Mientras mirábamos a la covid-19 también sucedía algo que debería reclamar más atención en uno de los considerados mejores sistemas sanitarios públicos del mundo: el continuado y creciente incremento del aseguramiento y el gasto privado en sanidad.
Sin conclusiones sobre el “experimento” de la telemedicina; más allá de una infinidad de relatos anecdóticos, no sabemos qué ha pasado con este experimento natural.
Domingo, 26 de septiembre de 2021. ¿Qué es lo que ha pasado mientras las miradas se dirigían mayoritariamente hacia las sucesivas especulaciones sobre futuribles respecto al desarrollo de la pandemia y algunos de sus jalones arbitrariamente destacados? Han pasado demasiadas cosas para un texto tan breve, así que habrá que acotar el territorio a revisar.
Si la pregunta se refiere al conjunto de nuestra sociedad, conviene destacar que la esperanza de vida al nacer habrá bajado 1 año y algo, el PIB un 11 %, y la sindemia nos ha hecho más conscientes de nuestros problemas, algunos compartidos con el sur europeo, otros propios.
Si nos centramos en la salud para intentar avistar qué aspectos de la asistencia sanitaria han sufrido imperceptiblemente mayor quebranto –tipo “desatención a oncológicos”, “demoras en cirugía programada”, “descontrol de hipertensos o diabéticos o…”–, siendo todos efectos colaterales verosímiles, no deberíamos juzgarlos con meras comparaciones de series interrumpidas de actividad. Más bien habría que plantearse la adecuación previa de esta asistencia, pues de haberse acertado en aquello en que se relajó su atención sería más positivo que preocupante.
¿La mejor sanidad del mundo?
Descartado lo anterior, cabría buscar una respuesta menos previsible. Quizás centrada en identificar qué aspectos de la imprescindible modernización y reconfiguración de nuestro sistema sanitario han sido omitidos últimamente, mientras la covid-19 provocaba ceguera inconsciente en la mirada sobre el Sistema Nacional de Salud. Pero también antes, cuando el mantra de “la mejor sanidad del mundo” y su deterioro, imputado exclusivamente a unos coyunturales recortes, nos impulsaban a creer que más de lo mismo era todo lo que se necesitaba.
Desde esa perspectiva, veríamos cómo hemos aplaudido la capacidad de iniciativa de los sanitarios cuando, en condiciones de precariedad sonrojante, reorientaron el funcionamiento de los centros asistenciales, rediseñaron sus circuitos y efectivos y hasta recompusieron sus destrezas profesionales para alinearse frente a la disrupción que la pandemia suponía.
Sin embargo no se destaca que esto ha ocurrido en una situación de práctica anomia, sin apenas intervención –¡¡gracias!!– de sus responsables jerárquicos, a partir de una gestión mucho más intrínseca que institucional.
En cuestiones más prosaicas, nos hemos felicitado por la rápida reconfiguración de capacidades de compra ágil para dar respuesta a las cambiantes y competitivas necesidades materiales. Pero suele omitirse que esto ha pasado una vez demostrada la intrínseca incompetencia de quienes se habían arrogado funciones que les superaban. A lo que se suma la suspensión de los mecanismos de supuesto control que lastran el funcionamiento ordinario de estas tareas.
Lo peor es que, acabada la alerta, ese funcionamiento ordinario vuelve a la carga, sin modificaciones ni siquiera cosméticas.
Sin conclusiones sobre el “experimento” de la telemedicina
También se ha visto cómo se extendía el uso de la “telemedicina” –básicamente las aplicaciones de las tecnologías de la información y la comunicación vulgarizadas en las dos décadas de este siglo–. Sin embargo, más allá de una infinidad de relatos anecdóticos, no sabemos qué ha pasado con este experimento natural. Y aún menos sabemos de las capacidades de resolución alcanzadas por estas consultas o de su impacto en la satisfacción de las expectativas de los usuarios.
Ignoramos también las previsibles brechas en la equidad de acceso que la interposición de estas tecnologías ha podido representar para individuos y grupos de población económica, laboral o educativamente más desfavorecidos, más envejecidos o con limitaciones sensoriales, comunicativas o de conectividad.
Las decisiones necesarias y las urgentes
Porque, con muy contadas excepciones, tanto otear, auscultar, husmear, palpar y paladear el funcionamiento del SNS ante la covid-19 no se ha traducido en una cabal comprensión de sus necesidades más acuciantes. Necesidades ahora más inflamadas: su necesario desencorsetamiento que permita una plasticidad imprescindible, la sistematización de una cultura comparativa basada en la evaluación de las muy diversas ejecutorias de los diferentes actores participantes, la imperiosa necesidad de instituciones de gobierno del sistema con autoridad legitimada y, constituidas desde el mayor activo demostrado en esta crisis, la competencia técnica y profesional.
Mientras mirábamos a la covid-19 también sucedía algo que debería reclamar más atención en uno de los considerados mejores sistemas sanitarios públicos del mundo. Nos referimos al continuado y creciente incremento del aseguramiento y el gasto privado en sanidad. Se puede interpretar como la expresión de una elevación de los anticuerpos frente a la confianza única en la capacidad de respuesta del SNS.
En el sector nuclear ante una pandemia, el sistema de salud, se ha hecho visible la necesidad del refuerzo de algunas de sus estructuras, principalmente de la salud pública y de la Atención Primaria. Sin obviar la reorientación radical de su gestión pública.
La mejora de esa gestión pública, que requiere de una mejor política, no solo se precisa para afrontar las futuras epidemias y hacer rendir los fondos Next Generation. También para enfrentar la mayor amenaza de la humanidad en la actualidad: el calentamiento global.
Ricard Meneu es vicepresidente de la Fundación Instituto de Investigación en Servicios Sanitarios. Valencia, Universitat Pompeu Fabra, y Vicente Ortún Rubio, Catedrático Emérito contratado Economía y Empresa, Universitat Pompeu Fabra
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