Un país a media asta


Javier Polo Brazo.

Un año más, por Semana Santa, volvió la recurrente polémica sobre las medias astas en las banderas de los organismos públicos por la muerte de Cristo convirtiendo nuevamente el síntoma en la enfermedad.

Que las banderas de los organismos oficiales no pueden ondear a media asta por asuntos religiosos -por muy entroncado en la tradición que este gesto esté- no lo debería discutir nadie y menos los que hacen del respeto a la Constitución un dogma político inalterable. Pero, como digo, lo del numerito de las banderas es solo el síntoma de una enfermedad llamada: “la mentira de la aconfesionalidad del Estado”.

¿Que el 70% de la población se reconoce católico? cierto (si no entramos a valorar la calidad del efectivo ejercicio de la religión por parte de quienes así se declaran) ¿Que la cultura occidental tiene sus raíces asentadas en el cristianismo? más cierto aún; de hecho la misma Constitución que declara aconfesional el Estado hace prevalecer la religión católica sobre todas las demás, precisamente por esto. Pero el que los ciudadanos se declaren mayoritariamente de una religión y que esta sea la que ha conformado la identidad y la cultura de aquellos no deben hacer que las instituciones de todos –también de los ateos- conviertan la Carta Magna en la carta del restaurante, donde decidimos cada día en función de lo que nos apetezca.

En tu declaración anual de impuestos no puedes elegir a qué quieres que se dediquen estos; obviamente prevalece el criterio de caja única para evitar las objeciones fiscales a los gastos de defensa, por ejemplo. Pero ese criterio se rompe para garantizarle la financiación a la iglesia, puedes decidir si el 0,7% de tus impuestos va a financiar a la iglesia católica (y solo a esta) o a otros fines de interés social, eufemismo que evita mencionar que una parte de ese dinero también irá a organizaciones que dependen directamente de la iglesia católica, como Cáritas por ejemplo.

La educación católica está blindada en todos los colegios públicos, la mayoría de los edificios de la iglesia no pagan impuestos, los ingresos de la iglesia están garantizados (aunque las partidas antes citadas del 0,7% no los cubran porque se habilitan ingresos directos desde los organismos del estado en variopintas formas), los gobernantes juran sus cargos delante de crucifijos y biblias, más crucifijos y estampas de todo tipo siguen estando en infinidad de instalaciones públicas, la mayoría de los nombres de mujeres que existen en el nomenclátor de todas nuestras ciudades son advocaciones de la Virgen… y podríamos seguir hasta el infinito…

Todo ello está protegido por un arcaico documento jurídico llamado Concordato, inexistente en el resto del mundo (ni tan siquiera Italia, con la Santa Sede en casa, lo tiene) y que ningún gobierno ha osado nunca suspender.

Al lado del servilismo gubernamental a la jerarquía católica lo de las banderas me parece folclore local; algo así como esos carteles que ponen los viernes de cuaresma en muchos bares de mi tierra anunciando que “hoy es vigilia”, como si los que cumplan con ella no lo supieran y como si los que no lo hacemos fuésemos a renunciar a nuestra tostada con jamón. Las banderas son el colofón, un ¿te creíste que las leyes las hacíamos para respetarlas?

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