‘¡Hasta siempre, papá!’, por Nico Ferrando

J. Nicolás Ferrando junto a sus padres, Luis Raúl Ferrando y Rita Sandoval, en el Museo Thyssen-Bornemisza (2014)
El escritor y redactor de La Mar de Onuba J. Nicolás Ferrando despide a su padre, Luis Raúl Ferrando, fallecido este martes 9 de septiembre, con un texto que es al mismo tiempo memoria íntima y homenaje literario. Publicamos sus palabras como tributo a una vida y como muestra del vínculo que la escritura mantiene con quienes nunca dejan de acompañarnos. La Mar de Onuba expresa sus más sentidas condolencias a nuestro Nico y toda su familia y personas allegadas a don Luis Raúl Ferrando.
por Nico Ferrando

Martes, 9 de septiembre de 2025. No me es sencillo redactar estas palabras, pero siento que debo y que quiero hacerlo. De alguna forma, he luchado durante muchos años por vivir de la escritura hasta conseguirlo, y creo que el mejor homenaje que se le puede rendir a alguien a quien has querido tanto es escribirle. Como señaló Jorge Luis Borges en el prólogo del libro Retorno a Don Quijote, de Alberto Gerchunoff, en una retrospectiva ingeniosa y genial que solo él sabía construir, la palabra escrita permanece para siempre y no se la lleva el viento, como reza un conocido refrán popular.

Luis Raúl Ferrando nació el 2 de febrero de 1951 y murió el 9 de septiembre de 2025. Fue un destacado abogado penalista y alto funcionario de la judicatura argentina, aunque hacía tiempo que estaba felizmente jubilado y defendía con vehemencia esa condición. Más allá de sus éxitos y de sus fracasos profesionales y personales, para mí era, nada más y nada menos, que mi papá: un hombre maravilloso que asumió la difícil responsabilidad de formar una familia a finales de los años setenta del siglo pasado junto a mi mamá, Rita Sandoval, y con mis hermanos Luis María, el mayor, y Tomás, el menor. Y que cumplió con creces su propósito vital.

Ana María Matute afirmó que la vida es una sucesión de pérdidas a las que, irremediablemente, uno se tiene que ir acostumbrando, hasta que es uno mismo quien se pierde en el abismo, convertido en recuerdo y memoria de los demás. Cuando supe de su pérdida, me vinieron, curiosamente, a la mente escenas de mi infancia: fue él quien me llevó siempre al colegio y quien me ayudó con los deberes escolares; el que me dio el primer dinero que tuve que administrar; el que organizó los viajes de aquellos años; y también el que intentó, a su manera, poner límites. Siempre he dicho que de él heredé su profunda determinación y, de mi madre, una gran capacidad de trabajo: dos cualidades imprescindibles que me han ayudado a llegar hasta aquí.

También, como en toda familia que se precie, tuvimos algunas diferencias en nuestra forma de pensar, de proceder y de planificar un futuro. Sin embargo, con el tiempo entendí que, a pesar de esas diferencias, no me cabe ninguna duda de que él siempre quiso lo mejor para mí y para los suyos. De hecho, en los últimos años se convirtió en uno de mis más fieles y críticos lectores. Le gustaba conocer los proyectos editoriales que emprendía y se asombraba de mi perspicacia y de mi constancia para llevarlos a cabo satisfactoriamente. Ya lo dejó escrito Miguel de Cervantes, padre de nuestra lengua: “el hacer el padre por su hijo es hacer por sí mismo”.

Nunca llevó del todo bien la distancia física que el destino nos había impuesto, pero entendió que mi camino estaba aquí, en Madrid, por mi libre elección y lo asumió pragmáticamente. Le gustaba esta ciudad y creo que, cuando tuvo ocasión de recorrerla con más calma e intensidad, llegó a apreciarla casi tanto como yo. De hecho, estaba a punto de volver en unos días, hasta que todo se precipitó rápidamente.

La distancia, sin embargo, tuvo —a mi modo de ver— algunos aspectos positivos, pues el tiempo que compartimos últimamente fue de mayor calidad y nos dio también la oportunidad de decirnos lo que necesitábamos decir. En tu caso, papá, me expresaste el orgullo que sentías por lo que había logrado. No quedó nada en el tintero y, aunque uno no puede dejar de dolerse ante la muerte, hay que entenderla como el final de un camino. Es ley de vida, como parafraseó John F. Kennedy en otro contexto muy distinto.

Además, egoístamente hablando, la distancia me evitó presenciar el apresurado y sorprendente deterioro que mi madre, mis hermanos, mi tío Guillermo, Natalia, Marilyn y el resto de familiares y amigos sí tuvieron que afrontar. Prefiero, sinceramente, recordarte con la vitalidad que siempre te caracterizó y no de otra forma. Afirmando que ibas a quebrar la regla familiar que hace más longevas a las mujeres que a los hombres, algo que lamentablemente no pudiste cumplir.

Nunca he sido partidario de velatorios, pompas fúnebres o sepelios. Así lo expresé en una de mis novelas, cuando uno de sus personajes manifiesta que “la muerte es algo inevitable que algunos preparan con cierta solemnidad, como si esos pomposos rituales asegurasen un atisbo de eternidad. A los muertos les interesa muy poco cómo son sus funerales. Soy de la idea de que todas estas ceremonias tan solo sirven para alimentar la vanidad de los que sobreviven”. No creo, por eso, que las despedidas tengan que hacerse en ese ámbito, sino que dependen, como esbozó Gabriel García Márquez, de los recuerdos que permanecen en el interior de uno mismo.

Muchas gracias por haber formado parte de mi existencia. Jamás te olvidaré.

¡Te quiero y hasta siempre, papá!

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