
La propuesta del Partido Popular dibuja un modelo de sociedad más pequeño, más vigilado y mucho más excluyente.
Cuando se habla de regular para proteger, el PP legisla para restringir. Cuando promete «libertad», lo que en realidad ofrece es «orden».
Este fin de semana, el Partido Popular ha celebrado su XXI Congreso Nacional, en el que Alberto Núñez Feijóo ha sido reelegido presidente con el 99,24 % de los votos. Un resultado casi unánime que consolida su liderazgo, pero que no ha servido para proyectar una imagen de moderación o centralidad. Al contrario: el cónclave ha estado marcado por una retórica feroz contra el Gobierno, un endurecimiento visible del discurso y la confirmación de una nueva dirección dominada por perfiles abiertamente alineados con los postulados de la derecha más dura. En ese contexto se ha aprobado la nueva ponencia política, un documento que perfila con nitidez un modelo de país donde los derechos se condicionan, las diferencias se castigan y las políticas públicas dejan de ser herramientas de protección para convertirse en filtros de exclusión.
Domingo, 6 de julio de 2025. En la ponencia política aprobada el 4 de julio de 2025, el Partido Popular afirma querer restaurar el espíritu de 1978, pero lo que plantea es desandar buena parte del camino recorrido en materia de derechos, libertades y políticas públicas. Se presenta como una defensa del mérito, de la nación y de la responsabilidad individual, pero sus propuestas concretas perfilan un país más duro con los débiles, más hostil con los migrantes, más desigual en la distribución de recursos, y más dispuesto a convertir la diferencia en delito.
Lo más grave del documento no es lo que sugiere entre líneas, sino lo que afirma sin ambages. “La irregularidad no puede generar derechos”, sostiene el texto. Por tanto, el partido se compromete a “eliminar la relación entre el empadronamiento y el acceso de los inmigrantes en situación irregular a las prestaciones económicas no contributivas”. La medida, si se lleva a cabo, privaría a miles de personas de cualquier posibilidad de ayuda básica, condenándolas a la exclusión absoluta. En nombre de la legalidad, lo que se propone es un cerrojo: quien no tenga papeles, que no tenga nada. Ninguna herramienta de emergencia, ni para alimentarse, ni para recibir orientación social, ni para escolarizar a sus hijos con normalidad.
La lógica de los “ciudadanos de pleno derecho” se extiende también al sistema de residencia. La ponencia avanza que se “condicionará la residencia de larga duración a la contribución efectiva al sistema de Seguridad Social, al conocimiento del idioma y de la cultura españolas”, devolviendo al arraigo y la reagrupación familiar su carácter “excepcional”. El mensaje es claro: quien no cotiza, quien no encaja en los códigos culturales dominantes, quien no demuestra productividad medible, sobra. Quien no rinde, no pertenece. Esta visión convierte el estatus legal en una carrera de obstáculos excluyentes donde la desigualdad inicial es garantía de expulsión.
La exclusión no es solo migratoria. También se da en el acceso a un bien básico como la vivienda. El PP propone “impedir a los ocupas empadronarse” y “que el desalojo sea inmediato”, sin más matices. A ojos de esta propuesta no existen madres con hijos desahuciadas, víctimas de fraude inmobiliario o personas que, tras haber perdido el empleo, sobreviven ocupando pisos vacíos. Se parte de la ficción de que toda ocupación es mafia, y se deja sin respuesta institucional a miles de hogares que no encuentran alternativa habitacional digna. De nuevo, el partido no contempla el conflicto social sino como una patología del orden, y su respuesta es policial: más desalojo, más penalización, más exclusión.
El proyecto fiscal tampoco escapa a esta lógica. Tras prometer que “los impuestos no deben ser una losa” y anunciar que se quiere “aliviar la carga fiscal”, el documento no ofrece una sola garantía de que esa rebaja no suponga recortes en servicios públicos. La bajada impositiva, que siempre beneficia más a quien más tiene, amenaza con mermar recursos esenciales en sanidad, educación, dependencia o vivienda pública. No se habla de equidad fiscal. No se habla de progresividad. Solo de aliviar, como si la carga de la desigualdad no existiera, como si no hubiera urgencias sociales esperando recursos.
A todo esto se añade un enfoque profundamente punitivo sobre la pobreza y el conflicto. “Endureceremos las penas en los casos de multirreincidencia, por ejemplo, para convertir en delito de robo el hurto continuado”, se afirma en uno de los pasajes dedicados a seguridad. La criminalización de la pobreza no es nueva, pero aquí se institucionaliza como doctrina penal. Se endurecen condenas para delitos de supervivencia, sin una sola línea dedicada a la prevención, a la inclusión, a la reinserción. El derecho penal se despliega como herramienta de selección social, no como garantía de convivencia.
Tampoco se oculta el rechazo a las políticas de memoria democrática. “Derogaremos la mal llamada ‘ley de memoria democrática’”, afirma la ponencia, sin contemplaciones. La propuesta niega el derecho a la verdad de las víctimas del franquismo, anula toda pedagogía institucional sobre el pasado reciente, y reivindica como única narrativa legítima la “reconciliación” abstracta de la Transición, invisibilizando décadas de represión, exilio y silencio. Se le niega a una parte del país su memoria, y por tanto, su lugar en el presente.
En el plano de los derechos civiles, el documento impone un retroceso igualmente alarmante. Frente al avance en derechos de las personas trans, el PP propone que “los menores deben ser protegidos frente a decisiones irreversibles sobre su cuerpo y su identidad sexual”, abogando por “retrasar al máximo cualquier tratamiento de cambio de sexo”. Al mismo tiempo, sostiene que “el uso del burka o el niqab suponen una negación simbólica y práctica de su libertad”, anticipando medidas prohibicionistas que niegan a las mujeres musulmanas el derecho a decidir sobre su imagen y su expresión religiosa. La libertad que el documento proclama es, en realidad, una única forma de estar en el mundo, y quienes no encajan quedan fuera del marco de derechos.
El nuevo orden migratorio que se plantea tampoco disimula sus criterios etnoculturales. Se afirma que “es urgente establecer vías de entrada legal […] primando la llegada de aquellos culturalmente cercanos”, lo que, en la práctica, constituye un sistema de preferencia racial, religiosa o geográfica sin definir, donde la afinidad sustituye al derecho. Esta distinción subjetiva abre la puerta a una selección excluyente, profundamente discriminatoria, que niega la igualdad de trato como principio democrático básico.
El documento no se olvida de su carga simbólica: el delito de sedición debe ser recuperado, el referéndum ilegal tipificado, el Senado transformado en cámara con poder de veto territorial, y los altos cargos institucionales vetados si han ocupado cargos políticos en los cinco años previos. La justicia se quiere más punitiva, más impermeable a lo social y más impermeable a lo político. Las instituciones, blindadas. El Parlamento, controlado. Todo para preservar un orden donde la diversidad, la protesta o la precariedad no encuentren lugar.
El PP ha decidido presentar su proyecto de país sin eufemismos. No hay error de interpretación posible: el documento dice exactamente lo que dice. Y lo que dice es que muchos derechos dejarán de ser universales para convertirse en recompensas. Que muchos cuerpos dejarán de ser sujetos para volver a ser sospechosos. Que muchas vidas quedarán fuera de la comunidad política. No es una visión de Estado: es un dispositivo de exclusión. Un país donde caben menos personas. Y donde vivir con dignidad, para millones, será más difícil que nunca.
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