La respuesta que los 27 estados de la Unión Europea ofrezcan a la crisis del COVID-19 marcará definitivamente el ser o no ser del proyecto común europeo.
Si el resultado de las negociaciones en marcha consiste básicamente en que cada país ha de buscar sus propias soluciones, se habrá dado la razón a los impulsores del “brexit” en Gran Bretaña, y a los partidarios de todos los “exit” en el resto de las viejas naciones europeas. Cada estado buscará entonces estrategias independientes, unos por su cuenta, otros con socios europeos afines, y otros de la mano de Estados Unidos, de Rusia, de China… Nadie se lo podrá reprochar. Y el sueño de la integración continental habrá llegado a su fin.
Por el contrario, si la respuesta de las instituciones europeas se muestra a la altura de los valores solidarios que impulsaron su fundación tras las segunda gran guerra, se habrán asentado las bases para levantar un nuevo actor global, referencia de los principios de igualdad, libertad, democracia y defensa de los derechos humanos en todo el mundo.
Posiblemente ya no haya más oportunidades. Si Europa falla hoy a quienes más la necesitan, el repliegue nacionalista será inevitable. Si las instituciones europeas fracasan en la hora de ofrecer una respuesta común, solidaria y eficaz a los pueblos angustiados por el virus y la crisis ulterior, triunfarán definitivamente los discursos eurófobos y ultranacionalistas. Será el fin de la Europa que siempre soñaron los europeístas.
No nos engañemos. En realidad siempre hubo dos concepciones distintas y divergentes de Europa. Desde el principio.
Por un lado, siempre estuvieron quienes concebían las instituciones comunitarias como una especie de club de naciones con algunos objetivos comunes, limitados y coyunturales. Se trataba fundamentalmente de un mercado más o menos compartido, sin las molestas trabas arancelarias. El mercado común conllevaba inevitablemente algunas estructuras estables, como la moneda europea, el banco central compartido, un remedo de parlamento, un pseudo gobierno por turnos… Incluso algunas ayudas limitadas para los pobres, a fin de garantizar cierta capacidad adquisitiva para comprar los productos industriales de los ricos. Nada irreversible, desde luego. La otra concepción siempre concibió cada paso en la institucionalidad comunitaria como un paso hacia la integración definitiva. Los avances eran pequeños, limitados, frustrantes muchas veces, pero jamás se perdía de vista la grandeza de la meta final: la Europa unida en sus valores civilizatorios y en sus propósitos de bienestar y progreso colectivo.
Si en la Europa que se autodenomina “faro de la globalización justa en el mundo” triunfa ahora la contestación del “sálvese quien pueda”, tal y como defienden alemanes, austríacos y holandeses, ¿qué reproche queda para los Farage, los Johnson, los Bolsonaro y los Trump del mundo?
¿Qué puede impedir que los británicos busquen calor en su relación exclusiva con Norteamérica? ¿Por qué los italianos no han de negociar por su cuenta la ayuda de los rusos? ¿Por qué los franceses no cerrarían un acuerdo estratégico alternativo con China? ¿Por qué los españoles y portugueses no hemos de volver la mirada a nuestros hermanos latinoamericanos? ¿Y cómo evitar que unos y otros vecinos nos miremos con creciente recelo, otra vez?
El COVID-19 supone un desafío dramático para millones de europeos. Se trata de un reto casi existencial para Europa. Sin embargo, algunos de los países europeos del norte, los más ricos, sostienen que la respuesta común de las instituciones comunes ha de limitarse a tres medidas: la habilitación del Banco Central Europeo para que compre activos donde convenga; la suspensión de las reglas del Pacto de Estabilidad; y la facultad de acudir al fondo de rescate financiero MEDE, con las consiguientes contrapartidas de ajuste fiscal. No basta. No solo es insuficiente. Es mezquino.
El Presidente español Pedro Sánchez lidera a los países que, como Italia, Francia y Portugal, reclaman una respuesta europea a la altura de los retos que vivimos. Exigen la creación definitiva de los eurobonos, la mutualización de la deuda. Un Plan Marshall con grandes inversiones para reconstruir la economía y el empleo. La implicación del Blanco Europeo de Inversiones en la reactivación de las empresas. Un seguro europeo de desempleo para proteger juntos a los desempleados que queden en la cuneta…
Si los europeos somos un pueblo y tenemos un enemigo común, compartimos la lucha y el coste de la lucha. O todo es mentira. Algunos países “europeos” llegaron a adoptar por unos días la decisión miserable de prohibir la exportación de recursos sanitarios a otros países europeos… Y mañana querrán vendernos sus lavadoras, porque “somos socios”.
En la respuesta al COVID-19 Europa se juega el ser o no ser. Aún estamos a tiempo. El sueño europeo merece la pena.
Rafael Simancas es parlamentario socialista en el Congreso de los Diputados.
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