
Trump es visto por unos como un iluminado y por otros como un estratega que está ejecutando una operación destinada a transformar la geopolítica global desde su vertiente comercial.

Lunes, 7 dxe abril de 2025. Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de los EE. UU., y especialmente desde el día que él mismo denominó “Liberation Day” —rebautizado por la biblia del neocapitalismo como “Ruination Day”—, el debate sobre los aranceles ha salido del terreno técnico para instalarse en la conversación popular. Opinan desde el carnicero del pueblo hasta los tertulianos más aburridos, mientras algunos gobiernos de la UE hacen “donaciones” a empresas que tradicionalmente promueven el odio a lo público, y Bruselas anda más perdida que un pulpo en un garaje.
Trump es visto por unos como un iluminado y por otros como un estratega que está ejecutando una operación destinada a transformar la geopolítica global desde su vertiente comercial. Pero no es ni un loco ni un mesías: es algo más simple, tanto como él mismo. Trump es el producto de un neoliberalismo degenerado, que ha alcanzado su punto álgido envuelto en contradicciones y paradojas que lo conducen al colapso.
Un CEO gobernando una democracia
No se puede ser neoliberal, ultranacionalista y antiglobalización al mismo tiempo, cuando precisamente la globalización ha sido, a lo largo de la historia, el motor de los avances más disruptivos. Nos encontramos, sin discusión posible, en plena séptima globalización.
El poder neoliberal cometió el error de nombrar como líder del mundo occidental a uno de los suyos: un sociópata que intenta gobernar como si el Estado fuera una empresa. Un error garrafal, porque su cruzada contra lo público nos lleva a un regreso a la selva. Afortunadamente, ni la ciudadanía ni la economía real parecen estar dispuestas a permitirlo.
Trump no eligió para su gobierno a personas sabias ni leales expertos, sino a fieles de su entorno idiosincrático, conformando más una “mesa camilla” de incompetentes que un gabinete de gobierno. Este autócrata, al igual que en sus negocios privados, traslada su gobernanza empresarial a la administración pública, con un Partido Republicano dirigido por pesebristas aferrados a sus privilegios y un Partido Demócrata aún en la nevera desde la era Obama, a la espera de decidir quién lo liderará en esta nueva era de la ilustración tecnológica.
Trump emula la “política de la eternidad” de Putin. Hedonista que dedica cuatro días de la semana a la Casa Blanca y tres al golf, ególatra amante del poder, no es difícil prever que su mandato será institucionalmente anómalo. O lo abandona, porque pasará más tiempo en el campo de golf que en el Despacho Oval, o buscará prolongarlo manipulando las condiciones democráticas para evitar unas elecciones libres. Susto o muerte: ese es el horizonte que se dibuja con Trump al frente.
Pero el verdadero problema no es Trump, sino sus interlocutores globales, especialmente la Unión Europea y China. Mientras esta última lleva décadas impulsando una globalización estable y en paz, la UE paga su indecisión y falta de coraje, sin mostrar capacidad de respuesta frente a las bravuconadas del inquilino de la Casa Blanca.
De “antidecels” a víctimas del trumpismo
La luna de miel entre Trump y las Big Tech ha sido efímera. Lo que al principio parecía una oportunidad para ellas, terminó por convertirse en una amenaza. Estas empresas necesitan un ecosistema global y estable, no el caos que representa Trump. Incluso el propio “aspergiano” parece haber satisfecho ya sus delirios megalómanos y estaría considerando abandonar su oficina en Pennsylvania Avenue tras haber sembrado enemigos y depreciado sus compañías en casi un billón de dólares.
Los “antidecels” han comprendido que no podrán controlar a Trump. Temen verse arrastrados por su “kinderpolítica”, condenándolos a castigos tanto por parte de Europa como de China, pese a que al parecer Trump les llegó a ofrecer sacar los semiconductores del paquete arancelario como gesto conciliador.
La enemistad de las tecnológicas no era realmente contra lo woke —una obsesión más bien personal de Musk—, sino contra los “decels”: quienes proponen una regulación que vincule desarrollo tecnológico con sostenibilidad y bienestar humano, algo ausente aún en los algoritmos dominantes. Los demócratas eran el enemigo a batir, y por eso apoyaron a un sociópata que terminó siendo un caprichoso. La alianza fatídica apenas ha durado unas semanas.
Un golpe al capitalismo digital
Si Trump no rectifica, los aranceles harán subir los precios y aumentar el desempleo. Las familias consumirán menos, las empresas recortarán gastos en publicidad —el motor de muchas plataformas— y la industria tecnológica, basada en inputs baratos y cadenas globales de suministro, verá cómo aumentan artificialmente sus costes y la burocracia. Las acciones de las tecnológicas ya están cayendo. Una humillación para los líderes de las BroTech que celebraron la llegada del megalómano inmobiliario.
Trump ha dinamitado la utopía tecnoptimista, basada en redes globales de producción y cooperación. Su política ha generado caos en los negocios digitales, que necesitan mercados abiertos para escalar. Incluso el capitalismo de riesgo se resiente: la inversión en productos digitales o físicos reales depende de un contexto globalizado y regulatoriamente amable, no de guerras comerciales y aislacionismo.
Buena parte de los “déficits comerciales” que tanto denuncia Trump se explican, en gran medida, por la deslocalización empresarial: las grandes corporaciones trasladaron su producción a países con mano de obra barata para vender a consumidores estadounidenses. Nike, Apple, Microsoft o Nvidia se benefician del comercio global, no los trabajadores que apenas ganan unos pocos dólares al día. Repatriar toda esa infraestructura no sólo es inviable, sino contraproducente. Hoy, muchas fábricas se están moviendo de China a Vietnam, Camboya o India, donde los costes siguen siendo bajos.
Fuga de cerebros y retroceso científico
Trump ha desatado una fuga de cerebros sin precedentes. Investigadores y científicos estadounidenses están migrando hacia Europa, mientras Musk y su DOGE desmantelan las mismas agencias que hicieron posible los semiconductores, los coches eléctricos, Internet y más. Sin apoyo a la investigación, los sueños aceleracionistas en biotecnología y longevidad humana serán inalcanzables.
Una de las grandes carencias del neoliberalismo es su incomprensión de la diferencia entre microeconomía y macroeconomía. Financia la investigación básica con fondos públicos, imprescindibles para su desarrollo, mientras impulsa una eutanasia de lo público que acabaría dejando al “rey desnudo”.
¡Wake up, Europa! Una oportunidad confuciana.
Paradójicamente, Trump representa para Europa una oportunidad confuciana: ocupar un lugar relevante en la nueva era de ilustración tecnológica. Una ocasión que parecía perdida, pero que podría recuperarse mediante alianzas plurilaterales con los BRICS, configurando una geopolítica de bloques, no de imperios. Europa, con su cultura sostenible, su potencial como mercado consumidor y su capacidad en inteligencia creativa, puede contrarrestar el trumpismo y abrir paso a una revolución tecnológica al servicio de la calidad de vida de las personas, especialmente en campos como la inteligencia artificial general y el ecosistema cuántico: los verdaderos retos de nuestra especie.
Más democracia, menos bravuconería. La incoherencia del trumpismo woke
El trumpismo es contradictorio incluso en su batalla contra el mundo woke, pues lo hace cabalgando al lomo de un ultranacionalismo que representa precisamente la esencia de aquello que critica. Frente al modelo adaptativo del capitalismo chino, Trump propone una regresión a economías cerradas y localistas que ya no tienen cabida en la complejidad del mundo actual.
En esta era de comunicación intensiva y tecnologías globales, la globalización es irreversible, aunque sí manifiestamente mejorable. La respuesta es una glocalización virtuosa: combinar la lógica global con reservas estratégicas que otorguen autonomía territorial ante cisnes negros y garantizando eficiencia tanto en bienes de consumo directo como en inputs clave para las cadenas de valor.
Por ello, frente al wokismo ultranacionalista y autoritario, urge más virtuosismo democrático, en un marco plurilateral y glocalizado que permita que toda la humanidad se beneficie de los avances de la ciencia y la cultura, sin discriminación por origen y en un entramado de libertad, equidad, inclusividad y solidaridad.
Alguien debería tener el valor y la lealtad de susurrarle a Trump:
¡Es la macroeconomía, estúpido!
Emilio Diaz Berenguer es promotor de proyectos yKratos y Kreativity. Resiliente y amante de la libertad.
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