Miércoles, 8 de enero de 2025. Cuenta la escritora Siri Hustvedt que cuando decidió apuntarse a un posgrado lo hizo porque tenía tres objetivos: “Quería estudiar, leer mucho y aprender a pensar bien”.
Pensar bien no es fácil. Virginia Woolf diría que se necesita una habitación propia para hacerlo, pero no solo. De entrada, se precisa tiempo, que lo es todo (incluido el dinero). Esto choca con la vorágine del mundo en el que vivimos, que no ve con buenos ojos que nos dediquemos a una tarea tan (en apariencia) improductiva como sentarnos a pensar.
Además, se requieren conocimientos (como bien apuntan los dos primeros objetivos de Hustvedt). Muchos de nuestros pensamientos nacen de reflexiones a partir de la observación, pero la mayoría, si no todos, se enriquecen con el saber. Si conocemos el mundo sobre el que reflexionamos, podemos poner en perspectiva lo que se nos cuenta, analizarlo, entenderlo y criticarlo. La información, los datos, la investigación, la lectura son los ladrillos con los que edificamos nuestra mente. Cuanto menos “sepamos”, menos recursos tendremos para poder pensar.
Y sin embargo, cuando podemos pararnos a reflexionar, a ejercer una visión crítica sobre el mundo, los frutos son palpables. Por un lado, somos capaces de tener una perspectiva de la realidad más rica, más compleja y más panorámica. Por otro lado, podemos defender nuestra postura porque la hemos elaborado nosotros, no nos ha venido dada. Y además, tenemos siempre la opción de incorporar nueva sabiduría y cambiar de opinión.
Quienes han reflexionado antes
A la hora de armar nuestro juicio, la filosofía siempre es una gran aliada. ¿Qué pensaron los sabios antes que nosotros? ¿Cómo se enfrentaron a las grandes cuestiones? ¿Tenían razón o sus lecciones ya no se pueden aplicar? ¿Existen nuevas formas de abordar esos asuntos considerando sus puntos de vista?
Debemos saber que nuestras circunstancias, de entrada, hacen que el pensamiento se configure de una u otra manera. Por ejemplo, merece la pena atender a cómo hablamos del tiempo –el pasado, presente y futuro–, porque la forma que tenemos de situarlo en el espacio estructura nuestra visión del mundo, diferente a la que tienen en otras partes del planeta.
Gracias a las nuevas tecnologías, podemos acercarnos virtualmente a lo (muy) lejano; pero hacerlo a través de un dispositivo influye en cómo percibimos lo real y lo ficticio. En una época en la que las broncas digitales no parecen tener eco en las aceras, el mundo aún así se muestra más real en una pantalla que cuando salimos a la calle. Ya en el México de mediados de siglo XX, dos españoles, Eduardo Nicol y José Gaos, se posicionaron en contra del desarrollo de la cibernética, alegando que “su aplicación a los procesos humanos y sociales oculta un potencial deshumanizador”. No es necesario darles la razón, pero parece interesante recapacitar sobre ello.
Sabemos que llevamos siglos intentando desmontar bulos (especialmente contra grupos de población concretos) e intentamos contar, de forma rigurosa, que los movimientos de población han existido siempre: España ya fue en otros siglos receptora de inmigrantes. Los documentos demuestran que las fricciones entre ciudadanos, receptores y recién llegados, son siempre las mismas. Pero si abrimos los brazos, como defienden los filósofos, las mezclas que se dan son fértiles, curiosas y hasta lingüísticas, como sucedió en México.
Además de los grandes temas que abren los periódicos, la filosofía ayuda a cuestionarse las intrigas cotidianas: ¿qué papel tienen los amigos en nuestra vida?, ¿por qué necesitamos a veces hablar en alto con nosotros mismos?, ¿qué tiene de especial formar parte de la única especie que ríe?, ¿podemos compensar nuestros malos actos con una dosis extra de buenas acciones?
La fuerza de los datos
Sabemos gracias a la historiografía que, efectivamente, reír no solo nos hace humanos sino que nuestro sentido del humor se parece bastante al de nuestros antepasados medievales –y que las medidas para intentar contener las carcajadas de la población también–. Que las clases populares siempre han lanzado barro (literal y figuradamente) a sus dirigentes cuando estaban enfadadas. Que las mujeres llevan formando parte de la Historia del Arte milenios, aunque los libros se empeñen en esconderlo. Que Humboldt y Darwin bebieron de la sabiduría de su predecesor, el español José de Acosta, a pesar de que su nombre sea menos conocido.
Pero además de la información pura y dura, existen la literatura y el cine, que consiguen que empaticemos con aquellos a quienes no conocemos.
Cuando escuchamos durante demasiado tiempo que el amor entre dos hombres era depravado, James Baldwin mostró la tragedia de aquellos a los que el mundo impedía ser quienes realmente eran. Cuando la sociedad decidió que las mujeres eran débiles de espíritu, tendentes al suicidio y tenían necesidad de ser medicalizadas, escritoras de diferentes partes del mundo decidieron narrar las verdaderas razones por las que las señoras estaban hartas de la vida que les había tocado vivir.
Cuando explota un conflicto en una tierra ajena, las películas y las novelas nos ayudan a entender las historias reales de quienes sufren. Cuando un país vive una crisis política, sus autores nativos demuestran que, al rescatar el pasado, la literatura puede salvaguardar el presente. Y cuando, con una mirada cínica, vemos el estado del mundo, podemos resguardarnos en las pequeñas alegrías que defiende un poeta pesimista.
El arte, que alimenta el cuerpo y la mente, nace a partir de preguntas. Su búsqueda de las respuestas provoca que nos fijemos en detalles en los que no habíamos reparado hasta entonces.
¿Qué sentido tiene retratar siempre el mismo vaso de Duralex? ¿Es una forma de retener el tiempo? ¿Por qué nos molesta que se represente a Jesucristo como un hombre dulce y guapo? ¿Qué dice de nosotros? ¿Pueden los autores de videojuegos ser candidatos a un Nobel de Literatura? ¿Y por qué no van a poder? ¿Es la música independiente en España verdaderamente independiente? Si no lo es, ¿por qué la denominamos así? ¿Quién compuso el Réquiem de Mozart? ¿Cómo que quién? ¿Por qué –oh, por qué– siempre volvemos a los Beatles?
Y la más persistente: si no entiendo una exposición de arte contemporáneo, ¿soy una ignorante?
No podemos proporcionar tiempo desde aquí, pero sí respuestas rigurosas, ladrillos para pensar bien. Levantar la casa ya no es labor nuestra. Sin embargo, digan lo que digan, todos necesitamos un hogar. Y todos necesitamos a las Humanidades.
Claudia Lorenzo Rubiera es periodista y guionista, editora en la sección de Cultura y editora designada en The Conversation Europe. Está especializada en información cultural y cinematográfica. Ha colaborado en medios como GQ, La Nueva España, Atlántica XXII o Ctxt, y fue redactora jefe de la revista La Crítica NYC. Tiene experiencia en comunicación corporativa de eventos culturales y de la industria turística.
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