Qué fue de la oposición rusa

Memorial de Boris Nemtsov en el lugar de su asesinato en 2015. Fuente: Flickr
Ángel Jiménez
por Ángel Jiménez

Desde el nacimiento de la Federación Rusa en 1991 hasta hoy, la oposición no ha logrado convertirse en un contrapeso para el poder. Yeltsin empezó su mandato reprimiendo a sus rivales políticos y, durante el Gobierno de Putin, las libertades de expresión, de asociación y de información fueron restringidas. Entre 2011 y 2012, la llamada revolución nevada fue el máximo exponente de la desaprobación popular, pero las protestas menguaron en los años posteriores. ¿Qué fue, pues, de la oposición rusa?

La Constitución rusa vigente, aprobada en 1993, reconoce para sus ciudadanos las libertades de expresión, opinión y asociación. Sin embargo, el último informe de Freedom House, de 2019, denunciaba que ninguna de estas libertades puede ser en realidad plenamente ejercida en Rusia. La Carta Magna enuncia también la abolición de la censura, pero numerosas leyes posteriores han servido para permitir al Estado recuperar el control de los contenidos en los medios de comunicación tradicionales, y más tarde también en internet. El derecho de reunión aparece en la Constitución ya restringido: las manifestaciones y los piquetes quedan expresamente excluidos.

Y ninguno de los 137 artículos de la Constitución rusa menciona el término “oposición”. El propio significado de esta palabra se difumina, adquiere matices y en ocasiones se convierte en un concepto bicéfalo, contrario a sí mismo en sus distintas acepciones. Por una parte, se puede hablar de la oposición “sistémica”, que se concentra en torno a los principales partidos políticos y sus líderes. Conforman una quinta parte de los escaños en la Duma —la cámara baja—, pero no persiguen cambios radicales. Frente a ellos, la oposición “antisistémica” o extraparlamentaria no se encuentra representada en el parlamento estatal, y reúne a coaliciones políticas y movimientos sociales que buscan romper el statu quo, pero no siempre comparten las posturas en cuanto al método. Si ambos son oposición, ¿qué es la oposición?

“Si yo aguanto, aguantad también”

La Unión Soviética no habría caído si no hubiese sido por la oposición. En los últimos años del régimen, los aires de cambio desatados por la política de glásnost de Gorbachov permitieron a políticos de nuevas generaciones entrar a formar parte del juego de poder. Una tras otra, las quince repúblicas de la Unión fueron emitiendo declaraciones de soberanía que entraban en conflicto con la ley soviética. Este proceso, que empezó en Estonia y terminó en Kirguizistán, recibió el nombre de desfile de soberanías. El nacionalismo, antes ilegal, se opuso a la gestión centralizada propia del régimen y, en la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, Boris Yeltsin se opuso a Mijaíl Gorbachov.

En poco más de un año, las repúblicas que componían la URSS se convirtieron en quince países independientes.

El 12 de junio de 1990, Rusia se convirtió en la sexta República Socialista Soviética en declarar su soberanía. Un año más tarde, en la misma fecha, Boris Yeltsin ganó con el 58% de los votos las primeras elecciones presidenciales de la historia del país: por primera vez en siete décadas, no era un comunista el que estaba en el poder. Pero era un comunista el que había quedado segundo: Nikolai Ryzhkov, del Partido Comunista de la Unión Soviética, que obtuvo el 17% de los votos. La dicotomía entre los dos rivales políticos se resolvió habiendo alcanzado su pico en verano de 1991. Tras el intento de golpe de Estado en agosto de 1991 por parte de miembros de la línea dura del Partido Comunista, la formación política fue disuelta.

El duelo entre el nuevo y el viejo régimen político continuó en los años posteriores. El parlamento elegido en 1990 se convirtió en un contrapeso para la figura del presidente. En sus memorias, Boris Yeltsin hablaba de una oposición parlamentaria chovinista y maliciosa que le impedía llevar a cabo las reformas que quería implementar. Escribía que en 1993 no tuvo otra alternativa que ordenar la disolución del parlamento. Cuando los diputados se negaron a abandonar sus puestos y se atrincheraron en la Casa Blanca, la entonces sede parlamentaria, esta fue rodeada por tanques. En la mañana del 4 de octubre, la Casa Blanca, sus defensores y sus ocupantes fueron bombardeados, con un balance oficial de más de 130 víctimas mortales.

Liquidada la oposición, dos consultas populares de suma importancia tuvieron lugar el 12 de diciembre: las elecciones al parlamento estatal (la Duma) y un referéndum constitucional, del que es fruto la Constitución vigente. La nueva Carta Magna inclinaba la balanza de poder a favor del presidente, convirtiéndolo en el principal decisor y ejecutor de la ley. A lo largo de su mandato, Yeltsin trató de instaurar un sistema sucesorio y designó en los años siguientes a más de veinte posibles “herederos”. Uno de ellos fue Boris Nemtsov, quien más tarde se convertiría en uno de los principales rostros de la oposición.

Yeltsin saludando a las masas el 22 de agosto de 1991. Fuente: Kremlin

La relación de Yeltsin con la oposición se destensó a partir de 1993. Desde ese año se produjeron avances en materia de libertad de expresión, de opinión y de reunión. Entre otras, se tomaron varias medidas encaminadas a eliminar la censura, reforzando la Ley de Medios de Comunicación de 1991. Por primera vez en décadas, los medios de comunicación se vieron libres para expresar sus posturas políticas, llegando incluso a criticar abiertamente al Gobierno. Impensable varias décadas atrás, la recién nacida cadena de televisión opositora NTV empezó a emitir en 1994 un programa dedicado a la sátira política. Bajo el nombre de Muñecos, sus creadores manejaban marionetas con rostros de los principales líderes políticos del momento. Cuando el fiscal general de la Federación Rusa le sugirió al presidente cerrar la emisión, Yeltsin respondió: “si yo aguanto, aguantad también”.

Putin, de interino a líder único

En su discurso de Nochevieja de 1999, Boris Yeltsin anunció su dimisión. Designaba como interino a su primer ministro, Vladímir Putin. Las elecciones presidenciales se celebraron tres meses más tarde, con la participación de doce candidatos. Tres de ellos —Aman Tuleyev, Gregory Yavlinsky y el comunista Gennady Zyuganov— se postulaban para este cargo por segunda vez, y el fundador del Partido Liberal Demócrata (LDPR), Vladímir Zhirinovsky, por tercera. El favorito de Yeltsin arrasó con más del 53% de los votos. El 7 de mayo de 2000, Vladímir Putin tomó posesión del cargo.

La popularidad del nuevo presidente sufrió su primer golpe en el verano del mismo año tras el hundimiento del submarino Kursk, y se agravó por el conflicto de Chechenia. Las autoridades rusas fueron duramente criticadas desde la radio, la televisión y la prensa por su supuesta inacción en el caso del Kursk. Sergey Dorenko, un periodista antes favorable a Putin, dirigió un documental sobre el submarino, por lo que fue despedido de la televisión y su programa, cancelado. Los medios de comunicación y sus propietarios se convirtieron, una vez más, en el blanco y volvieron a sentir el peso de la represión. En abril de 2001, las acciones de NTV fueron adquiridas por el gigante energético Gazprom y la dirección opositora de la cadena fue obligada a dimitir. A lo largo del mismo año, nueve periodistas de varios medios fueron asesinados por motivos relacionados con su profesión. El programa Muñecos fue cancelado por presiones políticas en 2002. La frágil esperanza de contar con unos medios de comunicaciones libres e independientes había resultado ser una ilusión.

Como resultado de la victoria de Putin en las elecciones presidenciales, los partidos de Zhirinovsky y de Zyuganov se situaron en la oposición sistémica, o leal, en términos del sociólogo español Juan José Linz. Desde las elecciones legislativas de 1999, ambos tenían representación en la Duma estatal, donde comenzaron su historial de pactos con el partido Unidad —promovido por el Kremlin y que sería la futura Rusia Unida, partido de Putin—. El partido demócrata Yabloko de Yavlinsky ocupó escaños en la Duma hasta 2003, pero, más tarde, su líder llamó a los otros grupos liberales a boicotear las elecciones presidenciales de 2004. El antiguo aliado de Yeltsin y entonces líder de la Unión de Fuerzas de Derechas Boris Nemtsov se sumó a la causa. Sin embargo, ninguno de los dos participó, en 2006, en la creación de la coalición La otra Rusia, formada por opositores de ideologías muy variadas que iban desde el marxismo-leninismo hasta la extrema derecha del Partido Nacional Bolchevique (PNB).

En 2006, La otra Rusia convocó en Moscú la Marcha de los Disidentes, reclamando libertad para los presos políticos, la abolición de la censura y un cambio en el sistema. La participación fue in crescendo, y en 2007 fueron 17 las marchas convocadas en varias ciudades rusas. Las autoridades impidieron la celebración de varios actos en 2008, y 90 personas fueron detenidas por su participación en manifestaciones no autorizadas. En 2009, el líder del PNB Eduard Limónov impulsó el movimiento Estrategia-31 en referencia al artículo 31 de la Constitución rusa, que enuncia el derecho de reunión. La estrategia consistía en la celebración de marchas reivindicativas el día 31 de cada mes y, aunque ninguna de las protestas había sido autorizada, más de 70 ciudades rusas fueron escenario de manifestaciones a favor del derecho de reunión entre 2009 y 2011.

Las principales demandas de la oposición extraparlamentaria se formularon en el transcurso de las protestas populares entre 2006 y 2011. Al mismo tiempo, varias figuras provenientes de la política, los medios de comunicación y el mundo del espectáculo perfilaron su liderazgo. Algunos opositores se unieron bajo iniciativas comunes, tales como el movimiento Solidarnost y el partido PARNAS. Otros crearon proyectos propios, como Alexéi Navalni, que se centró en la lucha contra la corrupción.

La revolución nevada y el deshielo gris

Los resultados de las elecciones a la Duma de 2011 aglutinaron a la fraccionada oposición extraparlamentaria. Numerosas acusaciones de fraude pusieron en entredicho la victoria del partido del Kremlin, Rusia Unida. Un día después de los comicios, el 5 de noviembre, 300 manifestantes fueron detenidos en Moscú tras haber participado en una protesta organizada por Solidarnost y debidamente autorizada. Además, varios líderes de la oposición —entre ellos Alexéi Navalni e Ilya Yashin— estuvieron bajo arresto durante 15 días. Se produjeron más detenciones al día siguiente —entre las que se cuenta la de Boris Nemtsov, que acabó entre rejas—, pero no fueron suficientes para reprimir las protestas.

Las manifestaciones que tuvieron lugar en los meses posteriores recibieron el nombre de revolución nevada. Más de 50.000 personas se congregaron el 10 de diciembre para protestar contra el fraude electoral. El 24 de diciembre, eran 80.000 los que pedían que Putin dimitiera. El 4 de febrero, esta cifra ascendió a 120.000 personas según los cálculos de la organización del acto, lo que las convertía en las protestas más multitudinarias que había vivido la capital desde 1993. Las manifestaciones atrajeron la atención de los principales actores internacionales, entre ellos el Parlamento Europeo, que instó a Rusia a repetir las elecciones.

Manifestantes el 24 de diciembre de 2011 en Moscú. Fuente: Wikimedia Commons

Los numerosos incumplimientos de la ley electoral documentados en las elecciones presidenciales del 4 de marzo de 2012 volvieron a desencadenar protestas multitudinarias. Las concentraciones se sucedieron en los meses posteriores, marcadas por la represión, las detenciones y los registros de los domicilios de los líderes del movimiento. En junio, la Duma legisló para limitar el derecho de asociación y aumentó las multas por participar en manifestaciones no autorizadas. Al mes siguiente, representantes de varias corrientes anunciaron su voluntad de crear el Consejo de Coordinación de la Oposición Rusa.

Las elecciones al Consejo tuvieron lugar en octubre y 80.000 personas eligieron 45 nombres de entre los 209 candidatos que se presentaron. El líder más votado fue Alexéi Navalni, seguido por el escritor Dimitri Bikov y el fundador de Solidarnost —conocido mundialmente por haberse convertido en el entonces campeón del mundo de ajedrez más joven de la historia en 1985—, Garry Kaspárov. A pesar de que las elecciones al Consejo fueron toleradas por el Gobierno, la represión contra los dirigentes del movimiento y los manifestantes aumentó tras su celebración.

A partir de 2013, la participación en las protestas fue disminuyendo. En parte, el descenso puede ser explicado por el juego de concesiones e intimidación articulado desde el Kremlin. El Gobierno satisfizo algunas de las demandas de los manifestantes, simplificando, por ejemplo, el procedimiento de registro de los partidos políticos. Esta medida resultó ser un arma de doble filo: difuminó, por una parte, la diferencia entre la oposición sistémica y la extraparlamentaria, pero también sirvió para fomentar la fragmentación ideológica. La falta de consenso en el Consejo de Coordinación y la ausencia de una agenda política común fueron otras de las razones del declive del movimiento de protesta. Por su parte, la guerra en Ucrania y la anexión de Crimea a partir de 2014 han sido vistas por algunos investigadores como una política de desviación realizada por el Kremlin para distraer a la población de los problemas internos del país.

Varios miembros del Consejo de Coordinación perdieron sus puestos de trabajo tras haberse enfrentado al régimen, mientras que otros optaron por abandonar el país. Navalni fue acusado de malversación y condenado a cinco años de cárcel que más tarde se redujeron a tres años y medio en libertad provisional. Desde entonces, las acusaciones contra el bloguero se han ido acumulando, con cargos que van desde el incumplimiento del arresto domiciliario hasta la violación del orden público. En 2014, el opositor había sido denunciado ya ante diez tribunales, pero, además, los ataques contra Navalni y sus seguidores se sucedieron también fuera del ámbito legal. El bloguero sufrió dos agresiones con un químico verde en 2017, por lo que tuvo que ser operado para no perder la vista. En otras ocasiones, el equipo de Navalni fue atacado con pintura y excrementos.

Las cuatro balas que atravesaron la espalda de Boris Nemtsov en la noche del 27 de febrero de 2015 sacudieron a la oposición rusa, a la sociedad civil y a la comunidad internacional. Aunque Nemtsov no era el primer opositor asesinado, su muerte desató una nueva oleada de protestas. Un memorial fue erguido en el lugar del crimen, y las autoridades se vieron obligadas a hacer públicos los detalles de la investigación. Cinco personas fueron condenadas como autores directos del ataque, pero no hay certeza acerca de quién encargó el asesinato de uno de los principales dirigentes de la oposición rusa.

Vivimos sin sentir un país a nuestros pies

Con el paso del tiempo, el carácter político y nacional de las protestas de 2011 fue dejando lugar a asuntos de ámbito local, como la resistencia a construir un basurero en Arjanguelsk o una catedral en Ekaterimburgo, o la demanda de poder registrar candidatos de la oposición para la alcaldía de Moscú. Debido a su alcance más limitado, las manifestaciones relacionadas con los problemas locales difícilmente pueden desencadenar oleadas de protestas a nivel nacional. La oposición, que superó en 2012 sus diferencias ideológicas para unirse contra el régimen, se encuentra de nuevo fragmentada y, en ocasiones, decapitada.

Alexéi Navalni, tras haber sido atacado con un químico verde en 2017. Fuente: Evgeny Feldman

Los manifestantes y los líderes de la oposición continúan sin poder ejercer el derecho a protestar libremente, siendo el piquete individual la única forma de protesta legal. Los juicios simbólicos con acusaciones vagas de extremismo sirven como otro mecanismo de coerción. El control estatal de los medios de comunicación permite, asimismo, generar desconfianza hacia los movimientos de oposición y sembrar la incertidumbre. El acceso de la oposición extraparlamentaria al sistema electoral se ha vuelto un reto virtualmente imposible debido al recrudecimiento del trámite de registro de los candidatos y el fraude en las comisiones electorales. De este modo, la lucha por el poder se ve limitada a aquellos que realmente no pueden competir con los favoritos del Kremlin. Para los otros, los cables del ascensor social están cortados.

“Vivimos sin sentir un país a nuestros pies”, escribía en contra de Stalin Ósip Mandelshtam, un poeta represaliado en 1934. Hoy, está en manos de la sociedad civil rusa decidir si lo que sienten bajo sus pies es el país en el que quieren vivir. Para muchos lo es: según los últimos datos de Levada Center, un 64% de los rusos aprueban la gestión política de Vladímir Putin, y un 34% le votarían en las próximas elecciones presidenciales, previstas para 2024, a pesar de que legalmente, Putin no tiene permitido presentarse a un tercer mandato consecutivo.

Pero también están los otros: un 34% disconforme con el presidente, y un 53% que habría apoyado, definitiva o probablemente, la disolución del Gobierno en 2018. Un 22% estaría dispuesto a manifestar abiertamente su descontento político, sea en las calles, emulando las manifestaciones de 2011, o mediante el piquete individual —la única forma de protesta no autorizada que no infringe el código penal—. Ante estas cifras, y a la vista de una posible reelección de Vladímir Putin como presidente en 2024, queda por ver qué papel jugará la oposición —tanto la sistémica como la extraparlamentaria— en el futuro político de Rusia.


Ángel JiménezÁngel Jiménez (San Sebastian, 1995). Máster en Paz, Seguridad y Defensa por la UNED. Analista de El Orden Mundial. Interés en la geopolítica y en los conflictos políticos internos e internacionales.

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