios alimentos, pescaban, intercambiaban; aseguran que vivían en medio de la abundancia y necesitaban poco dinero. Hoy, todo tienen que comprarlo: escasean las tierras para cultivar, la contaminación de la represa acabó con el pescado y la única agua que llega a sus casas está contaminada por los agroquímicos que se aplican a la palma. Ganan más dinero, pero su vida es mucho más precaria. Así nos resume una de las campesinas que nos aloja: “Antes, teníamos bienestar, no en el sentido de que teníamos tecnología, sino porque vivíamos bien”.
Otro ejemplo ilustrativo tiene que ver con la productividad: en el siglo XIX se necesitaban 25 trabajadores a jornada completa para cosechar una tonelada de grano; hoy, lo puede hacer una sola persona en seis minutos. Sin embargo, en las estructuras capitalistas y neocoloniales en las que estamos insertos, esa mejora de la productividad redunda no en el bienestar de los trabajadores —que siguen trabajando doce o catorce horas diarias a cambio de salarios de miseria, cuando no en condiciones análogas a la esclavitud—, sino en el aumento del desempleo.
Los riesgos de los transgénicos
Un buen ejemplo son los organismos genéticamente modificados (OGM): de entrada, no parece errada la idea de intervenir el ADN de una planta para mejorar sus cualidades nutricionales o su rendimiento. Pero los transgénicos que hoy se comercializan están ideados con el único fin de mejorar las ganancias de las cuatro empresas que se reparten el negocio a nivel global (Corteva Agriscience, BASF, Bayer-Monsanto y las también recientemente fusionadas Syngenta y Chem China). Habitualmente, los OGM son alterados para recibir herbicidas y plaguicidas muy potentes, a base de sustancias tan tóxicas como el polémico glifosato. Y eso deja huellas concretas en cuerpos y territorios: así, en Argentina, donde más del 60% de la tierra cultivada está plantada de soja —transgénica en un 99%—, diversas investigaciones han demostrado que el agua de lluvia tiene glifosato en amplias zonas del país; y las poblaciones aledañas a las plantaciones sufren las consecuencias de las fumigaciones en forma de enfermedades respiratorias y dermatológicas, cáncer, malformaciones fetales y abortos espontáneos.
A ello se suma que, quienes defienden el modelo hegemónico, suelen elegir dejar fuera del cuadro el hecho inquietante de que esta forma de agricultura industrial y extractiva está esquilmando los nutrientes de la tierra y las fuentes de agua dulce, comprometiendo así el futuro de las nuevas generaciones, por no hablar de las especies no humanas.
Por último, cuando cientos de discursos se alarman ante el crecimiento de la población y el peligro del hambre, se olvidan de que, hasta ahora, esa tragedia cotidiana —y muy evitable— tiene mucho más que ver con la distribución que con la producción de alimentos. Según cálculos de la FAO, con la producción actual se podría alimentar a los 9.050 millones de seres humanos que habitarán el planeta en 2050, con sólo evitar el desperdicio: tiramos un 30% de la comida que se produce. Eso, por no hablar de la calidad (y no solo la cantidad) de las calorías que ingerimos: allí donde se expande la dieta a base de alimentos ultraprocesados, avanzan enfermedades cardiovasculares, diabetes y una obesidad que a menudo convive con déficit de nutrientes.
En definitiva, nos encontramos ante dos modelos de desarrollo en disputa: uno que coloca en el centro la acumulación del capital en cada vez menos manos, y otro que pone en el centro la reproducción de la vida, a través de la producción sostenible de alimentos saludables. Este último modelo puede y debe servirse de los avances de la tecnociencia; pero es urgente que comencemos a replantearnos el hecho de que algo tan básico como nuestra alimentación esté en manos de un pequeño número de multinacionales. Lo dijo Henry Kissinger: “Controla el petróleo y controlarás a las naciones; controla los alimentos y controlarás a los pueblos”.
Sea el primero en desahogarse, comentando