Uno de los elementos a los que recurrió el franquismo hasta sus últimos instantes fue el de la simbología. En realidad, por mucho que les pese a los nuevos teóricos del pensamiento Twitter, ni Franco era un fascista ni su régimen se definió por esa ideología. Franco fue, simplemente, un dictador, un dictador oportunista, un dictador que usó del fascismo lo que le convino durante el tiempo que le convino, que aprovechó los recursos de los monárquicos alfonsinos, y de su dinastía, y que se benefició del integrismo tradicionalista de los carlistas.
Pero él no era nada, solo un militar espabilado al servicio de sus propios intereses personales que, en un momento de agitación social y deterioro de la democracia liberal republicana, al que no fueron ajenos algunos desafortunados movimientos de la izquierda y algunas decisiones de los republicanos, coincidieron con los de los grandes terratenientes, unos pocos miles de familias en los años treinta, una burguesía industrial catalana y vasca perfectamente delimitada, y una parte de la escasa clase media, la más católica y conservadora, atemorizada por los discursos radicales de la izquierda.
Fascistizante fue su régimen cuando le convino: durante la guerra y durante los primeros años de la Guerra Mundial. Luego, todo fue residual. Franco se atribuyó todos los poderes: partido único, gobierno, estado, ejército, hasta la capacidad de nombrar o cesar obispos. Él mismo tuvo capacidad legislativa y la cámara que creó, una simulación del modelo corporativo, que designaba él a su antojo, se limitaba al asentimiento, igual que el resto de los poderes del estado hasta el último día de su existencia.
Para evitar la reclamación monárquica, abdujo a la Falange y la convirtió, desnaturalizada por su personalismo y por sus manejos instrumentales – llegó a condenar a muerte a Hedilla, sucesor de José Antonio -, en una herramienta para el puro ejercicio del poder desde su exclusiva autoridad, pero mantuvo, al mismo tiempo, equilibrios de reparto en el gobierno y otras instituciones. Su virtud, la habilidad; su mayor característica, el desprecio por todo lo que no fueran él o sus intereses. Por el camino, se fue deshaciendo de los que ya no le eran útiles al tiempo que siempre mantuvo una crueldad brutal e innecesaria, hasta su muerte.
No es verdad que legislara la obra social que se le atribuye; simplemente se limitó, tomado del fascismo, a categorizar a cada uno en su sitio y contener posibles impulsos revolucionarios con mano dura y condiciones sociales ‘suficientes’. Llegados los últimos días, mostró su rostro más criminal, que había matizado sin perderlo nunca, y volvió a los fusilamientos sumarísimos el 27 de septiembre de 1975 y a los delirios de la conspiración judeomasónica y del comunismo internacional , el uno de octubre en un acto de ‘afirmación nacional’.
Envuelto en el símbolo de la plaza de Oriente, el uso del palacio real, los brazos en alto y el cara al sol contra el mundo occidental y civilizado, tal y como había hecho en los años cuarenta del aislamiento y la autarquía, murió, semanas más tarde, y sus allegados, unos oportunistas como él, hicieron coincidir su defunción con la de José Antonio Primo de Rivera, símbolo del primer franquismo como El Ausente, a quien había odiado en vida y de quien se valió para la absoluta concentración de poder tras su muerte, mitificada, un 20 de noviembre.
Durante más de cuarenta años, ambos han permanecido enterrados en el mismo mausoleo, el que Franco mandó construir sobre los cadáveres de sus víctimas en un grotesco y perverso acto de maldad. Al lado, en un segundo plano, para legitimarse simbólicamente, tenía la tumba del Ausente. Hasta en su muerte, ya larga, ha resultado ser solo un tirano sin más dignidad ni escrúpulo.
Hoy no estará allí para recibir a sus nostálgicos.
Rafael García Rico Director de Irispress Magazine
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