Es tan triste el amor a las cosas…

por Rafael García Rico

Somos miradas. A veces grandes ojos que absorben cuanto ven y crean en la retina una imagen imprecisa, aún por construir, del destino. La mirada de uno y la mirada de todos: una idea improbable de comunidad que se basa en la percepción igual de las cosas, como si eso fuera posible. Cansino Assens, antes creacionista y luego ultraísta, desde el templo del Colonial nos alertó: Es tan triste el amor a las cosas, porque las cosas no saben que uno existe. Un amor tan imposible de ser como de compartir.

En los tiempos de estalinismo europeo se aseguraba que la razón provenía de la multitud cuyos ojos de miradas ciertas aseguraban el significado de la verdad establecida por el Buró Político. Tú tienes dos ojos, el partido mil.

Quizá con tanto afán, la soledad que ahora aqueja a tantos fuera más llevadera, y no hubiera que recurrir al falso amor de las cosas, advertidos como estamos por el viejo Cansino Assens

Ver, sentir, amar: encontrar en la soledad lo que por más que se mire solo se adquiere por color del pensamiento o el calor del corazón. Tres verbos, al fin y al cabo, para explicar el tremendo vacío que la soledad de esta pandemia provoca en muchas personas.

Encerrados en hogares vacíos, muchos se preguntan cuándo llegará su turno para la inmunización – como si eso fuera posible con un fármaco y no el producto severo de una convicción profunda -. Sí, solos, en soledad, lejos de la abundancia de la compañía. Borges nos recordaba hablando con Carrizo que para Stevenson cada hombre es una multitud, y él abundaba en que en cada uno de nosotros hay cientos. Lo mismo que Hesse, citado por el argentino, había proclamado que todo hombre incluye a toda la humanidad. Algo, quizá, tan exagerado como pensar que es posible que cada hombre sea además todos sus antepasados y todos los hombres que han vivido. Borges, veía aburrida su sola existencia. Cuando cumplió ochenta años en una entrevista le agasajaron con grandilocuencia: “Borges, ha cumplido usted ochenta años…” y el escritor respondió con la placidez de su hilillo de voz “lo siento”.

Puede que la soledad que se ampara en la ceguera ayude a construir la humildad de la que carecen los que se codean con los miles que en realidad somos cada uno

Puede que la soledad que se ampara en la ceguera ayude a construir la humildad de la que carecen los que se codean con los miles que en realidad somos cada uno. Soy multitudes, escribió Whitman. Quizá con tanto afán, la soledad que ahora aqueja a tantos fuera más llevadera, y no hubiera que recurrir al falso amor de las cosas, advertidos como estamos por el viejo Cansino.  Eva Duarte, aún más grandilocuente que cualquier otro, aseguró en su última alocución a los argentinos: volveré y seré millones. Ni más ni menos.

Estamos atrapados por la pandemia, pero siendo tantos como parece que somos cada uno, es extraño que antes de este encierro no nos hubiéramos dado cuenta de la enorme estela que deja el rastro triste del abandono que padecen otros: porque, también parece que otros muchos son solo uno.  Así que siendo muchos o solo uno, siendo miradas, y construyendo la imagen que la retina ha de poseer completa con el tiempo, la pandemia nos muestra como nos vemos: desposeídos, ansiosos y crédulos. Y no somos capaces de ver, sentir o amar porque nos ciega la imposibilidad de sentirnos más allá de nosotros mismos. ¿Se equivocaron los escritores? Puede. Quizá tengan más razón los poetas como Machado: “Ya sé que no responden a mis ojos, que ven y no preguntan cuando miran, los vuestros claros”.

Ya pasará esto y entonces, quizá, sabremos cuántos y quiénes somos. Y qué miramos para construir nuestro futuro, aunque solo sea una imagen.

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