¿Ha tocado fondo la normalización de la precariedad juvenil?

Los jóvenes de entre 15 y 24 son los que más dificultades tendrán para encontrar empleo en el escenario que viene. De hecho, se espera que su transición al primer trabajo y en general a un proyecto de vida propio se alargue todavía más. En esta imagen de marzo de 2021, un grupo de jóvenes asiste a una formación de la ONG Arrabal-AID. (Roberto Marín )
por María José Carmona

 

Paqui e Ingrid –de 25 y 21 años– suman más contratos en estos últimos años que sus padres en toda la vida laboral. Ambas, dependientas en tiendas de moda desde los 18, están acostumbradas a encadenar empleos de un mes, de dos meses, de seis meses, de una semana. “Una semana y cuatro días” precisa Ingrid. “Así fue el último”, dice con cara de costumbre porque así les ha tocado estrenar la vida adulta: con el currículum a pellizcos, ganando lo justo para subsistir pero no lo suficiente para independizarse, esperando la posibilidad de rozar un contrato definitivo pero –suspiran– desde el año pasado esa posibilidad se ha alejado tanto que ya casi ni la ven.

“Tenía un contrato de seis meses. Después de ese me iban a hacer otro de un año pero, por culpa del Covid, no me renovaron”, explica Paqui. “Con 25 años ya quería independizarme y ahora que me estaba acercando ha venido todo esto. Es como empezar otra vez”.

El impacto de la covid-19 en los jóvenes de todo el mundo podría describirse como un drama en tres actos: los que tenían un trabajo lo perdieron –concretamente, uno de cada seis según la Organización Mundial del Trabajo (OIT)–, quienes estudiaban vieron interrumpida su formación y aquellos que estaban a punto de salir al mercado laboral se quedaron sin opciones justo antes de empezar. Por eso no es raro que el 40% de los jóvenes vea hoy su futuro con incertidumbre y un 14% con miedo. “Es un querer y no poder”, responde Ingrid. “Pienso que esto va a tardar en levantar y eso me agobia mucho. Lo veo muy negro”.

La crisis económica derivada de la pandemia les afecta más a ellos porque precisamente ellos ya estaban peor.

En 2019 la tasa de desempleo entre los jóvenes europeos de 15 a 24 años era el triple que la de los mayores de 55, sobre todo en los países del Sur (pero también en los bálticos y Suecia) donde la calidad de los empleos es más baja y la mano de obra joven se concentra en sectores con alta temporalidad como el comercio o la hostelería, precisamente los más afectados en 2020 por las restricciones sanitarias.

Hoy el paro de los jóvenes triplica al de sus mayores, la brecha entre su generación y las anteriores se amplía. A principios de 2021 sorprendía la imagen en Francia de decenas de estudiantes haciendo cola para recibir un plato de comida tras haber perdido sus trabajos. Si en la vecina España –con un 40% de desempleo joven, el más alto de Europa– no se han visto esas mismas colas ha sido gracias al soporte de las familias que, al igual que en la crisis económica de 2008, han vuelto a funcionar como red de emergencia. Eso sí, una red mucho más debilitada.

La precariedad normalizada

El problema del empleo juvenil ya se venía gestando desde “antes incluso de la crisis de 2008”, señala a Equal Times Eduardo Magaldi, portavoz de RUGE, la sección joven del sindicato español UGT. “Mucho antes ya se habían empezado a desarrollar contratos o medidas diferenciadoras entre la población joven y el resto, al igual que una progresiva diferencia de salarios”, asegura. Pero entonces, no se percibía como un problema. Se asumió que las personas jóvenes, por el hecho de ser jóvenes, debían empezar a trabajar en desventaja. Se normalizó su precariedad.

Fue a partir del crack económico de 2008 cuando esa precariedad dejó de ser un peaje provisional para convertirse en un mal crónico. Los primeros afectados fueron los mileniales, la generación –Y– nacida entre 1981 y 1995, cuya salida al mercado laboral coincidió con este golpe de realidad.

“Como no se podían incorporar al trabajo alargaron sus estudios, hicieron masters”, cuenta Magaldi. “Además, se desarrolló la figura del falso becario. Las empresas jugaron con la necesidad de esta gente para ahorrarse puestos de trabajo”.

Entre 2008 y 2013 se alcanzaron las mayores tasas de desempleo juvenil. Muchos jóvenes pasaron de ser estudiantes a ser parados de larga duración. Luego, a medida que se iban incorporando, lo hacían con contratos precarios, cada vez más cortos de duración y con peores sueldos. En el año 2016 la proporción de trabajadores jóvenes pobres ya superaba a la de los adultos.

Con la pandemia, los mileniales viven su segunda crisis, sin embargo no son ellos los peor parados, sino quienes les siguieron: la generación Z, los nacidos entre 1997 y la primera década de los 2000. “Cuando fue la crisis de 2008 yo era muy joven, pero ya se me dio a entender que en el futuro me iba a costar muchísimo encontrar trabajo”, cuenta Diego Valdés, estudiante de ingeniería industrial de 24 años.

Según la OIT, los jóvenes de entre 15 y 24 son los que más dificultades tendrán para encontrar empleo en el escenario que viene. De hecho, se espera que su transición al primer trabajo y en general a un proyecto de vida propio se alargue todavía más. Ahora mismo solo un 17% de los jóvenes se puede emancipar y cuando lo consigue lo hace, como muy pronto, a los 26 años –en el caso de España a los 29–.

“Ellos mismos ven complicado ser independientes, formar una familia, tener una vivienda. Son conscientes de que sus condiciones materiales no se lo permiten”, apunta Ariana Pérez, responsable del Observatorio de la Juventud en Iberoamérica de la Fundación SM. “La mayoría ha vivido dos crisis y no ha experimentado un periodo de bonanza económica en toda su vida”.

Juventud desigual

Con las expectativas de futuro congeladas, surgen otras estrategias como refugiarse en los estudios o emigrar. Según la última encuesta del Observatorio de la Fundación SM, más de la mitad de los jóvenes reconoce que es muy probable que tenga que marcharse a otro país para mejorar su calidad de vida. Eso sí, lo harán los que puedan. Como explica Ariana Pérez, “los que se plantean emigrar son los jóvenes de estatus socioeconómico medio o medio alto porque tienen las condiciones materiales para arriesgarse. Los de nivel bajo o medio-bajo ni se lo plantean”.

Se trata de jóvenes que viven en riesgo de pobreza –en España suponen un tercio del total– o que pertenecen a grupos vulnerables como extranjeros o extutelados, chicos y chicas con menos recursos para sobrellevar la incertidumbre. “Algunos ni siquiera han completado la formación obligatoria. Tienen un nivel [académico] bajo. Son nativos digitales pero solo saben usar el móvil”, explica Álvaro García, profesor en la asociación Arrabal-AID que, a través del programa Incorpora, proporciona formación y acompañamiento a estos jóvenes con más dificultades.

El verdadero riesgo para ellos no es que alarguen su tránsito al mercado laboral, es que se desconecten del todo, que acaben ingresando en la categoría de aquellos que ni estudian ni trabajan: los famosos ninis o NEET en inglés.

Antes de la covid-19, uno de cada cinco jóvenes en el mundo era nini, un concepto que a menudo se asocia al desánimo, pero que también tiene que ver con la desigualdad.

“Hay muchos jóvenes que son ni-ni-nis. Ni estudian, ni trabajan, ni pueden hacerlo”, advierte a Equal Times José Antonio Alcoceba, sociólogo especializado en el estudio de la juventud. “Antes el sistema educativo público servía para igualar oportunidades, pero desde la crisis se ha trasladado todo el peso a las familias y eso es injusto porque genera desigualdad desde la base. No todos los jóvenes parten desde las mismas posibilidades”.

En 2013 la Europa de los 28 registraba un 23,8% de desempleo juvenil –la cifra más alta hasta el momento–. En 2020, el porcentaje todavía se mantiene en un 17,6% pero es la primera vez que sube en siete años –y se espera que siga subiendo–. Para evitar un descalabro similar al de entonces, la Unión Europea ha propuesto destinar parte de los Fondos de Recuperación poscovid a apoyar a este colectivo y reforzar sus programas de formación y empleo. Las organizaciones juveniles lo celebran. “Si se utilizan bien los recursos, puede ser positivo”, apunta Adrià Junyent, vicepresidente del Consejo de la Juventud de España. “Aun así –añade– si al final no se crea empleo de calidad, ese dinero puede ayudar momentáneamente, pero no será más que un parche”.

¿Volverá la indignación?

Los jóvenes de hoy ya no confían en las instituciones y entre ellas incluyen gobiernos, partidos políticos o sindicatos donde, tal y como ha advertido la propia OIT, cada vez tienen menos representación. “Compañeros en empresas pequeñas o que les hacen contratos eventuales no pueden dar el salto a militar de manera activa”, reconoce Eduardo Magaldi, de UGT. “Es algo que tenemos que seguir trabajando”.

La pregunta es si esa desconfianza y hartazgo puede traducirse como ya ocurrió en 2011 en un nuevo movimiento global de indignación. Ya en febrero de 2021 se registraron en España algunas protestas juveniles a propósito del encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. “Parte de esas protestas sí que entendemos que pueden tener su base en esa situación de vulnerabilidad y desconexión de los jóvenes”, señala Junyent. Sin embargo para el sociólogo José Antonio Alcoceba, “es difícil que vuelva a repetirse otro movimiento de indignados, los jóvenes de ahora son más pragmáticos”.

Diego Valdés, estudiante de ingeniería, cree que sí “hay mucha gente joven que está despertando”, pero la revolución que viene “no será una acción como el 15M”, explica. Se refiere a movimientos asociativos como la reciente plataforma juvenil Talento para el Futuro, de la que él mismo forma parte y que hoy pelea para que los jóvenes puedan tener voz ante las mismas instituciones que hace tiempo les olvidaron. “Este movimiento no se ve tan fácilmente, no estamos saliendo a la calle protestando o acampando, pero sí está empezando a unir a las personas”, asegura.

Es desde estos foros donde se reclama “un pacto entre generaciones” que aproveche el impuso de la recuperación tras la pandemia para acabar con la precariedad crónica juvenil y reduzca de una vez esa brecha que separa a los trabajadores jóvenes del resto, empezando por evitar que con cada nueva crisis sigan siendo ellos los primeros damnificados.


Artículo publicado por cortesía de Equal Times

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