Viernes, 21 de julio de 2023. Según el último Informe de Desarrollo Democrático del prestigioso semanario The Economist, 21 de los 165 países miembros de Naciones Unidas pueden considerarse democracias plenas. Se trata tan solo del 12,6% de las naciones del mundo, que a su vez registran solamente al 6,4% de la población mundial. España está incluida en este pequeño grupo de democracias de calidad.
Es decir, los españoles formamos parte del selecto club de los seres humanos que disfrutan de los derechos y las libertades propias de una democracia en pleno desarrollo.
Votar es un privilegio.
Pero la democracia no ha devenido en España por causalidad, ni por generación espontánea, ni ha sido otorgada graciosamente por una divinidad benefactora.
El tiempo de la democracia en España es un tiempo excepcional, porque la mayor parte de la historia contemporánea de nuestro país ha transcurrido bajo regímenes dictatoriales, en carencia absoluta de los derechos civiles y políticos propios de una democracia, el voto libre incluido.
Tanto solo entre 1931 y 1936, durante el siglo pasado, y durante el tiempo de vigencia de la Constitución de 1978, los españoles hemos podido ejercer el derecho al voto libre. Millones de españoles han pagado con esfuerzo, con discriminación, con persecución, con cárcel, con exilio, con torturas, con la propia vida, esta facultad que hoy está al alcance de todos los españoles.
Votar es un deber moral.
Todos los ciudadanos y ciudadanas de España formamos parte de una comunidad política, y puesto que vivimos en democracia, tal comunidad ha de organizar el espacio público compartido conforme a los valores, los intereses y la voluntad de las mayorías.
Y la voluntad de las mayorías se conforma en las instituciones democráticas, a partir del voto que se ejerce en las jornadas electorales convocadas al efecto.
Vivir en sociedad, disfrutar de las ventajas de formar parte de una comunidad política democrática, de un Estado de Derecho y un Estado de Bienestar, conlleva la obligación de participar de las votaciones.
Votar es una responsabilidad cívica.
Pero es que cada ciudadano y cada ciudadana demanda de manera constante al Estado atención a sus demandas, solución a sus problemas, respuestas a sus requerimientos. Y no cabe quejarse por las deficiencias del Estado cuando el interpelante no ejerce su deber y su responsabilidad votando.
Votar es una exigencia.
Y tal exigencia se torna en inapelable cuando los peligros que se ciernen sobre el conjunto de la sociedad son extraordinarios, como ocurre ahora.
Porque las derechas radicalizadas en toda Europa y también en España amenazan con socavar los fundamentos de nuestra vida en libertad.
Estamos ante la campaña más decisiva para el futuro colectivo desde 1982. Están en juego los derechos y las libertades conquistadas por nuestros padres y nuestras madres, por nuestros abuelos y nuestras abuelas, en la recuperación de la democracia y la promulgación de la Constitución de 1978.
No nos jugamos ahora tan solo, como tantas veces, la precarización de los empleos, el abaratamiento del despido, el recortes de los sueldos y las pensiones, la privatización de los servicios públicos al mejor postor… que también. No nos jugamos solo la continuidad de un buen gobierno y la consolidación de unas políticas que han proporcionado crecimiento económico, buenos empleos, mejores salarios y pensiones, modernidad, derechos…
Ahora nos jugamos que encarcelen a las mujeres por decidir sobre su propio cuerpo, o que apliquen leyes de vagos y maleantes a las personas homosexuales, o que se censuren libros y obras de teatro con ideas progresistas, o que se retire la nacionalidad española a quienes no comulguen con una particular idea de España, o que se ilegalicen partidos políticos y sindicatos…
El 23 de julio votar es una exigencia inapelable.
Y no hay excusas para incumplir con este privilegio, deber, responsabilidad y exigencia de votar.
A los perezosos, a los exigentes, a los exquisitos, a los deprimidos, a los defraudados… hay que reclamarles que ejerzan toda la crítica que quieran, pero que voten.
Porque el voto es el único poder que nos iguala. En el voto no cuenta el dinero, ni los títulos, ni los supuestos derechos de nacimiento, ni la influencia mediática, ni las mentiras.
Porque el voto es el único poder de las mayorías. Para que las minorías no hagan valer su poder al margen del voto.
Las mayorías solo pierden cuando no se ejercen, votando. Y entonces llegan los retrocesos.
Si las mayorías votan, las mayorías ganan.
Rafael Simancas es Secretario de Estado de Relaciones con las Cortes y Asuntos Constitucionales
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