El ingreso de la dignidad

por Rafael Simancas

 

La estrategia permanente de desestabilización que impulsa la derecha no puede oscurecer la celebración de una medida de alcance histórico como el Ingreso Mínimo Vital.

Se trata de una decisión que justifica por sí sola la constitución del Gobierno de coalición progresista, pero que va mucho más allá en sus consecuencias, porque contribuye a legitimar la actividad política que la impulsa y a dignificar la sociedad donde se aplica.

La votación del pasado día 10 de junio no fue una más de las que se producen cada semana en el Congreso. Esa votación se corresponde con un modelo de sociedad determinado, con la aplicación práctica de unos valores cívicos muy concretos y, en definitiva, con una manera específica de entender la convivencia.

Hay otros valores y otras maneras de vivir en sociedad, pero quienes votamos la aplicación del Ingreso Mínimo Vital lo hicimos desde los valores de la igualdad y la solidaridad, apostando por una sociedad que no se desentiende de la suerte de los más vulnerables, sino que les reconoce el derecho a vivir con dignidad y se responsabiliza del ejercicio universal de ese derecho.

El Nobel de economía Joseph Stiglitz dejó escrito que un sistema socioeconómico que no proporciona los medios para vivir con dignidad a una parte significativa de la población, es un sistema amenazado en su supervivencia misma.

El Ingreso Mínimo Vital tiene un propósito triple: erradicar la pobreza, especialmente la pobreza infantil; favorecer la inclusión social de los excluidos o con riesgo de exclusión; y reactivar la economía, por cuanto el cien por cien de estas prestaciones irán destinadas al consumo inmediato.

Los reparos y objeciones a la medida han llegado desde los ámbitos y con los argumentos más previsibles. Algunos provienen de la ignorancia, otros de la falta de sensibilidad, y los más de un apriorismo ideológico insolidario, que casa mal con los valores predominantes en la sociedad española.

El Ingreso Mínimo Vital no “fomenta la vagancia”, porque sus beneficiarios no han caído en la pobreza por voluntad propia, y la prestación conlleva itinerarios de inserción social y laboral. No “abre la puerta al fraude”, al menos no en mayor medida que cualquier otra ayuda que afecte a cualquier otro colectivo, porque los requisitos y controles son los adecuados para evitarlo.

Tampoco produce “efecto llamada”, porque los receptores habrán debido residir durante el año previo en nuestro país. Ni causará “caos competenciales” con otras administraciones, porque se ha estudiado y acordado su aplicación con Comunidades Autónomas y Ayuntamientos.

“Es muy caro”, dicen algunos, “más de 3.000 millones”, pero es que en España somos mayoría, por suerte, los que consideramos mucho más caro, inasumible, insoportable incluso, el precio de ignorar la pobreza.

Hasta el PP se vio obligado a respaldar la medida, a pesar de sus críticas mordaces y sus titubeos hasta minutos previos a la votación. No obstante, evidenció su hipocresía al votar al día siguiente contra la instauración de un impuesto sobre la especulación financiera, muy justo, y que ayudará a sufragar la prestación.

El ingreso es mínimo, ciertamente, pero la dignidad que aporta al conjunto de nuestra sociedad es infinita.


Rafael Simancas es parlamentario del PSOE en el Congreso de los Diputados.
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