Este es el segundo texto de una serie que escribe nuestra compañera Nazaret Castro tras su viaje a Huelva. El primero describe la situación de sobreexplotación que viven las trabajadoras del campo; en este artículo, tratamos de vincular lo que sucede en el campo onubense con el rol que juega el Estado español dentro del sistema agroalimentario global. Un tercer texto plantea qué podemos hacer desde el movimiento de consumidores y desde los feminismos.
Lunes, 28 de junio de 2021. Precarización, presión para cumplir con parámetros de productividad imposibles, empleo de mano de obra migrante aún más vulnerable que la autóctona, situaciones de encierro y semiencierro, violencia sexual sistemática, salarios exiguos a los que se aplican todo tipo de descuentos, endeudamiento. La realidad de las temporeras de Huelva no dista demasiado de lo que escuché, visitando las plantaciones de caña de azúcar y palma aceitera, en los campos de Guatemala, Ecuador y Colombia. La profunda similitud entre unas y otras condiciones laborales y vitales habla del carácter sistémico de la explotación, y da pistas sobre el funcionamiento global de un sistema agroalimentario en el que un puñado de empresas multinacionales decide qué se cultiva, en qué condiciones se produce y quién se apropia del valor en cada fase de la cadena. Más aún: el caso de Huelva explicita hasta qué punto, en Europa, la viabilidad de la agricultura insertada en esos engranajes globales depende de la sobreexplotación de los trabajadores migrantes.
El propio diseño de los contratos en origen, por medio de los que miles de temporeras marroquíes arriban a Huelva cada año para suplir la demanda de empleo de los dos o tres meses de la temporada de la fresa, es ilustrativo de estas dinámicas globales. La patronal negocia esos contratos con la Agencia Nacional para la Promoción del Empleo y las Habilidades de Marruecos (Anapec), y exige requisitos pensados para que sea una mano de obra dócil y que tenga motivos para regresar a su país una vez termine la temporada: mujeres rurales, de entre 25 y 45 años, con hijos menores de 14 a su cargo.
No fue siempre así. Hubo un tiempo en que eran brazos andaluces y extremeños los que recogían la fresa en Huelva, un trabajo que, por su precariedad y su dureza, recayó siempre sobre las poblaciones más vulnerables. En torno al cambio de siglo, las condiciones en España y en el mundo habían cambiado y esta labor demandaba mano de obra extranjera [1]. Comenzaron a llegar contingentes de mujeres de Europa del Este, de países como Rumanía y Polonia. Pero pronto su presencia causó malestar: los empresarios freseros se quejaban de que “salen de noche”, “se echan novios españoles” o “no quieren volver a su país cuando acaba la campaña” [2]. Así que la patronal pactó con Marruecos para traer trabajadoras que consideraba más dóciles. Este año, tras la falta de entendimiento entre Madrid y Rabat para la vuelta a su país de las temporeras, los empresarios de la fresa apuestan ya por la contratación en origen en Honduras. Entre tanto, las empresas onubenses de la fresa se van haciendo más fuertes en Marruecos, donde las trabajadoras cobran menos de un euro por hora.
Si los abusos y la sobreexplotación son una constante, no sólo en Huelva sino en los campos de Murcia, Lleida y otros países del Sur de Europa, es porque se trata de un problema estructural, y no de casos aislados. Así lo explica la antropóloga feminista Alicia Reigado: “El sistema global de producción de la fresa ilustra de manera ejemplar la estructura de la organización espacial de la producción que está en la base del nuevo régimen agroalimentario globalizado. De las tres fases que integran esta cadena agrícola, la primera, dedicada a la investigación e innovación tecnológica, tiene lugar en la Universidad de California; y la tercera, destinada a la comercialización y distribución de la mercancía, queda bajo el control de las grandes cadenas de distribución. Sólo la segunda fase, el cultivo y envasado del producto, tiene lugar en Andalucía. Las empresas freseras de Huelva quedan supeditadas a los ‘royalties’ impuestos desde los laboratorios californianos para obtener cada temporada las variedades de fresas ‘mejoradas’, a los insumos industriales suministrados por las multinacionales y a los precios fijados desde las grandes cadenas de distribución”.
En otras palabras: quien realmente se enriquece y establece las reglas del juego es el puñado de empresas que controlan el agronegocio a nivel global: las comercializadoras, como Cargill; las biotecnológicas, como Bayer-Monsanto; los grandes distribuidores, como Mercadona y Carrefour. Que no nos engañen las cifras del PIB, que cada vez dejan un porcentaje más reducido para el llamado sector primario de la economía: el sistema agroindustrial es, hoy como ayer, un pilar de la acumulación capitalista así como de las estrategias de control a nivel planetario. Lo dijo Henry Kissinger: “Controla el petróleo y controlarás naciones; controla los alimentos y controlarás pueblos”.
La banalidad del mal
Las temporeras con las que hablamos en Almonte, en Lepe y en Palos de la Frontera están profundamente asustadas por la posibilidad de que les vean hablando con nosotras. A unas las entrevistamos en medio del bosque; a otras, dentro del autobús que nos transporta. Saben que, si sus patrones saben que han hablado con nosotras, no volverán a emplearlas; por eso, les he atribuido nombres ficticios a Fátima, Zahra, Kenza y Chadia. Tal vez sólo una cosa impresiona aún más que el miedo atroz que sienten las temporeras que se acercan a hablar con nosotras: el silencio de tantas personas que saben de las condiciones en las que se vive en los asentamientos y se han acostumbrado a ese triste paisaje, y aún más, la complicidad de quienes se aprovechan de la vulnerabilidad de estas mujeres. Porque, cuando el trasiego de personas obligadas a migrar se convierte en un negocio, se va creando una extensa red de complicidades. Desde las empresas que incumplen lo que estipula el contrato de las temporeras a los funcionarios de La Caixa que tramitan los seguros médicos a los que obliga la empresa Hortifruit; desde los ayuntamientos que mantienen los asentamientos en condiciones infrahumanas a los inspectores de Trabajo que hace tiempo que dejaron de cumplir su función en los campos de Huelva; desde los sindicatos mayoritarios que abandonan a las trabajadoras del campo a las oenegés que han optado por ser parte del problema y no de la solución. Y, también, la sociedad que calla y la prensa que otorga su silencio cómplice.
“Es la banalidad del mal”, sintetiza con lucidez la periodista Isabel Cadenas, citando a Hannah Arendt. Y es, también, el racismo. Porque resulta difícil de creer que, si estas mujeres fueran blancas y españolas, si fueran percibidas como seres plenamente humanos y no como “las otras”, se permitieran condiciones de vida como las que se sufren en los asentamientos o en algunas de las fincas. Es sobre la base de ese racismo estructural e institucional que la patronal fresera, como también esa ultraderecha de Vox que sube como la espuma en pueblos como Lepe y Almonte, agita en los tajos y en las calles la división entre los autóctonos y “los otros”, bajo esa vieja máxima del “divide y vencerás” que no por ser más vieja que el hambre dejó de ser terriblemente efectiva.
Las Jornaleras de Huelva en Lucha conjuran esa división: ellas saben que garantizar los derechos de las jornaleras andaluzas depende de que se logren mejores condiciones de vida para sus compañeras migrantes. “Trabajamos unidas desde los feminismos, el ecologismo y el antirracismo”, explica Ana Pinto, que, a sus 34 años y con 16 años de trabajo en el campo a sus espaldas, decidió dar un paso al frente y denunciar las condiciones de los tajos, aun a sabiendas de que se arriesgaba a no volver a ser contratada. Su amistad con Najat Bassit fue el germen de este colectivo, pues, como escribe Olga Rodríguez, “que dos mujeres se conozcan en el momento adecuado a veces puede cambiar su vida y la de otras”. Hablamos de la semilla de lucha que han plantado las Jornaleras en nuestra próxima crónica.
*Imágenes: Quepo
[1] Chadia Arab, Las señoras de la fresa. La invisibilidad de las temporeras marroquíes en España, Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2020. Véase también: Alicia Reigada, “Más allá del discurso sobre la ‘inmigración ordenada’: contratación en origen y feminización del trabajo en el cultivo de la fresa en Andalucía”, en revista Política y Sociedad, Vol. 49 Núm. 1: 103-122, 2012. [2] Pastora Filigrana, “Las jornaleras marroquíes de la fresa. Feminismo antirracista o barbarie”, en Gago, Verónica, Marta Malo y Luci Cavallero (eds.), La Internacional Feminista. Luchas en los territorios y contra el neoliberalismo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2020.
NAZARET CASTRO es periodista, doctora en Ciencias Sociales y Magister en Economía Social. Ha vivido doce años en América Latina, entre Brasil y Argentina; hoy reside en Cádiz. Es autora del ensayo La dictadura de los supermercados y coautora de Carro de Combate. Consumir es un acto político y Los monocultivos que conquistaron el mundo. Ha colaborado con medios como Le Monde Diplomatique, La Marea y Público y realizó junto a Fronterad una extensa investigación sobre el comportamiento de las multinacionales españolas en América Latina.
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