por Eduardo Flores.
Esta es, si no recuerdo mal -y si, oh, loado sean los dioses, lo consigo-, la cuarta versión de esto que empecé a escribir hace ahora unas tres semanas. La idea original, como entenderán los improbables, dista mucho de lo que hoy me propongo: básicamente, tirar al voleo. Han sido tantos los asuntos desde entonces; tanto me ha crecido el pelo y tantos los cambios meteorológicos.
A saber, que la otra noche desperté, por decir algo, en pleno ataqué de ansiedad. Nada grave. Es esta una dolencia del alma tendente a emboscarse, un aquí te pillo y aquí te mato. También es una jodienda moderna. Nadie es persona en el siglo XXI si no padece alguna de las mil y una variantes de ansiedad, así como tampoco si no has visto Juego de Tronos. Poco o nada importa pues qué me ha llevado a gastarla. Poco o nada necesitó la jodía bicha de la angustia para azotarme en medio de la espesa madrugada y el sueño intranquilo. Así me ando.
Y olía a podrido. Mucho. En toda la casa, una pestilencia como de ultratumba. La ansiedad puede hacer muchas cosas con uno. Si se la conoce bien, como creo conocerla, ni siquiera cabe el susto por lo extraño -oler a podrido donde nada se pudre- en los momentos cumbre de este estar loco del coño por las buenas. Olía a podrido en la madrugada y se me salía el corazón por la boca y yo sentado en la cama no podía pensar en otra cosa que no fuera angustia y que el olor debía de estar saliendo de mi cabeza misma (que luego contaré). Así que lo asumí sin más. Y la noche pasó, como pasan las cosas que no tienen mucho sentido.
Mientras tanto, no sé, la posmodernidad o aquello que sea el ahora y que corresponda para etiquetar nuestra imbecilidad, nos desembocaba en el último capítulo de Juego de Tronos. Ahí es nada. Yo no lo vería hasta esta misma tarde (da igual cuando se lea esto). También una tarde más bien raruna, de viento inesperado barriendo la calle de mis cafés. Como entonces no me había decidido a emprender mi propia batalla contra los caminantes blancos, procuré la disidencia con la mayor de las dignidades. Evitaba los mentideros de Twitter y Facebook en la medida de lo posible, y en la de lo imposible, las entradas o hilos que sin querer queriendo dejaban abierta la puerta por donde miran quienes no lo quieren querer y al final lo hacen. Me quedé con la vaina dadivosa de Amancio Ortega.
Creer en la filantropía es de románticos. Nada hay de malo en ello. En creer. Porque al fin y al cabo cada cual cree en lo que le sale de las mitocondrias. Ser romántico en estos tiempos es, a su vez, cosa de filántropos: la razón por la que Jon Nieve hizo lo que hizo cuando llegó el momento, según parece. Le dio emoción a la cosa esta de los tronos. Lo mismito debió de pensar el multimillonario de marras. Después de todo qué son unas perras a modo de caridad cristiana, como bula, como una capita de cal para un sepulcro, como un pase de pecho a tanta estulticia astada. Total, cuando despertó, el dragón ya estaba allí. La pasta de Amancio está y no está, como el gato de Schrödinger. Del mismo modo que el olor a podredumbre no era cosa de mi cabeza, sino una manta de porquería que se extendía por el Molino, la Mercé y parte del extranjero. Algo que supe días después, mas no el motivo.
El voleo que me arrastra al magnánimo gallego me recuerda que la primera intentona de escribir esto iba sobre no pocas divagaciones tratando de sacarle punta a esa abstracción de la que saben más unos pocos que unos muchos: el éxito. Ya da igual. Más si cabe cuando en la segunda se ponía grave el que escribe para abordar la muerte, por otro lado, tan presente a lo largo de todo el Juego de Dragones. ¿Cómo escribir sobre el éxito cuando se está muriendo gente que antes estaba viva?
Se me paseó la parca por las mientes cuando lo de Rubalcaba. Después con el último popurrí de Juan Carlos Aragón, paisano al fin y al cabo; te roza, lo quieras o no. Así como reflexionar sobre el éxito no sirvió de mucho, hacerlo con la muerte me dejó una nota en la libreta y poco más: que lo lleva a uno, sin atajos, a pensar en la vida, lo que se acaba y se conoce. Nadie puede hablar con propiedad al respecto. Porque la muerte, sentida, obliga a una primera persona que, inexorablemente, no puede ser. Por el contrario la vida es y está, aquí y ahora, mientras tanto. La vida vivida y a la que uno se arroja como de un puente a un río. Que se acabe debe de ser una putada. Saberlo de antemano, ventaja, oportuno y verdad. Durante años canté que la muerte no era el fin de todo. Y era cierto. No lo es para los demás. Ni que decirlo sea tan obvio.
A tan lúgubres pensamientos acusé cuando lo de la jodía bicha, como si de un juego macabro dentro de mi cabeza se tratase, de la ponzoña en el aire de una madrugada intensita de angustia irracional. No pensaba en el éxito ni en Amancio Ortega ni en Juego de Tronos. Era la ansiedad.
Algo que no hubiese ocurrido de saber que vería a don Ramón María del Valle-Inclán Presidente del Congreso. Qué esperpento.
Eduardo Flores (Cádiz, 1981) cuenta que su afición por la literatura no tiene otra explicación fuera del azar. También cuenta que quizá se hizo lector entre los doce y los trece años, tal vez antes. Ocurrió al terminar de leer Moby Dick que pensó en la posibilidad de ser escritor. Todavía lo intenta. De momento tres novelas publicadas llevan su firma: Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial Dalya, 2016) y Lejos y nunca (Editorial Dalya, 2018). Además escribe de forma esporádica artículos de opinión y reseñas literarias en diversos medios digitales, entre ellos La Mar de Onuba.
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